David Baldacci - Control Total

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Cuando Sidney Archer despidió a su marido, el cual iba a tomar un avión rumbo a Los Ángeles, no podía sospechar que para ella comenzaba una nueva vida.
En primer lugar, el avión se estrelló; las investigaciones posteriores revelaron que había sido víctima de un sabotaje; después descubrió que su marido había supuestamente robado secretos de la empresa en la que trabajaba para venderlos a la competencia.
Pero con todo ello, apenas si habían comenzado sus tribulaciones: las múltiples sospechas que recaen sobre su marido colocan a Sidney en el punto de mira del FBI, que la considera cómplice de él. Pero además, la convierten en objetivo de una cacería implacable, un acoso en el que todos los caminos que llevan a ella están sembrados de cadáveres. El trofeo: controlar las redes de información del siglo XXI.

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Kenneth Scales no se molestó en mirarlo. Extrajo el cuchillo, señaló con la punta hacia la parte delantera de la furgoneta y habló lentamente con la boca herida.

– Puedes conseguir tu disquete. Yo me ocupo de esa mujer. Y añadiré a su viejo sin cobrar nada extra.

– Primero el paquete. Luego podrás hacer todo lo que quieras -dijo Lucas, enojado.

Scales no dijo nada. Mantuvo la mirada fija hacia delante. Lucas se dispuso a decir algo, pero luego se lo pensó mejor y guardó silencio. Se reclinó en el asiento y se pasó una mano nerviosa por el escaso cabello.

Durante los veinte minutos que tardó hasta Alexandria, Jackson marcó tres veces el número de Fisher desde el teléfono del coche, pero no obtuvo respuesta.

– ¿Crees entonces que ese tipo estaba ayudando a Sidney con la contraseña? -preguntó Jackson mientras observaba el río Potomac que serpenteaba junto a ellos mientras descendían hacia el aparcamiento de la GW.

Sawyer se volvió a mirarle.

– Según los registros de vigilancia, Sidney Archer vino aquí la noche de los asesinatos en Tylery Stone. Lo comprobé con ellos. Fisher es el mago de los ordenadores de Tylery Stone.

– Sí, pero parece que no está en casa.

– En su casa puede haber muchas cosas que nos ayuden, Ray.

– No recuerdo que dispongamos de una orden de registro, Lee.

Sawyer giró por Washington Street y cruzó el centro de la vieja ciudad de Alexandria.

– Los detalles, Ray. Siempre te quedas empantanado en los detalles.

Jackson emitió un bufido y guardó silencio.

Se detuvieron delante de la casa de Fisher, bajaron del coche y subieron rápidamente por los escalones. Una mujer joven, cuyo cabello oscuro se ondulaba bajo la ventisca, les llamó al bajarse de su propio coche.

– No está en casa.

Sawyer se volvió a mirarla.

– No sabrá usted por casualidad dónde está ahora, ¿verdad?

Bajó los escalones y se acercó a la mujer, que en ese momento sacaba del coche un par de bolsas llenas de comestibles. Sawyer la ayudó y luego le presentó sus credenciales oficiales. Jackson hizo lo propio. La mujer les miró, con una expresión confusa.

– ¿El FBI? No creía que llamaran al FBI por un simple caso de allanamiento de morada.

– ¿Allanamiento de morada, señorita…?

– Oh, lo siento… Amanda, Amanda Reynolds. Vivimos aquí desde hace un par de años y es la primera vez que hemos tenido a la policía en esta manzana. Robaron todo el equipo de informática de Jeff.

– Supongo que ya ha hablado con la policía, ¿verdad?

Ella le miró sumisamente.

– Nos instalamos aquí procedentes de Nueva York. Allí, si no se encadena el coche a un ancla, ha desaparecido por la mañana. Una se mantiene vigilante. Pero ¿aquí? -Sacudió la cabeza con pesar-. Sin embargo, sigo sintiéndome como una idiota. Estaba convencida de haber dejado atrás todo eso. Simplemente, no pensé que una cosa así pudiera suceder en una zona como ésta.

– ¿Ha visto recientemente al señor Fisher?

El ceño de la mujer se arrugó.

– Oh, hace por lo menos tres o cuatro días. Con un tiempo tan miserable como éste, todo el mundo se queda en casa.

Le dieron las gracias y se dirigieron en el coche a la comisaría de policía de Alexandria. Una vez que preguntaron por el robo ocurrido en la casa de Jeff Fisher, el sargento de servicio pulsó unas pocas teclas en su ordenador.

