Nora Roberts - Mágicos Momentos

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Para Ryan Swan, a la que la vida le había enseñado que sólo podía confiar en sí misma, Pierce Atkins era el último hombre al que debía confiarle el corazón. Pero ante la presencia cautivadora de Pierce, todas sus defensas parecían desvanecerse como por arte de magia.
A Pierce Atkins, obsesionado con huir de su pasado, no le costaría escapar del interior de una caja fuerte ante miles de espectadores. Pero, ¿estaba dispuesto a seguir huyendo toda la vida?, ¿o debía escuchar a su corazón y firmar el contrato de matrimonio que Ryan le ofrecía?

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– Buenos días -lo saludó Ryan, vacilante, sin saber bien lo que decir. Al llegar la noche anterior, no lo había visto por ninguna parte.

– Hola -Link le sonrió-. Pierce me ha dicho que habías venido.

– Sí… Me ha invitado a pasar el fin de semana -contestó, no ocurriéndosele una forma más sencilla de explicarse:

– Me alegra que hayas vuelto. Te ha echado de menos -dijo él y los ojos de Ryan se iluminaron.

– Yo también lo he echado de menos. ¿Está en casa?

– En la biblioteca. Hablando por teléfono -contestó Link. De pronto, sus mejillas se sonrojaron.

– ¿Qué pasa? -le preguntó ella, sonriente.

– He…, he terminado la canción ésa que te gustaba.

– ¡Qué bien! Me encantaría oírla.

– Está en el piano -Link, tímido y vergonzoso, bajó la mirada hacia las puntas de sus zapatos-. Puedes tocarla luego si quieres.

– ¿Yo? -Ryan quiso agarrarle la mano como si fuese un niño pequeño, pero tuvo la sensación de que sólo conseguiría ponerlo más colorado-. Nunca te he oído tocar.

– No… -Link se puso como un tomate y le lanzó una mirada fugaz-. Bess y yo… bueno, ella quería ir a San Francisco -añadió tras aclararse la garganta.

De pronto, Ryan decidió aprovechar la situación para intentar echarle una mano a Bess.

– Es una mujer muy especial, ¿verdad que sí?

– Sí, no hay nadie como Bess -convino Link de inmediato, justo antes devolver a bajar la mirada hacia los zapatos.

– Ella siente lo mismo por ti.

– ¿Tú crees? -Link la miró a los ojos un segundo y luego deslizó la vista hacia sus hombros-. ¿Seguro?

– Segurísimo -contestó Ryan. Aunque tenía unas ganas tremendas de sonreír, mantuvo un tono de voz solemne-. Me ha contado cómo os conocisteis. Me pareció una anécdota muy romántica.

Link soltó una risilla nerviosa.

– Es guapísima. Hay muchos hombres que se dan la vuelta para mirarla cuando vamos juntos.

– Normal -dijo Ryan y decidió infundirle un poco de confianza-. Pero creo que a ella le gustan los músicos. Los pianistas. Hombres que sepan escribir canciones bonitas y románticas. Hay que aprovechar el tiempo, ¿no te parece?

Link la miró como si estuviese intentando descifrar sus palabras.

– Sí… sí, sí -contestó por fin. Arrugó la frente y asintió con la cabeza-. Supongo. Voy a buscarla.

– Una idea estupenda -lo animó Ryan. Esa vez sí que le agarró la mano para darle un pellizquito cariñoso-. Pasadlo bien.

– Gracias -Link sonrió y se giró hacia la puerta. Tenía ya la mano en el pomo cuando se paró para preguntar-: Ryan, ¿de verdad le gustan los pianistas?

– Sí, de verdad que le gustan, Link.

Link sonrió de nuevo y abrió la puerta.

– Adiós.

– Adiós, Link. Dale. Un beso de mi parte a Bess.

Cuando la puerta se cerró, Ryan permaneció quieta unos segundos. Era un hombre realmente dulce, pensó, y cruzó los dedos por Bess. Formarían una pareja estupenda si conseguían salvar el obstáculo de la timidez de Link. En fin, se dijo Ryan con una sonrisa complacida en los labios, ella había hecho todo lo que había podido en aquel primer intento de emparejarlos. El resto dependía de ellos.

Ryan dejó atrás el vestíbulo y se dirigió hacia la biblioteca. La puerta estaba abierta, lo que le permitía oír la voz suave de Pierce. Su mero sonido bastaba para excitarla. Pierce estaba ahí con ella y estaban a solas. Cuando se paró en el umbral de la entrada, los ojos de Pierce se encontraron con los de ella.

