Henning Mankell - El chino

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Birgitta Roslin hojeó los papeles que Ho había dejado sobre la mesa.

– ¿Quieres que los lea ahora?

– No, mejor luego, a solas.

– ¿No me asustaré al leerlos?

– No.

– ¿Y sabré por fin lo que le ocurrió a Hong?

– Él la mató. No con sus propias manos, con las de otra persona. A la que él liquidó a su vez. Una muerte encubrió la otra. Nadie podía imaginar que Ya Ru hubiese asesinado a su hermana. Salvo los más lúcidos, que sabían qué pensaba Ya Ru de sí mismo y de los demás. Lo extraño y lo que nunca sabremos explicar es cómo pudo matar a su propia hermana, cuando valoraba a su familia y a sus antepasados por encima de todo lo demás. Ésa es una contradicción, un misterio que no podremos resolver jamás. Ya Ru era poderoso. Y muy temido por su inteligencia y su crueldad, pero puede que estuviese enfermo.

– ¿En qué sentido?

– Llevaba en su corazón un odio que lo carcomía por dentro. Quién sabe si no estaba loco.

– Hay algo que me gustaría saber. ¿Qué fueron a hacer a África?

– Existe un proyecto según el cual China trasladará a varios millones de sus campesinos pobres a diversos países africanos. En estos momentos se están construyendo las estructuras económicas y políticas que someterán a esos países pobres de África a una relación de dependencia respecto a China. Para Ya Ru esto no era una cínica repetición del colonialismo que había practicado Occidente, sino una solución inteligente. Para Hong, en cambio, o para mí y Ma Li y muchos otros, es un ataque a los principios de la China que hemos contribuido a crear.

– No lo entiendo -confesó Birgitta-. China es una dictadura. La libertad es limitada, las garantías jurídicas, mínimas. ¿Qué es lo que defendéis, en realidad?

– China es un país pobre. El desarrollo económico del que todos hablan no ha beneficiado más que a una parte limitada de la población. Si se persevera en esta forma de conducir a China al futuro, seguirá extendiéndose el abismo y nos veremos abocados a la catástrofe. China volverá a verse arrojada a un caos irresoluble. O las estructuras fascistas terminarán por imponerse sin remedio. Nosotros defendemos a los millones de campesinos que son, en definitiva, los que posibilitan el desarrollo con su trabajo. Un desarrollo del que cada vez participan menos.

– Pues no lo entiendo. ¿Ya Ru en un bando y Hong en el otro? ¿De repente dejan de entenderse y él mata a su hermana? No, no lo entiendo.

– El enfrentamiento de fuerzas encontradas que tiene lugar hoy en China es a vida o muerte. El pobre contra el rico, el indefenso contra el poderoso. Lo protagonizan personas que, con creciente indignación, ven destruido todo aquello por lo que han luchado; y personas que descubren posibilidades antes inimaginables de enriquecerse y de adquirir poder. Ese escenario exige que muera gente. Soplan vientos que arrasan de verdad.

Birgitta Roslin miró a San.

– Háblame de tu madre.

– ¿No la conocías?

– Bueno, la vi un par de veces, pero no la conocía bien.

– No era fácil ser hijo suyo. Era fuerte, resuelta, considerada, pero también irascible y cruel. Admito que la temía. Pero la amaba, a pesar de todo, puesto que intentaba verse a sí misma como parte de una realidad más grande. Tan obvio le parecía ayudar a un borracho a levantarse en la calle como discutir apasionadamente de política. Para mí, más que una madre era alguien a quien respetar. Nada era sencillo. Sin embargo, la añoro muchísimo y tendré que aprender a vivir con ese sentimiento.

– ¿A qué te dedicas?

– Estudio medicina. Pero ahora me he tomado un año de luto y he interrumpido los estudios para comprender qué significa vivir sin ella.

– ¿Quién es tu padre?

– Un hombre que lleva muerto muchos años. Era poeta. No sé mucho más de él, salvo que murió poco después de que yo naciera. Mi madre apenas hablaba de él, pero me dijo que era un buen hombre y un buen revolucionario. La única imagen suya que tengo es una fotografía en la que aparece con un cachorro en brazos.

