Alex volvió a cerrar los ojos, una vez más, y trató de concentrarse en el río. Pero había desaparecido, sustituido por el lago de la finca de David, por el gran estanque medieval con su superficie de aguas planas y negras de las que sobresalían las puntas de los juncos como los dedos de los muertos y la ruinosa isla octogonal situada en su centro.
Trató de imaginarse un puente que uniera la isla con la orilla del lago, pero no consiguió hacerlo. Sólo aparecía en su mente el túnel que transcurría bajo las aguas. Pensó en su entrada, con unas escaleras parecidas a las de un refugio de protección antiaérea, pero cubiertas por hierba y moho. Vio la puerta de roble medio podrida, con dificultad hizo girar la llave en la oxidada cerradura y empujó la puerta hasta abrirla. La oyó rozar sobre el suelo de cemento, gemir de sus goznes y vibrar al abrirse, con una serie de chasquidos como los graznidos de una bandada de cuervos. Pudo oler el moho y la humedad y, desde mucho antes de llegar, oyó el gotear del agua. Hacía frío allí, mucho frío. Cautelosamente avanzó, escuchando el eco de sus propios pasos y el salpicar del agua como disparos de pistola.
Llegó a la puerta interior, la abrió y se dirigió al oscuro pasaje, arrastrando sus pies sobre el suelo invisible, preguntándose si a su paso sus pies aplastaban ranas y sapos o simplemente limo y agua. Por debajo del lago alcanzó la siguiente puerta, la que conducía a la sala de baile con su techo de cúpula. Era una pesada puerta de hierro, hermética; la puerta que, de obedecer los consejos de David, nunca debería ser abierta. Si había alguna filtración de agua en la sala de baile y ésta estaba inundada, al abrir aquella puerta… Giró una gran rueda giratoria parecida al volante de un coche, cuatro, cinco, seis veces y la puerta se abrió como si dentro la estuvieran esperando.
Retrocedió, parpadeando sorprendida, y recorrió con la mirada la gigantesca sala acupulada. Era cómoda, cálida, acogedora. Encima del techo, al otro lado del grueso vidrio las carpas y las truchas nadaban lenta, perezosamente, jugando en cálidos charcos de luz. El suelo estaba cubierto de moqueta y un fuego ardía en la chimenea como dándole la bienvenida. Junto a la hoguera había una mujer con uniforme de niñera que se agachó y, con las manos desnudas, cogió del fuego una delgada rama ardiendo y la mantuvo por encima de su cabeza, como un pequeño objeto nudoso del que salían diminutas ramitas quemadas. Esas ramitas comenzaron a moverse, al principio como si fueran agitadas por la brisa, pero después parecieron adquirir vida propia y se convirtieron en un pequeño cuerpecito rosado, con sus bracitos y sus deditos que se abrían y cerraban. Oyó el llanto de un bebé.
– No llores, ahora verás a mamaíta.
La niñera tomó al pequeño en sus brazos y se acercó a ella sonriendo y Alex tembló al darse cuenta de lo mucho que la niñera se parecía a Iris Tremayne.
Sintió después el peso del niño en sus brazos y advirtió el color rosado de sus manos y sus piernecitas y dirigió la mirada a su rostro.
¡Una calavera chamuscada pareció devolverle la mirada!
Se encendió una luz débil y ella parpadeó, sorprendida.
Se dio cuenta de que había cesado la música. Vio a Ford de pie al lado de la puerta y miró a Steven Orme, a Milsom y después a Sandy, que sonreía tratando de infundirle confianza. Evitó mirar a David.
– ¿Cómo fue todo? -preguntó Ford-. Ha sido una meditación prolongada… Tuve la sensación de que todo iba bien, así que no quise interrumpirla.
Alex observó su reloj: las ocho menos diez, había transcurrido más de media hora. Imposible. Acumuló valor y miró a David, que tenía la cabeza baja, una oreja apretada contra la chaqueta y con una extraña expresión de preocupación en su rostro.
– Sandy -preguntó Ford con su voz amable-. ¿Cómo te fue?
– Increíble, Morgan. He visto a Jesús.
