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Dean Koontz: El Lugar Maldito

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Dean Koontz El Lugar Maldito

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Frank Pollard despierta en un callejón sin saber más que su nombre y que una oscura fuerza diabólica lo persigue para darle muerte. Abocado a una amnesia impenetrable acude al matrimonio de detectives Dakota para que investiguen su pasado. Bobbie y Julie se enfrentarán al caso más extraño de su carrera para acabar descubriendo que en el mundo de los vivos hay lugares más horrorosos que en el reino de los muertos. Cuando Frank Pollard despierta en un oscuro callejón apenas sabe más que su nombre y que algo, indefinible y horroroso, lo persigue para darle muerte. Tras huir y encontrar refugio en un motel se vuelve a sumergir en un sueño del que despierta con las manos bañadas de sangre. Aterrorizado por albergar tras su consciencia una realidad tan misteriosa como abominable intenta mantener su frágil vigilia, pero el cansancio y la desesperación acaban por hacerle acudir a los Dakota, un joven y extrovertido matrimonio de detectives californianos. Bobby y Julie impresionados por la extraña dimensión del caso, deciden vigilar a Frank durante sus inexplicables fugas amnésicas para desentrañar el origen de su incomprensible perturbación. Al penetrar en un mundo vedado a la lógica y tránsido de una maldad insoportable, descubrirán la trama fatal de una familia que maduró en su seno la crueldad más abominable para redimir al mundo con una estirpe de desquiciados redentores.

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Candy se materializó en la oscuridad, entre dos farolas muy separadas entre sí, casi a una manzana de la casa del médico para asegurarse de que nadie en la biblioteca de Fogarty percibiría el suave sonido de las trompetas que indefectiblemente anunciaban su llegada. Mientras caminaba hacia la casa bajo la fustigante lluvia, creyó que aquel poder suyo conferido por Dios se había hecho ahora tan enorme que nada podría impedirle coger o conseguir cuanto ambicionara.

– En el sesenta y seis nacieron las mellizas, y físicamente ambas fueron tan normales como Frank -continuó Fogarty mientras la lluvia martilleaba de repente la ventana-: Allí no hubo diversión. Verdaderamente, no podía creerlo. Tres de los cuatro hijos, perfectamente sanos. Yo había esperado toda clase de lacras: por lo menos labios leporinos, cráneos deformados, caras hendidas, extremidades atrofiadas ¡o incluso dos cabezas!

Bobby cogió la mano de Julie. Necesitaba su contacto. Quería salir de allí. Se sentía arder por dentro. ¿Es que no habían oído ya lo suficiente?

Pero aquél era el problema: no sabía lo que les quedaba por oír ni qué información podría ser crucial para encontrar el medio de enfrentarse con los Pollard.

– Por cierto, cuando Roselle me trajo aquel maletín lleno de dinero, empecé a descubrir que todos los hijos eran engendros, al menos mentalmente, si no físicamente. Y hace siete años, cuando Frank la asesinó vino a mí pidiendo comprensión y cobijo… como si yo le debiera algo. Me contó muchas más cosas de ellos de las que yo hubiera querido saber, demasiadas. Durante los dos años siguientes, me visitó con regularidad, aparecía como un fantasma que quisiera espantarme y no buscar refugio. Pero, por fin, comprendió que aquí no se le había perdido nada, y durante cinco años se mantuvo alejado de mi vida. Hasta hoy, esta noche.

Frank se agitó en su butaca. Cambió de posición y ladeó la cabeza de derecha a izquierda. Aparte de eso, no estaba más despierto de lo que había estado desde que habían entrado en la habitación. El anciano aseguraba que Frank había vuelto en sí varias veces y se había mostrado muy locuaz, pero su comportamiento durante la hora transcurrida no lo evidenciaba así.

Julie, que estaba más cerca de Frank, frunció el ceño y se inclinó sobre él, escrutando el lado derecho de su cabeza.

– ¡Oh, Dios mío!

Pronunció aquellas tres palabras con un tono apagado que resultó tan efectivo a modo de refrigerador como cualquier artefacto utilizado para acondicionar el aire.

Sintiendo un escalofrío por la espina dorsal, Bobby la empujó hacia atrás y miró la cabeza de Frank. Deseó no haberlo hecho. Intentó desviar la mirada. No pudo.

Cuando Frank había desviado la cabeza hacia la derecha dejándola caer casi sobre el hombro, no pudieron verle la sien. Evidentemente, después de dejar a Bobby en la oficina y todavía sin control, Frank había seguido viajando contra su voluntad y había vuelto a uno de aquellos cráteres donde los insectos mecanizados escupían sus diamantes, pues su carne estaba hinchada desde la sien hasta la mandíbula y las gemas causantes de la hinchazón salían en algunos lugares a flor de piel, reluciendo e íntimamente incrustadas en el tejido. Por una razón u otra, había cogido un puñado para traérselas consigo, pero al reconstituirse había cometido un error.

