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Dean Koontz: El Lugar Maldito

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Dean Koontz El Lugar Maldito

El Lugar Maldito: краткое содержание, описание и аннотация

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Frank Pollard despierta en un callejón sin saber más que su nombre y que una oscura fuerza diabólica lo persigue para darle muerte. Abocado a una amnesia impenetrable acude al matrimonio de detectives Dakota para que investiguen su pasado. Bobbie y Julie se enfrentarán al caso más extraño de su carrera para acabar descubriendo que en el mundo de los vivos hay lugares más horrorosos que en el reino de los muertos. Cuando Frank Pollard despierta en un oscuro callejón apenas sabe más que su nombre y que algo, indefinible y horroroso, lo persigue para darle muerte. Tras huir y encontrar refugio en un motel se vuelve a sumergir en un sueño del que despierta con las manos bañadas de sangre. Aterrorizado por albergar tras su consciencia una realidad tan misteriosa como abominable intenta mantener su frágil vigilia, pero el cansancio y la desesperación acaban por hacerle acudir a los Dakota, un joven y extrovertido matrimonio de detectives californianos. Bobby y Julie impresionados por la extraña dimensión del caso, deciden vigilar a Frank durante sus inexplicables fugas amnésicas para desentrañar el origen de su incomprensible perturbación. Al penetrar en un mundo vedado a la lógica y tránsido de una maldad insoportable, descubrirán la trama fatal de una familia que maduró en su seno la crueldad más abominable para redimir al mundo con una estirpe de desquiciados redentores.

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– ¿Es eso qué, Frank? -le preguntó Bobby.

– ¿Es eso lo que está sucediendo? -dijo Frank. Sus ojos parecieron aclararse poco a poco-. ¿Ha sucedido al fin?

– ¿Qué ha sucedido al fin, Frank?

Su voz fue ronca.

– La muerte. ¿Ha sucedido al fin?

Candy atravesó sigilosamente la casa hasta el vestíbulo que conducía a la biblioteca. Cuando avanzaba hacia la puerta abierta a la izquierda, oyó voces. Apenas reconoció una de ellas como la de Frank, tuvo que hacer un gran esfuerzo por contenerse.

Según Violet, Frank estaba lisiado. El control de su facultad telecinética había sido siempre errático, por cuya razón Candy había acariciado la esperanza de cazarlo un día y terminar con él antes de que pudiera viajar a un lugar seguro. Quizás hubiese llegado el momento del triunfo.

Cuando alcanzó la puerta, vio la espalda de una mujer. No podía ver su cara pero estaba seguro de que era la misma que había aparecido rodeada de un resplandor beatífico en la mente de Thomas.

Más allá de ella atisbo a Frank, y vio que los ojos de éste se abrían mucho al descubrir su presencia. Si el matricida sufría una excesiva confusión mental para utilizar el «teletransporte», como aseguraba Violet, ahora no dejaba entrever tal confusión. Parecía dispuesto a esfumarse de allí mucho antes de que Candy pudiera ponerle las manos encima.

Candy se había propuesto convertir la biblioteca en una barahúnda, proyectando una onda de energía a través de la puerta o incendiando los libros y haciendo explotar las lámparas con el fin de atemorizar y distraer a los Dakota y al doctor Fogarty, lo que le daría la oportunidad de ir a por Frank. Pero ahora se vio forzado a cambiar sus planes al observar que su hermano estaba temblando, se hallaba al borde de la desmaterialización.

Así, pues, irrumpió en la habitación y aferró a la mujer por detrás pasándole el brazo derecho alrededor del cuello y echándole la cabeza hacia atrás para que ella y los dos hombres comprendieran que podía romperle el cuello al instante. Pese a todo, ella lanzó un pie hacia atrás, hizo resbalar el tacón por su espinilla y, por último, se lo clavó en el pie lo cual le causó un dolor insufrible; era un movimiento de artes marciales, y Candy pudo deducir por la forma en que ella intentaba contrapesar su presa que estaba muy bien adiestrada en ellas. Entonces, hizo más presión sobre su cabeza y flexionó el bíceps de forma que le oprimió la tráquea causándole el suficiente dolor para convencerla de que toda resistencia sería suicida.

Fogarty observaba todo desde su butaca, alarmado pero no lo bastante para levantarse; y Bobby saltó del sofá empuñando una pistola, pero Candy no se preocupó de ninguno de los dos. Dedicaba toda su atención a Frank, que se había levantado de su butaca y parecía dispuesto a desaparecer de allí camino de Punaluu y Kyoto y otra veintena de lugares.

– ¡No lo hagas, Frank! -le dijo, amenazador-. No huyas. Ya va siendo hora de que ajustemos cuentas, va siendo hora de que pagues por lo que hiciste a nuestra madre. Ven a casa, acepta el castigo de Dios y pon fin a esto ahora, esta noche. Yo voy hacia allá con esta perra. Como ella intentó ayudarte, supongo yo, no querrás verla sufrir.

