David Baldacci - Control Total

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Cuando Sidney Archer despidió a su marido, el cual iba a tomar un avión rumbo a Los Ángeles, no podía sospechar que para ella comenzaba una nueva vida.
En primer lugar, el avión se estrelló; las investigaciones posteriores revelaron que había sido víctima de un sabotaje; después descubrió que su marido había supuestamente robado secretos de la empresa en la que trabajaba para venderlos a la competencia.
Pero con todo ello, apenas si habían comenzado sus tribulaciones: las múltiples sospechas que recaen sobre su marido colocan a Sidney en el punto de mira del FBI, que la considera cómplice de él. Pero además, la convierten en objetivo de una cacería implacable, un acoso en el que todos los caminos que llevan a ella están sembrados de cadáveres. El trofeo: controlar las redes de información del siglo XXI.

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– Ray, tenemos que llegar a Bell Harbor. Deberíamos estar allí ahora mismo. ¿Qué me dices del tren?

– Los de Amtrak todavía están dejando la vía expedita. Además, he comprobado que el tren no llega hasta allí. Tendríamos que tomar un autobús para recorrer el último tramo. Y, con este tiempo, seguro que están cerrados algunos tramos de la autopista interestatal. Además, no todo es autopista. Tendríamos que tomar algunas carreteras secundarias. Estamos hablando de por lo menos quince horas.

Sawyer parecía estar a punto de explotar.

– Todos ellos podrían estar muertos en una hora, así que no digamos lo que podría suceder en quince horas.

– No tienes necesidad de recordármelo. Si pudiera extender los brazos y echar a volar, lo haría ahora mismo. Pero, maldita sea, no puedo hacerlo -replicó Jackson, enojado.

Sawyer se tranquilizó rápidamente.

– Está bien. Lo siento, Ray. -Se sentó-. ¿Has podido conseguir la ayuda de los locales?

– He hecho algunas llamadas. La oficina más cercana está en Boston. A unas cinco horas de distancia. Y con este tiempo, ¿quién sabe? Hay pequeñas agencias en Portland y Augusta. Les he dejado mensajes, pero no he recibido contestación por el momento. La policía estatal podría ser una posibilidad, aunque probablemente tendrán mucho trabajo con los accidentes de tráfico.

– ¡Mierda! -Sawyer sacudió la cabeza, desesperado, y tamborileó con los dedos sobre la mesa, impaciente-. Un avión es la única forma. Tiene que haber alguien dispuesto a volar con esta tormenta.

– Quizá un piloto de combate. ¿Conoces a alguno? -preguntó sarcásticamente Ray.

Sawyer pegó un bote en su asiento.

– Pues claro que sí.

La furgoneta negra se detuvo cerca de un pequeño hangar en el aeropuerto del condado de Manassas. La nevada era tan intensa que resultaba difícil ver más allá de unos cuantos centímetros de distancia. Media docena de miembros del equipo de rescate de rehenes, todos ellos fuertemente armados y vestidos de negro, siguieron a Sawyer y Jackson. Portaban rifles de asalto y echaron a correr en fila hacia el avión que les esperaba sobre la pista, con los motores ya en marcha. Los agentes subieron velozmente al Saab turbopropulsado. Sawyer se instaló junto al piloto, mientras Jackson y los miembros del equipo se ponían los cinturones de seguridad, en los asientos de atrás.

– Confiaba en volver a verte antes de que terminara todo esto, Lee -le gritó George Kaplan por encima del rugido de los motores, sonriente.

– Demonios, no olvido a mis amigos, George. Además, eres el único hijo de puta lo bastante loco como para atreverse a volar con un tiempo como éste.

Sawyer miró por la ventanilla del Saab. Lo único que vio extenderse ante él fue un enorme manto blanco. Se volvió a mirar a Kaplan, que se ocupaba de los controles, mientras el avión rodaba hacia la pista de despegue. Una máquina quitanieves acababa de despejar una corta franja de la pista, pero ésta volvía a cubrirse rápidamente de nieve. Ningún otro avión funcionaba con aquel tiempo porque el aeropuerto estaba oficialmente cerrado. Y todas las personas sensatas hacían caso de aquella orden.

Al fondo, Ray Jackson abrió unos ojos como platos y se sujetó al asiento mientras observaba fijamente por la ventanilla las infernales condiciones del tiempo. Miró a uno de los miembros del equipo de rescate de rehenes.

– Estamos como cabras, ¿lo sabías?

Sawyer se volvió en su asiento y sonrió burlonamente.

– Eh, Ray, sabes que puedes quedarte aquí si quieres. Ya te contaré la juerga cuando regrese.

