Dean Koontz - El Lugar Maldito

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Frank Pollard despierta en un callejón sin saber más que su nombre y que una oscura fuerza diabólica lo persigue para darle muerte. Abocado a una amnesia impenetrable acude al matrimonio de detectives Dakota para que investiguen su pasado. Bobbie y Julie se enfrentarán al caso más extraño de su carrera para acabar descubriendo que en el mundo de los vivos hay lugares más horrorosos que en el reino de los muertos.
Cuando Frank Pollard despierta en un oscuro callejón apenas sabe más que su nombre y que algo, indefinible y horroroso, lo persigue para darle muerte. Tras huir y encontrar refugio en un motel se vuelve a sumergir en un sueño del que despierta con las manos bañadas de sangre. Aterrorizado por albergar tras su consciencia una realidad tan misteriosa como abominable intenta mantener su frágil vigilia, pero el cansancio y la desesperación acaban por hacerle acudir a los Dakota, un joven y extrovertido matrimonio de detectives californianos.
Bobby y Julie impresionados por la extraña dimensión del caso, deciden vigilar a Frank durante sus inexplicables fugas amnésicas para desentrañar el origen de su incomprensible perturbación. Al penetrar en un mundo vedado a la lógica y tránsido de una maldad insoportable, descubrirán la trama fatal de una familia que maduró en su seno la crueldad más abominable para redimir al mundo con una estirpe de desquiciados redentores.

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– ¿Qué ocurre, Bobby? -preguntó ella, frunciendo el ceño.

– Dolor de cabeza -contestó él para tranquilizarla.

Luego, se inclinó y besó sus ojos, y lo hizo otra vez obligándola a cerrarlos para que no pudiera ver su cara ni descubrir la ansiedad que le era imposible disimular.

Poco después, cuando se hubieron duchado y vestido, tomaron un desayuno apresurado, de pie en el mostrador de la cocina: panecillos ingleses y mermelada de frambuesa, medio plátano cada uno y café cargado. Por mutuo acuerdo se abstuvieron de ir a la oficina. Un telefonazo a Clint Karaghiosis confirmó que las diligencias sobre el caso Decodyne estaban casi terminadas y que ningún otro asunto requería su atención personal y urgente.

Su Suzuki Samurai era un pequeño todo terreno con tracción en las cuatro ruedas. El había justificado aquella compra ante Julie, haciendo hincapié sobre su doble finalidad, utilitaria y recreativa, y su precio comparativamente razonable, pero de hecho lo quería porque le divertía mucho conducirlo. Julie no se había dejado engañar, y si lo había aprobado era porque también ella encontraba divertida su conducción. Esta vez, se mostró dispuesta a dejarle el volante aunque él insistió en cederle el puesto.

– Ya conduje bastante anoche -dijo mientras se colocaba el cinturón de seguridad.

Hojas muertas, ramas, jirones de papel y otros desperdicios menos identificables se arremolinaban y volaban por las calles barridas por el viento. Polvaredas diabólicas surgieron del este cuando el viento de Santa Ana, bautizado con el nombre de las montañas que lo originaban, sopló por los desfiladeros y las áridas colinas que los industriosos promotores de Orange County no habían logrado cubrir todavía con los millares de cabañas casi idénticas, de troncos y estuco, del sueño americano. Los árboles se arquearon bajo los impetuosos océanos de aire que se movían en poderosas y erráticas mareas hacia el océano auténtico, en el oeste. Entretanto, la niebla nocturna se había disipado y el día era tan claro que desde las colinas se podía ver la isla Catalina, a veintiséis millas de la costa del Pacífico.

Julie colocó un CD de Artie Shaw en el reproductor y la encantadora melodía, junto con los ritmos algo saltarines de Begin the Beguine , llenó el vehículo. Los armoniosos saxofones de Less Robinson, Hank Freeman, Tony Pastor y Ronnie Perry procuraron un extraño contrapunto a la disonancia caótica del viento de Santa Ana.

Desde Orange, Bobby se dirigió hacia el suroeste y las ciudades costeras: Newport, Corona del Mar, Laguna y Dana Point. Viajó todo lo posible por los escasos caminos asfaltados del condado urbanizado, que podían recibir todavía la denominación de carreteras secundarias. Pasaron incluso entre algunos de los naranjales con los que antaño se alfombrara el condado, sucumbidos, en su mayor parte, al avance inexorable de autovías y paseos.

A medida que los kilómetros transcurrían en el tacómetro, Julie se tornó cada vez más habladora y chispeante pero Bobby sabía que su talante bullicioso no era espontáneo. Cada vez que decidían hacer una visita a su hermano Thomas, ella se esforzaba lo suyo en cobrar ánimos. Aunque le quería mucho se desanimaba siempre que estaba con él, y por ello necesitaba fortalecerse por anticipado con un buen humor artificial.

