– Tampa Towing. Entra a las cuatro.
Bosch miró el reloj. Mackey tenía que entrar a trabajar al cabo de diez minutos.
– Pasemos a echarle una mirada. Después comprobaremos su dirección. ¿Tampa y qué?
– Tampa y Roscoe. Debe de estar enfrente del hospital.
– El hospital está en Roscoe y Reseda.
– ¿Qué hacemos después de echarle un vistazo?
– Bueno, subimos y le preguntamos si mató a Becky Verloren hace diecisiete años; él dice que sí y lo llevamos a comisaría.
– Vamos, Bosch.
– No lo sé. ¿Qué quieres hacer después?
– Comprobamos su dirección como has dicho, y entonces creo que estaremos preparados para los padres. Estoy pensando que necesitamos hablar con ellos de este tipo antes de preparar una trampa, especialmente en el diario. Voto por que vayamos a la casa y veamos a la madre. Total, ya estamos aquí arriba.
– Quieres decir si sigue aquí -dijo Bosch-. ¿También has hecho una búsqueda de ella en Auto Track?
– No hace falta. Estará ahí. Has oído cómo hablaba García. El fantasma de su hija está en esa casa. No creo que se vaya nunca.
Bosch supuso que Rider tenía razón al respecto, pero no respondió. Se dirigió hacia el este por Devonshire Boulevard hacia Tampa Avenue y después bajó a Roscoe Boulevard. Llegaron a la intersección pocos minutos antes de las cuatro. Tampa Towing era de hecho una estación de servicio Chevron que disponía de dos elevadores hidráulicos. Bosch metió el coche en el estacionamiento de una pequeña galería comercial situada al otro lado de la calle y apagó el motor.
No se sorprendió cuando dieron las cuatro y siguieron pasando los minutos sin signo de Roland Mackey. No creía que fuera alguien ansioso por entrar a trabajar para remolcar coches.
A las cuatro y cuarto, Rider dijo:
– ¿Qué opinas? ¿Crees que mi llamada podría haber…?
– Aquí está.
Un Camaro de treinta años con imprimación gris en los cuatro guardabarros entró en la estación de servicio y aparcó cerca de la bomba de aire. Bosch había captado sólo un atisbo del conductor, pero le bastó para saber que era Mackey. Sacó de la guantera unos gemelos que había comprado a través del catálogo de una aerolínea durante uno de sus vuelos a Las Vegas.
Se dejó resbalar en el asiento y vigiló a través de los prismáticos. Mackey salió del Camaro y caminó hacia el garaje abierto de la estación de servicio. Llevaba un uniforme con pantalones azul marino y una camisa de color azul más claro. Encima del bolsillo del pecho izquierdo había un óvalo que decía Ro y de uno de sus bolsillos traseros asomaban unos guantes de trabajo.
Había un viejo Ford Taurus en un elevador hidráulico en el garaje y un hombre trabajando debajo con un destornillador eléctrico. Cuando Mackey entró, el mecánico se estiró con aire despreocupado y le saludó chocando palmas. Mackey se detuvo cuando el hombre le dijo algo.
– Creo que le está hablando de la llamada telefónica -dijo Bosch-. Mackey no parece muy preocupado. Acaba de sacar el móvil del bolsillo. Está llamando a la persona que probablemente cree que le ha llamado.
Leyendo los labios de Mackey, Bosch dijo:
– Eh, ¿me has llamado?
Mackey rápidamente terminó la conversación.
– Creo que no -dijo Bosch.
Mackey volvió a guardarse el teléfono en el bolsillo.
– Ha intentado llamar a una persona -dijo Rider-. No debe de tener mucha vida social.
– El nombre en la insignia pone Ro -dijo Bosch-. Si su colega le ha dicho que han preguntado por Roland quizás ha llamado a la única persona que lo llama así. Quizás era su querido papá, el soldador.
– Bueno, ¿qué está haciendo?
– No puedo verlo. Ha ido a la parte de atrás.
– Diría que deberíamos salir de aquí antes de que empiece a echar un vistazo.
