Michael Connelly - Mas Oscuro Que La Noche

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Harry Bosch participa como testigo en un juicio en el que se acusa a un director de cine del asesinato de una actriz. Mientras tanto, Terry McCaleb recibe la vista de una antigua compañera de trabajo que solicita su ayuda en la resolución de un caso difícil. El asesinato que ahora debe investigar es el tipo de homicidio complejo con los que trataba frecuentemente durante sus días en el FBI.

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Una oscuridad más negra que la noche.

12

Bosch ahuecó las manos y las mantuvo apoyadas en la ventana situada junto a la puerta del apartamento. Estaba mirando la cocina. La encimera estaba impecable. No había nada por lavar, ni cafetera, ni siquiera una tostadora. Le invadió un mal presentimiento. Se acercó a la puerta y golpeó una vez más. Luego caminó adelante y atrás, esperando. Al bajar la mirada vio en el suelo la marca dejada por una alfombrilla de bienvenida que ya no estaba.

– Maldición -dijo.

Buscó en su bolsillo y sacó una bolsita de cuero. Abrió la cremallera y extrajo dos ganzúas de acero que se había fabricado a partir de sierras de arco. Miró en torno para asegurarse de que nadie lo veía. Estaba en un rellano protegido de un gran complejo de apartamentos, en Westwood. Probablemente, la mayoría de los residentes todavía estaban trabajando. Se puso a trabajar en la cerradura con las ganzúas, Al cabo de noventa segundos, había abierto la puerta. Entró.

Supo al momento que el apartamento estaba desocupado, pero de todos modos revisó las habitaciones. Todas estaban vacías. Incluso abrió el botiquín del baño. Había una cuchilla de afeitar de plástico rosa. Nada más.

Retrocedió hasta la sala y sacó el teléfono. El día anterior había puesto el número de móvil de Janis Langwiser en las teclas de marcado rápido. Ella era una de las fiscales del caso y habían estado preparando el testimonio de Bosch durante el fin de semana anterior. La llamada encontró a Langwiser en el despacho provisional del juzgado de Van Nuys.

– Escucha, no quiero aguar la fiesta, pero Annabelle Crowe se ha ido.

– ¿Qué quiere decir que se ha ido?

– Eso, quiere decir que se ha ido. Estoy en su apartamento ahora, y está vacío.

– ¡Mierda! La necesitábamos de verdad, Harry. ¿ Cuándo se ha largado?

– No lo sé, acabo de descubrirlo.

– ¿Has hablado con el conserje?

– Todavía no. Pero no va a saber mucho más, aparte de cuánto hace que se fue. Si está huyendo del juicio, no habrá dejado ninguna dirección al conserje.

– Bueno, ¿cuándo fue la última vez que hablaste con ella?

– El jueves. La llame aquí. Pero hoy la línea está desconectada y no hay ningún desvío de llamada.

– ¡Mierda!

– Sí, ya lo habías dicho.

– Recibió Ja citación, ¿verdad?

– Sí, la recibió el jueves. Para eso la llamé, para asegurarme.

– Muy bien, entonces a lo mejor se presenta mañana.

Bosch observó el apartamento vacío.

– Yo no contaría con eso.

Miró su reloj. Eran más de las cinco. Había estado tan seguro de Annabelle Crowe que había sido el último testigo que había ido a visitar. Ninguna pista indicaba que fuera a marcharse. Sabía que tendría que pasarse la noche tratando de encontrarla.

– ¿Qué puedes hacer? -preguntó Langwiser.

– Tengo información de ella que puede servirme. Tiene que estar en la ciudad. Es actriz, ¿a qué otro sitio podría ir?

– ¿A Nueva York?

– Allí van los actores de verdad. Ella es sólo una cara. Se quedará aquí.

– Encuéntrala, Harry. La necesitaremos la semana que viene.

– Lo intentaré.

Se produjo un momento de silencio mientras ambos consideraban la situación.

– ¿Crees que Storey ha contactado con ella? -preguntó finalmente Langwiser.

– No lo sé. Puede haberle ofrecido lo que necesita: un trabajo, un papel, dinero. Cuando la encuentre se lo preguntaré.

– Vale, Harry. Buena suene. Si la encuentras esta noche, dímelo. Si no, te veré por la mañana.

