¡ La Cosa Malévola!
La luz suave y romántica de la Wurlitzer llameó, hirió sus ojos y, sin embargo, no ahuyentó la noche. Era una luz radiante, como si la puerta del infierno se hubiese abierto, pero la oscuridad que les rodeaba se intensificó, sin rendirse a aquel resplandor sobrenatural.
¡ LA COSA MALÉVOLA! ¡ LA COSA MALÉVOLA!
El mundo se ladeó aún más. Se levantó y giró.
Bobby se tambaleó por la ondulante playa hacia Julie, que parecía incapaz de moverse. El mar hirviente y negruzco estaba engulléndola.
¡ LA COSA MALÉVOLA, LA COSA MALÉVOLA, LA COSA MALÉVOLA!
Con un crujido estrepitoso de piedra hendida, el cielo se abrió sobre sus cabezas pero ningún relámpago asaeteó la resquebrajada bóveda.
Surtidores de arena se alzaron alrededor de Bobby. Agua negra como la tinta surgió de orificios que se abrieron súbitamente en la playa.
El miró hacia atrás. El bungalow había desaparecido. El mar se alzaba por todas partes. La playa estaba disolviéndose bajo sus pies.
Dando un alarido, Julie desapareció bajo el agua.
¡COSAMALÉVOLA COSAMALÉVOLA COSAMALÉVOLA COSAMALÉ-VOLA!
Una ola de seis metros se cernió sobre Bobby. Y rompió, arrastrándole consigo. Él intentó nadar. La carne de sus brazos y manos se llenó de ampollas y empezó a pelarse dejando al descubierto destellos de hueso blanco como el hielo. El agua de medianoche era un ácido. Su cabeza se sumergió. Se esforzó por respirar, alcanzó la superficie, pero el mar corrosivo le había comido ya los labios y él sintió que las encías se le desprendían de los dientes y que la lengua se le tornaba gachas rancias en la bocanada de salmuera cáustica que había engullido. Incluso el aire lleno de espuma corría, y le devoró los pulmones en un instante, de modo que cuando intentó respirar no pudo. Se fue hacia el fondo batiendo las olas con brazos y manos que eran sólo hueso y, atrapado por una corriente submarina, se sumió en la eterna oscuridad, la disolución, el olvido.
¡COSAMALÉVOLA!
Bobby se sentó de un salto en la cama.
Aunque estuviera gritando no emitía ni un sonido. Cuando se dio cuenta de que había estado soñando, cesó en sus intentos de gritar y, por último, dejó escapar un gemido sordo, patético.
A todo esto había apartado de sí las sábanas. Se sentó en el borde de la cama, con los pies sobre el suelo y ambas manos aferradas al colchón, intentando recobrar el equilibrio como si estuviera todavía en aquella playa ondulante o braceando en aquel mar proceloso.
Las cifras verdes del reloj de proyección lucieron, pálidas, en el techo: las 2.43.
Durante un rato, el martilleo acelerado de su propio corazón le llenó de ruido desde dentro dejándole sordo para el mundo exterior. Pero, al cabo de unos segundos, oyó la respiración rítmica de Julie y se sorprendió de no haberla despertado.
Evidentemente, no se había agitado durante su sueño.
El pánico que le había infundido aquella pesadilla no se disipó por completo.
Su ansiedad empezó a reverdecer, en parte porque la habitación estaba tan tenebrosa como aquel mar devorador. Temiendo despertar a Julie no encendió la lámpara de la mesilla.
En cuanto pudo levantarse lo hizo y rodeó la cama en la absoluta oscuridad. El baño estaba en el lado de ella, pero como el camino estaba despejado hasta allí, se abrió paso sin dificultad dejándose guiar por la costumbre y el instinto como hiciera otras muchas noches.