– Vamos. ¿Una llamada y ya crees que va a pensar que alguien le va detrás después de diecisiete años?
– No, no por Becky. Estoy preocupado por cualquier otra cosa en la que esté envuelto. Podríamos meternos en medio de algo y ni siquiera saberlo.
Bosch dejó los prismáticos. Rider tenía razón. Arrancó el coche.
– De acuerdo, ya hemos echado nuestro vistazo -dijo él-. Ya podemos salir de aquí. Vamos a ver a Muriel Verloren.
– ¿Y Panorama City?
– Puede esperar. Los dos sabemos que ya no vive en esa casa. Comprobarlo es sólo una formalidad.
Empezó a salir marcha atrás.
– ¿Crees que deberíamos llamar antes a Muriel? -preguntó Rider.
– No. Vamos a llamar a la puerta.
– Somos buenos en eso.
Al cabo de diez minutos estaban delante de la casa de los Verloren. El barrio en el que había vivido Becky Verloren todavía parecía agradable y seguro. Red Mesa Way era una avenida amplia, con aceras a ambos lados y no pocos árboles de copa frondosa. La mayoría de las casas eran bungalows con extensas parcelas de terreno. En los años sesenta, las propiedades más grandes atrajeron a la gente a establecerse en la esquina noroeste de la ciudad. Cuarenta años después, los árboles habían alcanzado la madurez y el barrio daba sensación de cohesión.
La casa de los Verloren era una de las pocas que tenía una segunda planta. Era de estilo bungalow , pero el tejado asomaba por encima de un garaje de dos plazas.
Bosch sabía por el expediente del caso que el dormitorio de Becky se encontraba en el piso de arriba, encima del garaje y en la parte de atrás.
La puerta del garaje estaba cerrada. No había signo aparente de que hubiera alguien en la vivienda. Aparcaron en el sendero de entrada y caminaron hasta el portal. Al pulsar el timbre, Bosch oyó un repique, un único tono que parecía muy distante y solitario.
Salió a abrir una mujer que llevaba un vestido sin forma que la ayudaba a ocultar su cuerpo sin forma. Llevaba sandalias. Tenía el cabello teñido de un rojo demasiado anaranjado. Parecía un trabajo casero que no había ido según lo planeado, pero o bien la mujer no se había fijado o no le importaba. En cuanto abrió la puerta, un gato gris salió al patio delantero.
– Smoke , ¡ten cuidado! -gritó primero. Después dijo-: ¿Puedo ayudarles?
– ¿Señora Verloren? -preguntó Rider.
– Sí, ¿qué desean?
– Somos de la policía. Nos gustaría hablar con usted de su hija.
En cuanto Rider dijo la palabra «policía» y antes de llegar a «hija», Muriel Verloren se llevó ambas manos a la boca y reaccionó como si se repitiera el momento en que descubrió que su hija había muerto.
– ¡Oh, Dios mío! ¡Oh, Dios mío! Díganme que lo han detenido. Díganme que han detenido al mal nacido que me arrebató a mi niña.
Rider puso una mano en el hombro de la mujer para reconfortarla.
– No es tan sencillo, señora -dijo-. ¿Podemos entrar y hablar?
Muriel Verloren retrocedió y les dejó entrar. Parecía estar susurrando algo y Bosch pensó que quizás era una oración. Una vez que estuvieron en el interior de la casa, la señora Verloren cerró la puerta después de gritar una vez más una advertencia al gato que se había escapado.
La casa olía como si el animal no se escapara con la frecuencia precisa. La sala de estar a la que los llevó estaba ordenada, pero los muebles tenían un aspecto viejo y gastado. En el lugar se percibía el característico olor de orín de gato. Bosch de repente lamentó no haber invitado a Muriel Verloren al Parker Center para el interrogatorio, aunque sabía que eso habría sido un error. Necesitaban ver la casa.
Los dos detectives se sentaron uno junto al otro en el sofá, y Muriel se colocó en una de las sillas que había al otro lado de la mesa baja de cristal. Bosch se fijó en las huellas de pezuñas gatunas en el cristal.
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