Aquella noche hablaron de China largo y tendido y Birgitta Roslin les confesó su voluntad juvenil de sumarse a la Guardia Roja en Suecia. Entretanto crecía su impaciencia por quedarse sola y poder leer los documentos que Ho le había entregado.

Hacia las diez de la noche, llamó a un taxi para que llevase a Ho y a San a la estación de ferrocarril.

– Llámame cuando los hayas leído -le dijo Ho.

– ¿Tiene final la historia?

Ho reflexionó un instante antes de responder:

– Las historias siempre tienen final -aseguró-. Ésta también. Aunque el final es por lo general el principio de otra historia. Los puntos que vamos poniendo en la vida suelen ser provisionales, en cierto modo.

Birgitta vio alejarse el taxi y se sentó enseguida a leer la traducción del diario de Ya Ru. Staffan volvería a casa al día siguiente y, para entonces, esperaba haber concluido la lectura. No eran más de veinte páginas, pero le costaba leer la diminuta letra de Ho.

¿Qué era, en realidad, lo que acababa de leer? Después, al pensar en la noche anterior, aún con el suave perfume de Ho en el ambiente, se dio cuenta de que podría haber comprendido gran parte de la historia por sí misma. O, más bien, que debería haber comprendido, pero que se negó a aceptar lo que de hecho sabía. En otros pasajes seleccionados y traducidos por Ho de los diarios de Ya Ru o de otras fuentes de cuya existencia ella no tenía la menor idea, halló la explicación a circunstancias que ella sola no habría podido aclarar.

Claro que, a lo largo de su lectura, se preguntó en más de una ocasión qué habría omitido Ho al hacer la selección. Habría podido preguntarle, pero sabía que ella no le daría respuestas. En los textos halló indicios de secretos que jamás comprendería, puertas que ella nunca podría abrir. Historias de gente del pasado, otro diario escrito como contrapunto del de J.A., el sueco que se convirtió en capataz en Norteamérica durante la construcción del ferrocarril.

Ya Ru insistía una y otra vez en sus escritos en hasta qué punto lo irritaba el hecho de que Hong no comprendiese que el camino que China había emprendido era el único bueno y que era preciso que la gente como Ya Ru ejerciese una influencia decisiva en ese escenario. Birgitta Roslin empezó a comprender que Ya Ru presentaba una serie de rasgos que lo identificaban con un psicópata y que, por otra parte, él mismo parecía detectar de vez en cuando.

En ningún momento halló en él la menor intención conciliadora, la expresión de una duda, de sufrir remordimientos ni siquiera por el destino de Hong, quien, después de todo, era su hermana. Se preguntó si Ho habría reformulado el texto para que Ya Ru apareciese únicamente como un ser brutal sin ningún rasgo que suavizase su carácter. Se preguntó incluso si todo aquel texto no sería una creación literaria de Ho. Aunque no lo creía. San había cometido un asesinato y, como en las sagas islandesas, había vengado con sangre la muerte de su madre.

Cuando terminó de leer la traducción de Ho por segunda vez, era cerca de medianoche. Había pasajes oscuros, muchos detalles que aún carecían de explicación. La cinta roja, por ejemplo. ¿Qué significaba? Sólo Liu habría podido responder a esa pregunta, si estuviera vivo. No eran pocos los cabos sueltos que seguirían sueltos, quizá para siempre.

Y ahora, ¿qué? ¿Qué podía o qué debía hacer con lo que sabía? Birgitta Roslin intuía la respuesta, aunque aún no tenía muy claro cómo conducirse. Podría invertir en ello parte de sus vacaciones, mientras Staffan pescaba, actividad que a ella le resultaba sencillamente aburrida.

O por las mañanas, cuando él se sentaba a leer novelas históricas o biografías de músicos de jazz y ella daba paseos solitarios. Entonces dispondría de tiempo para redactar en su mente la carta que pretendía enviarle a la policía de Hudiksvall. Después podría guardar la caja de recuerdos de sus padres; para ella, todo habría terminado. Hesjövallen iría desapareciendo de su conciencia hasta transformarse en un pálido recuerdo. Aunque, por supuesto, ella jamás olvidaría del todo lo sucedido.

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