Michael Connelly - El último coyote

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La vida de Harry Bosh es un desastre. Su novia le ha abandonado, su casa se halla en un estado ruinoso tras haber sufrido los efectos de un terremoto, y él está bebiendo demasiado. Incluso ha tenido que devolver su placa de policía después de golpear a un superior y haber sido suspendido indefinidamente de su cargo, a la espera de una valoración psiquiátrica. Al principio, Bosch se resiste a al médico asignado por la policía de Los Ángeles, pero finalmente acaba reconociendo que un hecho trágico del pasado continúa interfiriendo en su presente. En 1961, cuando tenía once años, su madre, una prostituta, fue brutalmente asesinada. El caso fue repentinamente cerrado y nadie fue inculpado del crimen. Bosch decide reabrirlo buscando, sino justicia, al menos respuestas que apacigüen la inquietud que le ha embargado durante años.
El último coyote fue la cuarta novela que escribió Michael Connelly y durante diez años permaneció inédita. El hecho de que, con el tiempo, el escritor se haya convertido en un referente del género policiaco actual, así como se trate de una novela que desvela un episodio clave en la vida de Bosch, hacían imperiosa su publicación.

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Finalmente proporcionó a la operadora el nombre de McKittrick y enseguida le saltó una grabación diciendo que el número no estaba en la lista por petición del usuario. Se preguntó si alguno de los detectives de Metro-Dade con los que había tratado por teléfono podría conseguirle ese número. Todavía no tenía idea de dónde estaba exactamente Venice ni de la distancia que lo separaba de Miami. Decidió abandonar. McKittrick había tomado medidas para que contactar con él no resultara fácil. Usaba un apartado de correos y tenía un número que no figuraba en la guía. Bosch desconocía por qué un policía retirado había tomado semejantes medidas en un estado que se hallaba a cinco mil kilómetros de donde había trabajado, pero sabía que la mejor forma de contactar con McKittrick sería presentarse en persona. Una llamada de teléfono, incluso si Bosch conseguía el número, era fácil de evitar. Alguien plantado en la puerta de tu casa ya era otro cantar. Además, Bosch contaba con una oportunidad; sabía que el cheque de la pensión de McKittrick estaba en el correo, camino de su apartado postal.

Sabía que podría usarlo para encontrar al viejo poli.

Se enganchó su tarjeta de identificación al traje y subió a la División de Investigaciones Científicas. Le dijo a la mujer que estaba detrás del mostrador que tenía que hablar con alguien de huellas y, sin esperar, como hacía siempre, pasó por la media puerta y recorrió el pasillo hasta el laboratorio.

El laboratorio era una amplia sala con dos filas de mesas de trabajo con luces fluorescentes en el techo. Al fondo de la sala había dos escritorios con terminales del programa AFIS, la base de datos de huellas dactilares. Detrás de ellos había una pared de cristal con los servidores. El cristal estaba empañado por la condensación porque la sala del servidor se mantenía a temperatura menor que la del resto del laboratorio.

Como era la hora de comer, sólo había un técnico en el laboratorio y Bosch no lo conocía. Estuvo tentado de dar media vuelta y volver más tarde, cuando hubiera alguien conocido, pero el técnico levantó la mirada de una de las terminales y lo vio. Era un hombre alto y delgado, con gafas y un rostro que había sido asolado por el acné en su adolescencia. Las secuelas le habían dejado una expresión hosca permanente.

– ¿Sí?

– Hola, ¿qué tal?

– Bien. ¿En qué puedo ayudarle?

– Harry Bosch. División de Hollywood.

Extendió la mano y el otro hombre dudó antes de estrechársela con cautela.

– Brad Hirsch.

– Sí, creo que he oído tu nombre. Nunca hemos trabajado juntos, pero es cuestión de tiempo. Trabajo en homicidios, así que probablemente antes o después trabajo con todos los que pasan por aquí.

– Probablemente.

Bosch se sentó en una silla que estaba al otro lado del módulo del ordenador y puso el maletín en su regazo. Se fijó en que Hirsch estaba mirando la pantalla azul de su ordenador. Parecía más cómodo mirando allí que a Bosch.

– La razón de mi visita es que en este momento hay un poco de calma en la ciudad del glamour. Y he empezado a revisar viejos casos. Me he encontrado con este de mil novecientos sesenta y uno.

– ¿Mil novecientos sesenta y uno?