– Sí, así es. Fisher. De hecho, yo mismo estaba de servicio la noche que lo trajeron. -El sargento miró fijamente la pantalla, recorriendo parte del texto con sus huesudos dedos, mientras Sawyer y Jackson intercambiaban miradas de desconcierto-. Llegó aquí en un estado de gran nerviosismo, asegurando que unos tipos le seguían. Pensamos que había tomado unas cuantas copas de más. Le sometimos a una prueba de alcoholemia; no estaba bebido, aunque olía a cerveza. Lo mantuvimos aquí esa noche, sólo para estar seguros. Fue presentado ante el juzgado al día siguiente, le dieron una fecha para el juicio y se marchó.

Sawyer miró fijamente al hombre.

– ¿Quiere decir que Jeff Fisher fue detenido?

– Así es.

– ¿Y que al día siguiente se produjo un robo en su casa?

El sargento de servicio asintió con la cabeza y se apoyó sobre el mostrador.

– Yo diría que fue una combinación de mala suerte.

– ¿Describió a las personas que lo seguían? -preguntó Sawyer.

El sargento miró al agente del FBI como si también pretendiera hacerle una prueba de alcoholemia.

– Nadie lo seguía.

– ¿Está seguro? -El sargento hizo rodar los ojos en sus órbitas y sonrió-. Está bien, acaba de decir que no estaba borracho y, sin embargo, ¿lo encerró aquí esa noche? -preguntó Sawyer, al tiempo que colocaba ambas manos sobre el mostrador.

– Bueno, ya sabe cómo son algunos de esos tipos. A veces, las pruebas no funcionan con ellos. Se meten en el coleto todo un paquete de doce latas y el analizador del aliento da como resultado uno punto cero uno. De todos modos, Fisher conducía y actuaba como un loco. Nos pareció mejor ponerlo a buen recaudo durante la noche. Si estaba ebrio, al menos pudo dormir aquí la mona.

– ¿Y él no se opuso?

– Demonios, no. Dijo que no había estado nunca en la cárcel y le pareció que eso podía ser una experiencia refrescante. -El sargento sacudió su cabeza calva-. ¿No le parece que eso confirma que estaba fuera de sus cabales? ¡Nada menos que refrescante!

– ¿No tiene usted idea de dónde se encuentra ahora?

– Demonios, ni siquiera pudimos encontrarlo para decirle que habían forzado la entrada en su casa. Como ya le he dicho, se le llevó ante el juzgado y se le indicó una fecha para el juicio. Su paradero sólo me importará en el caso de que no se presente.

– ¿Alguna otra cosa que se le ocurra? -preguntó Sawyer con una expresión de decepción.

El sargento tamborileó con los dedos sobre el mostrador y miró fijamente hacia un punto indeterminado del espacio. Luego negó con la cabeza. Finalmente Sawyer se volvió a mirar a Jackson y ambos se dispusieron a marcharse.

– Está bien, gracias por su ayuda.

Se encontraban ya cerca de la puerta cuando el hombre pareció salir de su trance.

– El tipo me entregó un paquete para que lo enviara por correo. ¿Se lo puede creer? Bueno, es cierto que llevo uniforme, pero ¿tengo aspecto de ser un cartero?

– ¿Un paquete?

Sawyer y Jackson regresaron de inmediato junto al mostrador.

El sargento movió la cabeza, mientras recordaba el incidente.

– Le dije que podía hacer una llamada telefónica y él me preguntó si antes de hacerla no podía enviar un paquete por correo. Me dijo que ya tenía puestos los sellos y que me lo agradecería mucho.

El sargento se echó a reír, y Sawyer lo miró fijamente.

– En cuanto al paquete…, ¿lo envió usted?

El sargento dejó de reír y miró a Sawyer con ojos parpadeantes.

– ¿Qué? Sí, lo introduje en ese buzón que hay ahí. No fue ningún problema para mí y me imaginé que de ese modo ayudaba al tipo.

– ¿Qué aspecto tenía el paquete?

– Bueno, no era una carta. Era uno de esos sobres marrones acolchados, ya sabe.

– Como los que tienen burbujas por dentro -sugirió Jackson.

– Eso es -asintió el sargento señalándolo con un dedo-. Pude notarlo a través de la envoltura exterior.

– ¿Qué tamaño tenía?

– Oh, no era muy grande. Aproximadamente así de ancho y así de largo -contestó el sargento al tiempo que indicaba con sus huesudas manos un espacio de veinte por quince centímetros-. Se enviaba por correo de primera clase, con acuse de recibo.

Sawyer volvió a colocar las dos manos sobre el mostrador y miró al sargento, con el corazón latiéndole un poco más de prisa.

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