Dean Koontz - El Lugar Maldito

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Frank Pollard despierta en un callejón sin saber más que su nombre y que una oscura fuerza diabólica lo persigue para darle muerte. Abocado a una amnesia impenetrable acude al matrimonio de detectives Dakota para que investiguen su pasado. Bobbie y Julie se enfrentarán al caso más extraño de su carrera para acabar descubriendo que en el mundo de los vivos hay lugares más horrorosos que en el reino de los muertos.
Cuando Frank Pollard despierta en un oscuro callejón apenas sabe más que su nombre y que algo, indefinible y horroroso, lo persigue para darle muerte. Tras huir y encontrar refugio en un motel se vuelve a sumergir en un sueño del que despierta con las manos bañadas de sangre. Aterrorizado por albergar tras su consciencia una realidad tan misteriosa como abominable intenta mantener su frágil vigilia, pero el cansancio y la desesperación acaban por hacerle acudir a los Dakota, un joven y extrovertido matrimonio de detectives californianos.
Bobby y Julie impresionados por la extraña dimensión del caso, deciden vigilar a Frank durante sus inexplicables fugas amnésicas para desentrañar el origen de su incomprensible perturbación. Al penetrar en un mundo vedado a la lógica y tránsido de una maldad insoportable, descubrirán la trama fatal de una familia que maduró en su seno la crueldad más abominable para redimir al mundo con una estirpe de desquiciados redentores.

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Algunas veces, Candy se preguntaba si las mellizas no serían miembros de una especie totalmente diferente, pues él muy raras veces lograba sondear sus actitudes y comportamiento. Y cuando ambas le miraban, Verbina con su silencio perpetuo, sus rostros y ojos revelaban muy poca cosa de sus pensamientos o sentimientos; eran tan inescrutables como los gatos.

Él captaba sólo vagamente los vínculos de las mellizas con los gatos. Constituía la donación de su bendita madre a ambas, tal como sus propias y numerosas facultades eran el legado generoso de su madre a él. Por lo tanto, no quiso poner en entredicho la legitimidad o la cordura de todo ello.

No obstante, deseó golpear a Violet por no haber conservado el cuerpo para su examen. Ella sabía que Frank lo había tocado, que aquellos despojos podían ser útiles para su hermano, pero no los había conservado hasta que él despertara ni había pensado en despertarle. Quiso aplastarla pero era su hermana, y él no podía hacer daño a sus hermanas; tenía que mantenerlas y protegerlas. Su madre le vigilaba.

– ¿Dónde están las partes que no son comestibles? -preguntó.

Violet señaló la puerta de la cocina.

Encendió la luz exterior y salió al porche trasero. Pequeños trozos de huesos y vértebras se esparcían como dados de extrañas formas por el entarimado sin pintar. Sólo los lados del porche estaban abiertos; los otros dos formaban un nicho allá donde se unían las paredes de la casa. Candy encontró un trozo de cola de Samantha y jirones de piel, arrinconados allí por el viento nocturno. El cráneo medio aplastado estaba sobre el escalón superior.

El viento, que había estado amainando desde el anochecer cesó de repente. El aire frío trasladaba a gran distancia el más leve sonido; pero la noche era toda quietud.

Por lo general, Candy podía tocar un objeto, y la clarividencia le habría conducido. Frank había matado al gato, y Candy esperaba que el contacto con sus restos alumbrara una visión interna que le pusiera otra vez en la pista de su hermano.

Hasta la última brizna de carne había sido arrancada de la mollera de Samantha , y su contenido había sido igualmente vaciado. Roída, chupada y secada por el viento, podría haber sido parte de un fósil de fechas remotas. La mente de Candy no se llenó con las imágenes de Frank sino con las de los otros gatos y Verbina y Violet. Asqueado, arrojó lejos de sí el maltrecho cráneo.

Su frustración agudizó su cólera. Sintió que la necesidad le acometía. No quiso permitir que floreciera…, pero resistirse a ella era infinitamente más penoso que resistirse a los encantos de mujeres y otros pecados. Odió a Frank. Le odió tanto, tan profundamente le había odiado, con tanta constancia durante siete años que no pudo soportar la idea de que, al dormirse, había perdido la oportunidad de destruirlo.

Necesidad…

Se dejó caer de rodillas sobre el herboso patio. Apretó los puños y los dientes intentando convertirse en una roca, una masa inamovible que no se dejase mover ni un milímetro por la necesidad más apremiante, ni un pelo por la necesidad más extrema, el hambre más acuciante, el anhelo más apasionado. Suplicó a su madre que le confiriera fortaleza. El viento empezó otra vez a soplar, y él lo tomó por un viento diabólico que le impelería hacia la tentación, así que se echó de bruces sobre el suelo, clavó los dedos en la tierra blanda y repitió el nombre sagrado de su madre… Roselle… Lo susurró furiosamente en la hierba y la suciedad, una vez y otra, intentando desesperadamente sofocar la germinación de su oscura necesidad. Luego, lloró. Por fin, se levantó. Y marchó de caza.