Éste sonrió y siguió con su conversación, al tiempo que le hacía gestos para que entrase.

– Te mandaré todos los detalles por escrito -dijo mientras miraba a Ryan pasar y acercarse a unas estanterías. ¿Por qué sería, se preguntó, qué verla con uno de esos trajes de trabajo lo excitaba siempre?-. No, necesito tenerlo todo para dentro de tres semanas. No puedo darte más plazo… Necesito tiempo para probarlo antes de estar seguro de que puedo utilizarlo -añadió, con los ojos clavados en la espalda de Ryan.

Ésta se dio la vuelta, se sentó en el brazo de un sofá y lo observó. Pierce se había puesto unos vaqueros y una camiseta de manga corta. Tenía el pelo enmarañado, como si se hubiese pasado las manos por él. Ryan pensó que nunca había estado más atractivo, sentado en un asiento mullido, más relajado que de costumbre. Aunque conservaba su energía, esa corriente magnética que irradiaba sobre el escenario o fuera de él. Pero, por bien que se desenvolviese sobre las tablas, era evidente que en ningún lugar se sentía tan a gusto como en su casa.

Pierce seguía dando instrucciones a quienquiera con quien estuviese hablando, pero Ryan notó que, de tanto en tanto, se paraba a mirarla. Se le ocurrió una travesura. Quizá pudiera hacer algo para perturbar la calma de Pierce.

Se levantó del sofá y empezó a dar vueltas por la biblioteca de nuevo. Se descalzó. Sacó un libro de un estante, le echó un vistazo y volvió a ponerlo en su sitio.

– Necesito recibir aquí la lista entera… Sí, justo eso es lo que quiero -dijo Pierce mientras veía cómo Ryan se quitaba la chaqueta del traje. La dobló sobre el respaldo de una silla y empezó a desabrocharse la blusa. Al ver que Pierce dejaba de hablar, se giró para sonreírle-. Si te pones en contacto… cuando tengas… todo… yo me encargo del transporte -añadió, luchando por mantener la concentración y recordar lo que estaba diciendo mientras la blusa caía al suelo y Ryan se bajaba la cremallera de la falda.

Después de quitársela, se agachó para sacarse las medias.

– No…, no hace falta… -prosiguió Pierce mientras ella se echaba el pelo hacia un lado y le lanzaba otra sonrisa. Se mantuvo mirándolo durante varios segundos de infarto-. Sí… sí, perfecto -murmuró al aparato.

Ryan dejó las medias junto a la falda. Luego se enderezó. Llevaba un corpiño que se abrochaba por delante. Con un dedo, tiró del lacito que había entre sus pechos hasta que se aflojó. Mantuvo la mirada sobre los ojos de Pierce y volvió a sonreír al advertir que éste miraba hacia abajo a medida que iba desanudando los demás lazos del corpiño.

– ¿Cómo dices? -Pierce sacudió la cabeza. La voz del hombre no había sido más que un zumbido ininteligible. Ryan se echó mano a las braguitas-. Perdona, luego te llamo -dijo, incapaz de resistir más aquella provocación, y devolvió el auricular a la base del teléfono.

– ¿Ya has terminado? -preguntó ella acercándose despacio a Pierce-. Quería hablarte de mi vestuario.

– Me gusta lo que llevas puesto -Pierce la condujo al sofá y se apoderó de su boca.

Ryan saboreó los labios de él, abandonándose a aquel ataque salvaje.

– ¿Era una llamada importante? -preguntó cuando Pierce bajó hacia su cuello-. No quería distraerte.

– Seguro que no -contestó él. Llegó hasta sus pechos y gruñó de placer cuando los coronó-. ¡Dios!, ¡me vuelves loco! Ryan… no puedo esperar -dijo con voz rugosa al tiempo que la tumbaba en el suelo.

– Sí -murmuró ella justo antes de sentir cómo la penetraba.

Pierce temblaba encima de ella. Tenía la respiración entrecortada. Nadie, pensó, nadie había perturbar su autocontrol de ese modo. Era aterrador. Una parte de él quería levantarse y alejarse, demostrar que todavía podía alejarse. Pero se quedó donde estaba.

– Eres peligrosa -le susurró al oído antes de repasarle el lóbulo con la lengua. La oyó gemir-. Eres una mujer muy peligrosa.

– ¿Y eso por qué? -preguntó ella con coquetería.

– Conoces mis debilidades, Ryan Swan. Puede que tú seas mi debilidad.

– ¿Y eso es malo?

– No lo sé -Pierce levantó la cabeza y la miró-. No lo sé.

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