– ¿Quién demonios cuidaría entonces de tu sucio trasero? -le replicó Jackson.

Sawyer se echó a reír y se volvió a mirar a Kaplan. La sonrisa del agente se tornó en una repentina expresión de recelo.

– ¿Conseguirás que este trasto despegue del suelo? -le preguntó.

– Prueba a volar a través del napalm para ganarte la vida. Entonces sabrás lo que es bueno -dijo Kaplan con una sonrisa burlona.

Sawyer logró devolverle una débil sonrisa, pero observó lo intensamente concentrado que estaba Kaplan en los mandos, y cómo observaba continuamente las ráfagas de nieve. Finalmente, la mirada de Sawyer se detuvo en la vena palpitante situada en la sien derecha del piloto. Emitió un profundo suspiro, se abrochó el cinturón de seguridad todo lo apretadamente que pudo y se sujetó al asiento con ambas manos, mientras Kaplan hacía avanzar el regulador de potencia. El avión cobró rápidamente velocidad, dando tumbos y balanceándose a lo largo de la pista nevada. Sawyer miró hacia delante. Los focos del avión iluminaron un campo de tierra que indicaba el final de la pista; se acercaba hacia ellos a toda velocidad. Mientras el avión forcejeaba contra la nieve y el viento, se volvió de nuevo para mirar a Kaplan. La mirada del piloto registraba constantemente lo que tenía por delante, y luego se deslizó brevemente sobre su panel de instrumentos. Cuando Sawyer volvió a mirar hacia delante, el estómago se le subió a la garganta. Estaban al final de la pista. Los dos motores del Saab funcionaban a toda potencia, pero parecía como si eso no fuera a ser suficiente.

En la parte de atrás, Ray Jackson y cada uno de los miembros del equipo, cerraron los ojos. Una oración silenciosa se escapó por entre los labios de Kay Jackson al pensar en otro campo de tierra donde un avión había terminado su existencia, junto con las vidas de todos los que llevaba a bordo. De repente, el morro del avión se elevó hacia el cielo y el aparato despegó de la pista. Un sonriente Kaplan se volvió a mirar a Sawyer, que estaba más pálido que un minuto antes.

– ¿Lo ves? Ya te dije que sería fácil.

Mientras se elevaban continuamente a través del cielo, Sawyer tocó la manga de Kaplan.

– La pregunta que te voy a hacer ahora puede parecerte un poco prematura, pero cuando lleguemos a Maine, ¿disponemos de algún lugar donde aterrizar con este trasto?

Kaplan asintió con un gesto.

– Hay un aeropuerto regional en Portsmouth, pero eso está a dos horas en coche de Bell Harbor. Comprobé los mapas mientras cumplimentaba el plan de vuelo. Hay un aeródromo militar abandonado a diez minutos de Bell Harbor. Me puse en contacto con la policía estatal para asegurarme de que tuvieran disponible transporte para nosotros.

– ¿Has dicho «abandonado»?

– Todavía se encuentra en condiciones de uso, Lee. Lo mejor de todo es que no tenemos que preocuparnos por el tráfico aéreo, gracias al tiempo. Vamos a poder dirigirnos directamente hacia allí.

– ¿Quieres decir que nadie está tan loco como nosotros?

– De todos modos -asintió Kaplan con una sonrisa-, la mala noticia es que no hay torre operativa en ese aeródromo. Dependeremos de nosotros mismos para aterrizar, aunque nos van a colocar luces a lo largo de la pista. No te preocupes, estas cosas las he hecho muchas veces.

– ¿Con un tiempo como éste?

– Bueno, siempre hay una primera vez para cada cosa. Mira, este avión es tan sólido como una roca, y la instrumentación es de primera clase. No nos pasará nada.

– Si tú lo dices…

A varios miles de pies de altura, el avión se bamboleaba de un lado a otro, azotado por la nieve y los fuertes vientos. Una repentina ráfaga de aire pareció detener en seco el avance del Saab. Todos los que iban a bordo contuvieron al mismo tiempo la respiración cuando el avión se estremeció ante el asalto del viento y luego, repentinamente, descendió varios cientos de pies, antes de encontrarse con otra ráfaga. El avión se ladeó, casi se detuvo y volvió a caer, esta vez a mayor distancia. Sawyer miró por la ventanilla. Lo único que veía era todo blanco: nieve y nubes; en realidad, no sabía lo que era. Había perdido por completo el sentido de la orientación y de la elevación. Tenía la impresión de que la tierra firme podía encontrarse a unos pocos metros de distancia, acercándose a ellos demasiado rápidamente. Kaplan se volvió a mirarlo, con semblante serio.

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