Cerró la puerta a sus espaldas y encendió las luces. Durante un momento el brillo fluorescente le impidió mirar la superficie deslumbrante del espejo, sobre el lavabo. Cuando consiguió al fin contemplar su imagen vio que nada había corroído su carne. La pesadilla había sido horriblemente vivida, en nada parecida a ninguna experiencia anterior; por alguna razón extraña e inexplicable había sido más real que la vida misma, con colores y sonidos intensos, que latían aún en su mente adormecida. Aun sabiendo que todo había sido una pesadilla, casi había temido que aquel océano alucinante hubiese dejado una marca corrosiva en su carne, incluso después de despertar.
Estremecido, se apoyó sobre el lavabo. Abrió el grifo del agua fría e, inclinándose, se mojó la cara. Luego, contempló otra vez su imagen y cambió una mirada con sus propios ojos mientras musitaba para sí:
– ¿Qué diablos habrá sido eso?
Candy merodeaba.
El sector oriental de la finca de los Pollard descendía hacia un desfiladero. Las paredes eran abruptas, compuestas en su mayor parte de tierra seca y suelta, cruzada en algunos lugares por venas de esquisto rosa y gris. Sólo las raíces expansivas de una vegetación desértica y resistente, chaparros, hierba de la pampa y mezquites diseminados, impedían que las lluvias intensas erosionaran las vertientes. Algunos eucaliptos, laureles y melaleucas crecían en las paredes del desfiladero, y allá donde el suelo era lo bastante espacioso las melaleucas y los robles californianos hundían profundamente sus raíces en la tierra, a lo largo de la riera. Aquella riera era sólo una cuenca seca, pero se desbordaba durante las grandes lluvias.
Ágil y silencioso a pesar de su tamaño, Candy siguió el desfiladero en dirección este subiendo hacia arriba hasta alcanzar una cañada confluyente, cuyas paredes eran demasiado angostas para ser denominadas desfiladero. Luego, se volvió hacia el norte. El terreno continuó ascendiendo aunque no tan pendiente como antes. Paredes cortadas a pico se cernieron sobre él, y en algunos lugares el paso se estrechó hasta medir sólo unos sesenta centímetros. En las bocas de algunos de esos estrangulamientos se acumulaban ramas de espino secas arrastradas por el viento hasta el barranco, que arañaban a Candy cuando se abría paso entre ellas.
Sin el más leve retazo de luna, la noche era extremadamente oscura en el fondo de aquella hendidura, pero él raras veces tropezaba y no vacilaba ni un instante. Sus facultades no incluían la visión sobrenatural; así que estaba tan ciego como cualquier otro ante aquella negrura. Sin embargo, incluso en la más negra de las noches él sabía cuándo se le interponía un obstáculo, presentía el contorno del terreno con tal precisión que podía avanzar confiado y pisando firme. Ignoraba cómo le servía ese sexto sentido y no hacía nada para activarlo; sencillamente, tenía una percepción misteriosa de la relación existente entre él y sus alrededores, conocía su posición en todo momento y, a semejanza de los malabaristas sobre la cuerda floja pero con los ojos vendados, podía avanzar con aplomo por un cable tenso sobre las caras boquiabiertas de un público circense.
Ese era otro don conferido por su madre.
Todos sus retoños habían recibido un don. Pero las facultades de Candy superaban con mucho a las de Violet, Verbina y Frank.
El angosto paso se abrió a otro desfiladero, y Candy se volvió otra vez hacia el este siguiendo una riera rocosa, apresurándose más a medida que crecía su necesidad. Aunque cada vez más espaciadas, las casas seguían colgadas arriba, al borde del desfiladero; sus brillantes ventanas distaban demasiado para iluminar el terreno que se extendía a sus pies, pero él miraba nostálgico hacia arriba porque en aquellas casas estaba la sangre que necesitaba. Dios le había dado el gusto por la sangre, había hecho de él un depredador y, por tanto, Dios era responsable de lo que hiciera: así se lo había explicado su madre hacía mucho tiempo. Dios le quería selectivo en su matanza; pero cuando Candy era incapaz de reprimirse la culpa definitiva correspondía a Dios, porque Él había instalado la sed de sangre en Candy pero no le había provisto con la fortaleza necesaria para controlarla.
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