– Sí, es viejo. Una mujer…, causa de la muerte traumatismo grave, después el asesino simuló una estrangulación para que pasara por un crimen sexual. La cuestión es que nunca detuvieron a nadie. Nunca se llegó a ninguna parte. De hecho, no creo que nadie lo revisara después de la diligencia debida del sesenta y dos. Hace mucho tiempo. Bueno, la cuestión es, la razón de que haya venido es que entonces los polis que lo investigaron sacaron una buena cantidad de huellas de la escena del crimen. Tenían bastantes parciales y algunas completas. Y las tengo aquí.

Bosch sacó la tarjeta amarillenta del maletín y se la alcanzó al hombre. Hirsch la miró, pero no la cogió. Volvió a mirar la pantalla del ordenador y Bosch colocó la tarjeta en el teclado, delante de él.

– Y, bueno, como sabes, eso fue antes de que tuviéramos estos ordenadores tan modernos y toda la tecnología que tienes aquí. Entonces sólo las usaban para compararlas con las huellas de sospechosos. Si no coincidían soltaban al tipo y éstas las guardaban en un sobre. Han estado en el archivo del caso desde entonces. Así que lo que estaba pensando era que podríamos…

– ¿Quiere que las pase por el AFIS?

– Exacto. Es cuestión de intentarlo. Echar los dados, a lo mejor tenemos suerte y pillamos a un autostopista en la superautopista de la información. Ha ocurrido antes. Edgar y Burns de homicidios de Hollywood resolvieron un viejo caso esta semana con una búsqueda en el AFIS. Estuve hablando con Edgar y me dijo que uno de los tipos de aquí (creo que era Donovan) dijo que el ordenador tiene acceso a millones de huellas de todo el país.

Hirsch asintió sin entusiasmo.

– Y no son sólo huellas de delincuentes, ¿verdad? -preguntó Bosch-. Tienen a militares, policías, servicio civil, todo, ¿verdad?

– Sí, eso es. Pero, mire, detective Bosch, nosotros…

– Harry.

– De acuerdo, Harry. Es una gran herramienta que mejora constantemente. Tiene razón en eso, pero todavía hay aquí elementos humanos y de tiempo. Las huellas tienen que escanearse y codificarse y entonces hay que introducir esos códigos en el ordenador. Y ahora mismo tenemos un retraso de doce días.

Hirsch señaló la pared de encima del ordenador. Había un letrero con números que cambiaban. Como los letreros del sindicato de policías que decían X número de días desde la última muerte en acto de servicio.

SISTEMA AFIS

Las búsquedas se procesan en 12 días.

¡No hay excepciones!

– Así que, ya ve, no podemos colar a cualquiera que entra aquí y ponerlo encima del paquete, ¿entiende? Ahora bien, si quiere rellenar un formulario de búsqueda, puedo…

– Mira, sé que hay excepciones. Especialmente en casos de homicidios. Alguien hizo esa búsqueda para Burns y Edgar el otro día. No esperaron doce días. Las miraron de inmediato y resolvieron tres casos como si nada. -Bosch chascó los dedos.

Hirsch lo miró a él y luego de nuevo al ordenador.

– Sí, hay excepciones. Pero llegan de arriba. Si quiere hablar con la capitana LeValley, tal vez ella lo apruebe. Si…

– Burns y Edgar no hablaron con ella. Alguien simplemente les buscó las huellas.

– Bueno, entonces se hizo contra las normas. Debían de conocer a alguien que se las buscó.

– Bueno, yo te conozco a ti, Hirsch.

– ¿Por qué no rellena un formulario y yo veré qué…?

– Vamos, ¿cuánto tiempo vas a tardar? ¿Diez minutos?

– No, en su caso mucho más. Esta tarjeta es una reliquia. Está obsoleta. Tendría que pasarla por el Livescan, que entonces asignaría códigos a las huellas. Después tendría que introducir los códigos manualmente. Entonces en función de las restricciones en la búsqueda que quiera podría…

– No quiero ninguna restricción. Quiero que se comparen en todas las bases de datos.

– Entonces el tiempo del ordenador podría ser de treinta o cuarenta minutos.

Con un dedo Hirsch se subió las gafas en el puente de la nariz como para puntuar su resolución de no quebrantar las normas.

– Bueno, Brad -dijo Bosch-, el problema es que no sé de cuánto tiempo dispongo para este caso. Seguro que doce días no. De ninguna manera. Estoy trabajando en esto porque tengo tiempo, pero en cuanto reciba una llamada sobre un caso fresco se acabó. Así son las cosas en homicidios. Así que, ¿estás seguro de que no hay nada que podamos hacer ahora mismo?

Hirsch no se movió. Se limitó a mirar la pantalla azul. A Bosch le recordó el orfanato, donde los chicos literalmente se apagaban como un ordenador en reposo cuando los matones los hostigaban.

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