El marido pareció dispuesto a hacer una locura; ver a Julie en su poder le desquiciaba a todas luces. Buscó un ángulo de tiro para dispararle sin tocar a la mujer; tal vez se arriesgara a darle en la cabeza aunque él estuviera agazapado detrás de su presa. ¡Iba siendo hora de marcharse!

– Ven a casa -le dijo a Frank-. Entra en la cocina, déjame terminar con esto en tu lugar y yo la dejaré marchar. Pero si no vienes dentro de cinco minutos, colocaré a esta perra sobre la mesa y ahí tendré mi cena. Frank. ¿Quieres que me sirva de alimento, Frank, después de haberte ayudado tanto?

Candy creyó oír un disparo mientras salía de allí. En cualquier caso fue tardío. Se volvió a materializar en la cocina de la casa de Pacific Hill Road, con Julie Dakota apresada todavía en el gancho de su brazo.

Capítulo 56

Sin preocuparse ya por el peligro de tocar a Frank, Bobby le agarró por la chaqueta y le empujó contra las persianas de anchos listones de la ventana de la biblioteca.

– Ya le has oído, Frank. No huyas. No huyas esta vez o me aferraré a ti para no soltarte jamás. Te juro por Dios que lamentarás no haber puesto el cuello bajo el hacha de Candy en lugar de la mía. -Golpeó a Frank contra la persiana para subrayar sus palabras y oyó detrás de él la risa maliciosa de Lawrence Fogarty.

Percibiendo terror y confusión en los ojos de su cliente, Bobby comprendió que sus amenazas no surtirían el efecto deseado. De hecho, las amenazas servirían sólo para aterrorizarle hasta el extremo de hacerle huir, por mucho que quisiera ayudar a Julie. Y lo que era peor, al optar por la violencia como primer recurso no estaba tratando a Frank como persona sino como carne, confirmando así el perverso código que había presidido la vida del corrupto médico, lo que le resultaba casi tan intolerable como perder a Julie.

Así, pues, soltó a Frank.

– Lo siento. Créeme, lo siento. Enloquecí un poco.

Escrutó los ojos del hombre buscando algún indicio de que en aquel cerebro lesionado quedaba suficiente inteligencia para establecer algún dato. Vio miedo, un miedo terrible e intenso, y vio una soledad que casi le hizo llorar. Vio también una mirada perdida no muy diferente a la que había observado a veces en los ojos de Thomas cuando le llevaban de excursión desde Cielo Vista al «mundo exterior», como decía él.

Pensando que quizás hubieran transcurrido ya dos minutos del plazo de quince impuesto por Candy e intentando conservar la calma a pesar de todo, Bobby cogió la mano derecha de Frank, la volvió con la palma hacia arriba y, con un esfuerzo, tocó la cucaracha muerta que ahora se había fundido con la carne blanca y blanda del hombre. El insecto parecía crujiente y rasposo al tacto, pero no dejó entrever su repugnancia.

– ¿Te duele esto, Frank? ¿Este insecto, mezclado aquí con tus propias células?

Frank le miró, absorto. Por último, sacudió la cabeza de un lado a otro.

Alentado por aquel comienzo de diálogo, Bobby tocó suavemente la sien derecha de Frank, notando los bultos de las piedras preciosas como forúnculos sin reventar o tumores cancerosos.

– ¿Y aquí te duele, Frank? ¿Sientes algún dolor?

– No -respondió Frank. Y Bobby sintió que su corazón se animaba con aquel avance hacia la respuesta articulada.

Bobby se llevó la mano al bolsillo del pantalón, sacó un Kleenex doblado y, con gran delicadeza, limpió la saliva que brillaba todavía en la barbilla de Frank.

El hombre parpadeó y su mirada pareció aclararse.

A espaldas de Bobby, todavía arrellanado en el sillón de cuero, quizá con un vaso de whisky en la mano y seguramente luciendo su irritante sonrisa, Fogarty dijo:

– Quedan doce minutos.

Bobby hizo caso omiso del médico. Sosteniendo la mirada de su cliente y tocándole todavía la sien, dijo, con mucha calma:

– Has tenido una vida muy dura, ¿verdad? Tú eras el hermano normal, el más normal de todos, y cuando eras niño siempre querías adaptarte a la escuela, cosa que ni tus hermanas ni tu hermano lograrían jamás. Luego, necesitaste mucho tiempo para comprender que tu sueño no se realizaría nunca, que no te adaptarías, porque por muy normal que fueses comparado con el resto de tu familia, seguías proviniendo de esa casa maldita, de ese pozo negro que había hecho de ti un intruso eterno para otras personas. Tal vez éstas no vieran la mancha en tu corazón, no percibieran los recuerdos tenebrosos dentro de ti, pero tú veías y recordabas, y te sentías indigno por el horror que era tu familia. Sin embargo, también eras un intruso en casa, demasiado sano para adaptarte a su ambiente, demasiado sensible para soportar esa pesadilla. Así que has estado solo toda tu vida.

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