Capítulo 21

Frank fue al cine y aguantó toda la película pero fue incapaz de concentrarse en el argumento. Cenó en El Torito, aunque sin saborear la comida; se limitó a engullir las enchiladas y el arroz como quien echa leña a un horno. Durante un par de horas circuló sin rumbo por la periferia central y meridional de Orange County, moviéndose de arriba abajo porque, de momento, la movilidad se le antojó más segura. Por fin, volvió al motel.

Allí estuvo todo el tiempo explorando el oscuro muro en su mente, detrás del cual se ocultaba su vida entera. Con suma diligencia buscó alguna rendija ínfima por donde pudiera atisbar un recuerdo u otro. Estaba seguro de que si podía encontrar una grieta toda la fachada de amnesia se vendría abajo. Pero la barrera era lisa y sin resquicios.

Cuando apagó la luz, no pudo dormir.

El viento de Santa Ana remitió. Entonces, no pudo culpar de su insomnio al estruendoso vendaval.

Aunque la cantidad de sangre de las sábanas fuera ínfima y aunque se hubiese secado desde que despertó de su siesta, Frank pensó que la idea de descansar sobre sábanas manchadas de sangre le impedía conciliar el sueño. Así, pues, encendió la lámpara, quitó la ropa de la cama, aumentó la calefacción y, tendiéndose otra vez, intentó dormir sin sábanas. No dio resultado.

Se dijo que la amnesia y la sensación resultante de soledad y aislamiento le mantenían despierto. Aunque hubiera algo de verdad en eso, sabía que estaba engañándose a sí mismo.

La verdadera causa de que no pudiese dormir era el miedo. Miedo de no saber a dónde iría durante su sonambulismo. Miedo de lo que pudiera hacer. Miedo de lo que pudiese encontrar entre sus manos cuando despertara.

Capítulo 22

Derek durmió en la otra cama, lanzando ronquidos suaves. Thomas no pudo dormir. Se levantó y se plantó ante la ventana para mirar la noche. La luna había desaparecido. Había una gran oscuridad.

A él no le gustaba la noche. Porque le asustaba. A él le gustaba el sol, y las flores todas resplandecientes, y la hierba tan verde, y el cielo azul extendiéndose allá arriba de tal modo que parecía una tapadera sobre el mundo, guardando todo y cada cosa en su sitio. Por la noche, todos los colores se esfumaban y el mundo quedaba vacío, como si alguien quitase la tapadera y dejara entrar un montón de insignificancias, y entonces mirabas esas insignificancias y sentías que podías evaporarte como los colores, evaporarte y salir del mundo, y cuando a la mañana siguiente alguien pusiera la tapadera en su sitio, tú no estarías aquí, te hallarías en algún lugar ahí fuera y no podrías volver nunca más. ¡Nunca!

Thomas apretó las yemas de los dedos contra la ventana. El cristal estaba frío.

Deseó poder dormir. Por lo general, dormía bien. Pero no esta noche.

Estaba preocupado por Julie. Ella le preocupaba siempre un poco. Se suponía que un hermano debía preocuparse. Pero aquélla no era una preocupación insignificante. Era grande.

Había comenzado, precisamente, aquella mañana. Una sensación rara. Extraña. Lo bastante extraña para asustarle. Algo malo de verdad iba a sucederle a Julie, decía esa sensación. Thomas se inquietó tanto que intentó advertírselo. Le televisó el aviso. Según se decía, los escenarios, las voces y la música eran transmitidos en la TV a través del aire; al principio, él lo tomó por una mentira, pensó que le estaban embromando porque era tonto y esperaban que creyera cualquier cosa, pero entonces Julie dijo que era cierto, así que él intentaba algunas veces televisarle sus pensamientos, porque si se podía enviar escenarios, música y voces por el aire, sería más fácil hacerlo con los pensamientos. Ten cuidado, Julie , televisaba él. Vigila, ten cuidado, porque algo malo va a suceder.

Por lo general, cuando él sentía cosas acerca de alguien, este alguien era Julie. Él sabía cuándo era feliz Julie. O estaba triste. Si se encontraba enferma, él solía enroscarse en la cama y sujetarse el vientre con ambas manos. Sabía siempre cuándo venía a visitarle Julie.

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