Ford inclinó la cabeza levemente y sonrió.
– Estaba frente a mí con una cesta; me dijo que tenía que tratar de desarrollar mis fuerzas curativas y me mostró cómo se deben hacer algunas cosas que me confundían.
Ford miró a Sandy, intrigado.
– Yo también tuve la sensación de que Jesús estaba aquí -dijo Steve Orme con voz nasal y entusiasmada-. Advertí claramente su llegada.
«Son todos unos malditos farsantes», pensó Alex.
– Creo que es posible que viniera para proteger al círculo -dijo Orme-. ¿Qué piensas, Morgan?
– Las curaciones de Sandy son muy importantes; es posible que creyera necesario venir a verla. -Se quedó mirando a Milsom-. ¿Y tú, Arthur?
– Mi mujer -dijo Milsom, y su voz ronca adquirió un matiz casi juvenil-. Siempre que participo en una de estas reuniones se me presenta.
– ¿Qué pasó?
– Bien. Me dijo lo que hace. Está trabajando en un proyecto en colaboración con otros, construyendo una enorme columna de luz, ya sabe.
– ¡Ah, sí! -comentó Ford moviendo la cabeza, y Alex se preguntó qué iba a decir ella.
– ¿Y usted, señor Hightower? -preguntó Ford.
– Creo que me quedé dormido -respondió David.
– Es muy normal -dijo Ford quitándole importancia. Alex se dio cuenta de que Ford se volvía hacia ella-. ¿Y usted, señora Hightower, quiere contarnos lo que vio?
Alex miró a David y lo lamentó. Su mirada parecía decirle: «No te dejes engañar, no seas imbécil.»
– He visto a Fabián -respondió Alex, y se sintió animada por la expresión aprobatoria que vio en los ojos de Ford.
– Sí, supuse que lo vería, que estaría aquí. Yo siento su presencia con gran fuerza; está por aquí y creo que entraremos en contacto con él esta misma noche. Su presencia es muy fuerte.
– Su rostro estaba completamente quemado, casi carbonizado, como una calavera.
Ford afirmó con la cabeza.
– Es muy normal que durante la meditación, lo subliminal juegue un papel importante. Usted se está proyectando sobre él desde el plano terrenal. La imagen que usted tiene de él es su imagen carnal y resulta inevitable que sea así como usted lo vea. Más tarde, cuando él llegue a través de usted, proyectará su cuerpo encarnado y será así como a usted le gustará recordarlo.
– Trataba de alejarse de mí, como si me huyera. -Se dio cuenta de que se ruborizaba y se sintió ridícula; miró a David y se percató de que su marido intentaba decirle algo con los ojos, quizás una advertencia, pero apartó la mirada antes de captar el mensaje.
– Probablemente de nuevo la intervención de lo subliminal, la expresión inconsciente de su temor a perderlo para siempre. Esto pasará tras su primera comunicación; después le será posible unirse a él en su meditación siempre que lo desee y creo que eso le será de gran ayuda.
Ford sonrió de nuevo, se dirigió al magnetófono, sacó la cinta y le dio la vuelta.
Alex miró a su alrededor y se dio cuenta de que empezaba a temblar de nuevo. Fabián, en su retrato, tenía una expresión más severa que nunca, en aquella luz rojiza, y el rostro cruel y frío de Orme le causó desasosiego. Miró a Milsom, que le devolvió la mirada con una sonrisa de ánimo.
– Es posible que oiga una voz extraña, señora Hightower -dijo Ford-. Tengo un guía llamado Herbert Lengeur que fue médico en Viena en el mil ochocientos ochenta; una persona excelente, que se trasladó a París diez años más tarde. Durante algún tiempo trató de entrar en comunicación con Oscar Wilde.
Alex lo miró. Ford hablaba como quien menciona algo normal y como de pasada. Ella estaba demasiado nerviosa para preguntarle qué quería dar a entender.
– ¿Están todos listos para continuar? Esta noche siento influencias muy poderosas; deben recordar todos ustedes lo que les diga. Es muy importante. ¿De acuerdo? -Miró a Alex, que le devolvió la mirada.
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