– No hay ni una nube en el cielo -dijo, cuando desfilaron ante la planta envasadora de fruta del viejo Irwine Ranch. Es un hermoso día, ¿verdad, Bobby?

– Maravilloso -convino él.

– Este viento debe de haber empujado las nubes hasta Japón, apilándolas a varios kilómetros sobre Tokio.

– Sí. Ahora mismo la basura de California estará cayendo sobre el Ginza.

El viento arrancó los capullos rojos de la buganvilla y los arrastró por la carretera; por un momento, el Samurai pareció envuelto en una tormenta de nieve carmesí. El revuelo de los pétalos tuvo algo de oriental, quizá porque ellos acababan de mencionar Japón. A Bobby no le habría sorprendido ver a una mujer ataviada con kimono esperando en la cuneta, entre sol y sombra.

– Hasta los vendavales son hermosos aquí -dijo Julie-. ¿No crees que somos afortunados, Bobby? ¿No te parece que tenemos mucha suerte al vivir en un lugar tan especial?

El swing Frenesí de Shaw se dejó oír con su riqueza de cuerdas. Siempre que oía esta canción, Bobby imaginaba que estaba en una película de los años treinta o cuarenta, y que apenas doblase la esquina se encontraría con su viejo amigo Jimmy Stewart o quizá Bing Crosby, y que todos irían a almorzar con Cary Grant, y Jean Arthur y Katharine Hepburn y que luego sucederían cosas disparatadas.

– ¿En qué película te encuentras? -preguntó Julie. Ella le conocía de sobra.

– No lo he concretado todavía… Tal vez Historias de Filadelfia.

Cuando entraron en el aparcamiento de Cielo Vista, Care Home, Julie alcanzó su grado máximo de buen humor. Se apeó del Samurai, miró hacia el oeste y sonrió al horizonte que se delineaba con el feliz matrimonio del mar y el cielo, como si no hubiera visto nunca una vista comparable a aquella. En verdad, era un panorama asombroso, pues Cielo Vista se alzaba sobre un altozano a medio kilómetro del Pacífico, desde donde se dominaba un gran trecho de la costa Dorada en la California meridional. Bobby lo admiró también, con los hombros algo encogidos y la cabeza baja para hacer frente al viento fresco y enfurecido.

Cuando Julie quedó satisfecha, cogió de la mano a Bobby, le dio un fuerte apretón y ambos pasaron adentro.

Cielo Vista Care Home era un asilo privado, administrado sin subvenciones estatales, y su arquitectura procuraba evitar todo aire institucional estandarizado. Su fachada de estilo hispano y de dos plantas de estuco de color melocotón pálido estaba realzada mediante esquinales, marcos de puerta y alféizares de mármol; ventanas y puertas francesas pintadas de blanco aparecían enmarcadas por graciosos arcos con profundos umbrales. Los paseos laterales estaban protegidos por celosías vestidas con una mezcla de buganvillas moradas y amarillas, a las cuales el viento arrancaba un coro de murmullos apremiantes. Dentro, los suelos eran de mosaico gris salpicado de motas color melocotón y turquesa, y las paredes eran de color melocotón con zócalo blanco y remate de molduras que daban al lugar un aire acogedor y alegre.

Los dos se detuvieron unos instantes en el vestíbulo, delante de la puerta principal, mientras Julie sacaba del bolso un peine y se ordenaba el alborotado pelo. Después de detenerse en la recepción, en el agradable salón de visitas, se encaminaron hacia la habitación de Thomas, en el primer piso.

Allí había dos camas y la suya era la segunda, la más próxima a las ventanas, pero él no estaba allí y tampoco en su sillón. Cuando la pareja se detuvo en el umbral, le vieron sentado ante el escritorio que pertenecía a él y su compañero de dormitorio, Derek. Mientras se encorvaba sobre la mesa empuñando unas tijeras para recortar una fotografía de una revista, Thomas parecía extrañamente voluminoso y frágil a un tiempo, macizo y delicado; por sus facultades físicas era sólido pero mental y emocionalmente era endeble, y esa debilidad interna contrastaba con su imagen externa de fortaleza. Su cuello recio, sus hombros pesados y redondeados, sus brazos relativamente cortos y sus piernas fornidas conferían a Thomas la apariencia de un gnomo, pero cuando presintió una presencia extraña y volvió la cabeza para ver quién estaba allí su rostro no mostró la agudeza ni las facciones traviesas de una criatura de cuento de hadas; era un rostro que revelaba un destino genético cruel y una tragedia biológica.

– ¡Jules! -exclamó, dejando caer tijeras y revista, volcando casi la silla en sus prisas por levantarse.

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