Bobby se preguntó qué tesoros podrían estar enterrados en la blanda materia gris del cráneo de Frank.

– Ya las he visto -dijo Fogarty-. Y miren la palma de su mano derecha.

A pesar de las protestas de Julie, Bobby cogió con dos dedos la manga de Frank y tiró de ella hasta que el brazo se torció lo suficiente para mostrar la palma. Allí encontró parte de la cucaracha que había estado soldada a su zapato. Por lo menos, parecía la misma. Sobresalía de la parte carnosa de la mano con el caparazón reluciente y los ojos muertos, mirando fijamente hacia el dedo índice de Frank.

Candy rodeó la casa bajo la lluvia cruzándose con un gato negro que estaba encaramado al antepecho de una ventana. El animal volvió la cabeza para mirarle y luego pegó otra vez el hocico al cristal de la ventana.

Candy entró en el porche de la parte trasera de la casa e intentó abrir la puerta. Estaba cerrada con llave.

Una pálida luz azul surgió de su mano cuando asió el pomo. La cerradura se corrió, la puerta se abrió y pasó adentro.

Julie había oído lo suficiente, demasiado.

Ansiando alejarse de Frank, se levantó del sofá, anduvo hasta la mesa y contempló inquisitivamente su whisky sin terminar. Pero no encontró respuesta alguna. Se sentía tremendamente fatigada, luchando consigo misma para contener su dolor por Thomas y esforzándose cuanto podía por sacar algo en claro de la grotesca historia familiar que les había revelado Fogarty. No necesitaba aturdirse aún más con el whisky por mucho que le atrajera.

– Entonces, ¿qué esperanza tenemos de tratar con Candy? -preguntó al anciano.

– Ninguna.

– Debe de haber algún medio.

– No.

– ¡Debe de haberlo!

– ¿Por qué?

– Porque no se le puede permitir que venza.

Fogarty sonrió.

– ¿Por qué no?

– ¡Porque es un malvado, maldición! Y nosotros somos los buenos. Quizá no perfectos, no sin deficiencias, pero así y todo somos los buenos. Y ésa es la razón de que tengamos que vencer, porque si no lo hacemos todo este juego perderá su significado.

Fogarty se respaldó en su butaca.

– He aquí mi opinión. Todo carece de significado. Nosotros no somos buenos ni malos, somos sólo carne. No cabe esperar trascendencia de un trozo de carne, pues no tenemos alma. Usted no esperará que una hamburguesa vaya al cielo después de que alguien se la haya comido.

Julie no había odiado nunca a nadie tanto como odiaba a Fogarty en aquel momento, en parte porque era un hombre jactancioso y aborrecible, y en parte porque vislumbraba en sus argumentos algo peligrosamente similar a lo que ella misma había dicho a Bobby en el motel después de conocer la muerte de Thomas. Había dicho que era inútil tener sueños, que éstos no se realizaban jamás, que la muerte estaba siempre ahí, vigilante por mucha suerte que tuvieras. Y aborrecer la vida sólo porque te conducía tarde o temprano a la muerte…, bueno, eso equivalía a decir que las personas no eran más que carne.

– Nosotros tenemos sólo placer y dolor -siguió el anciano médico-, por lo tanto no importa saber quién tiene razón o quién está equivocado, quién vence o pierde.

– ¿Cuál es su punto flaco? -inquirió, encolerizada, ella.

– Ninguno, que yo sepa. -Fogarty parecía complacido con la desesperanza de su posición. Si había ejercido la medicina a principios de los años cuarenta, ahora tendría casi ochenta años aunque pareciera más joven. Se daba perfecta cuenta del poco tiempo que le quedaba y sin duda envidiaba a cualquiera más joven; y, por la frialdad con que consideraba la vida, sus muertes en manos de Candy Pollard le divertiría-. Ningún punto flaco.

Bobby no estuvo de acuerdo, o intentó no estarlo.

– Algunos dirían que su punto flaco es su mente, su tortuosa psicología.

Fogarty sacudió la cabeza.

– Y yo se lo rebatiría diciendo que ha convertido su tortuosa psicología en una fuerza irresistible. Ha aprovechado la idea de ser el instrumento de la venganza divina para acorazarse contra la depresión, las dudas sobre sí mismo y cualquier otra cosa que pudiera hacerle zozobrar.

De improviso, Frank se enderezó en su butaca y se enderezó como si quisiera desterrar toda confusión mental, como se sacudiría un perro empapado de agua al salir de la lluvia. Y exclamó:

– ¿Dónde…? ¿Por qué yo…? ¿Es eso… es eso… es eso…?

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