– De acuerdo.

Bosch cerró el móvil y lo dejó en la encimera. Luego sacó una fina pila de tarjetas de ocho por trece. En cada tarjeta tenía anotados el nombre de uno de los testigos de los que era responsable de investigar y preparar para el juicio, así como sus direcciones personales y del trabajo y números de teléfono y de busca. Revisó la tarjeta correspondiente a Annabelle Crowe y luego marcó el número de su busca. Un mensaje grabado decía que el busca ya no estaba en servicio.

Cerró el teléfono y volvió a mirar la ficha. Abajo figuraba el nombre y número de teléfono de la agente de Annabelle Crowe. Decidió que el lazo que la unía con su agente podría ser el que no había roto.

Volvió a guardarse el teléfono y las fichas en el bolsillo. La averiguación iba a hacerla en persona.

13

McCaleb cruzó solo en el Following Sea y llegó al puerto de Avalon a la caída de la noche. Buddy Lockridge se había quedado en Cabrillo, porque no había surgido ninguna nueva salida de pesca y no iban a necesitarlo hasta el sábado. Cuando llegó a la isla, McCaleb llamó por el canal 16 de la radio al capitán de puerto y recibió ayuda para atracar el barco.

El peso añadido de dos voluminosos tomos que había encontrado en la sección de libros usados de la librería Dutton, en Brentwood, y la neverita con los tamales congelados hicieron que la subida hasta su casa resultara extenuante. Tuvo que detenerse dos veces para descansar. En ambas ocasiones se sentó en la nevera y sacó uno de los libros de la bolsa de cuero para poder estudiar una vez más la oscura obra de Hieronymus Bosch; incluso en las sombras del anochecer.

Desde su visita al Getty, las imágenes de los cuadros de Bosch no se habían alejado de sus pensamientos. Nep Fitzgerald le había dicho algo al final de su reunión en el despacho. Justo antes de cerrar el libro con las láminas que reproducían El jardín de las delicias lo miró con una tímida sonrisa, como si tuviera algo que decir y no se atreviera.

– ¿Qué? -preguntó él.

– No, no es nada, sólo una observación.

– Adelante. Me gustaría escucharla.

– Iba a mencionar que muchos de los críticos y estudiosos han visto en la obra de Bosch un corolario de los tiempos contemporáneos. Ésa es la marca de un gran artista, que su obra resista la prueba del tiempo. Si tiene poder para conectar con la gente… e incluso influir en ella.

McCaleb asintió. Sabía que ella quería que le explicara en qué estaba trabajando.

– Entiendo lo que me dice. Lo siento, pero por el momento no puedo hablarle del caso. Quizá algún día lo haré, o simplemente usted sabrá de qué se trataba. Pero gracias. Creo que me ha ayudado mucho. Aún no estoy seguro.

McCaleb recordó esta conversación sentado sobre la nevera. Un corolario de los tiempos contemporáneos, pensó. Y de los crímenes. Abrió el mayor de los dos libros que había comprado por la ilustración en color de la obra maestra de Bosch. Examinó la lechuza de ojos negros y su instinto le dijo que estaba cerca de algo significativo. Algo muy oscuro y peligroso.

Cuando llegó a casa, Graciela abrió la neverita en la cocina. Sacó tres de los tamales de maíz verde y los puso en un plato para descongelarlos en el microondas.

– Voy a hacer chiles rellenos, también-dijo-. Suerte que has llamado desde el barco, si no habríamos cenado sin ti.

McCaleb dejó que se desahogara. Sabía que estaba enfadada por lo que estaba haciendo. Se acercó a la mesa donde estaba apoyada la gandulita de Cielo. La niña estaba mirando al ventilador del techo y moviendo las mitas ante sus ojos, acostumbrándose a ellas. McCaleb se inclinó y le besó las manos y luego la frente.

– ¿Dónde está Raymond?

– En su habitación, con el ordenador. ¿Por qué has traído sólo diez?

McCaleb la miró cuando ella se sentaba al lado de Cielo. Estaba poniendo el resto de los tamales en un tupper para congelarlos.

– Llevé la neverita y le pedí que me la llenara. Supongo que no cabían más.

Graciela sacudió la cabeza, enfadada con él.

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