Tiene muchos contactos fuera del departamento y en el City Hall. Y sabe dónde están enterrados muchos cadáveres. El jefe no podía tomar ninguna medida contra él sin estar seguro de que no habría respuesta.
Otra vez se instauró el silencio. El tráfico de primera hora de la tarde hacia el valle era fluido. Tenían puesta la KFWB, la emisora de todo noticias e informes de tráfico y en la radio no hablaban de problemas más adelante. Bosch miró el indicador de gasolina y vio que todavía le quedaba medio depósito.
Antes habían decidido alternar el uso de sus coches particulares. Habían solicitado y obtenido la aprobación para compartir un vehículo del departamento, pero ambos sabían que ésa era la parte fácil. Podían pasar meses, o incluso más, antes de que dispusieran del vehículo. El departamento no tenía ni el coche sobrante ni presupuesto para comprar uno. La solicitud era un mero trámite burocrático previo a que el departamento pagara por gasolina y kilometraje de sus coches particulares. Bosch sabía que con el tiempo haría tantos kilómetros en su Mercedes que el gasto probablemente sería mayor que el del coche aprobado.
– Mira -dijo él al fin-. Ya sé lo que estás pensando, aunque no lo estés diciendo. No te preocupas sólo por mí. Te jugaste el cuello por mí y convenciste al jefe para que me contratara. Créeme, Kiz, sé que no sólo me la juego yo…, este recauchutado. No has de preocuparte y puedes decirle al jefe que no tiene que preocuparse. Lo he entendido. No habrá un reventón.
– Bien, Harry, me alegra oír eso.
Pensó en qué podía decir para convencerla más. Sabía que las palabras eran sólo palabras.
– ¿Sabes? No sé si te lo he contado nunca, pero después de dejado al principio me gustó. No sé, estar fuera de la brigada y hacer lo que me apetecía, sin más. Luego empecé a echarlo de menos y volví a trabajar casos. Por mi cuenta. La cuestión es que empecé a andar con una especie de cojera.
– ¿Cojera?
– Muy leve. Como si uno de mis talones fuera más bajo que el otro. Como si estuviera desequilibrado.
– Bueno, ¿te revisaste los zapatos?
– No tenía que revisar mis zapatos. No eran los zapatos, era la pistola.
Bosch la miró. Ella tenía la vista fija al frente, con las cejas en una profunda V que utilizaba mucho con él. Bosch volvió a concentrarse en la carretera.
– He llevado pistola tanto tiempo que cuando dejé de llevarla perdí el equilibrio. Estaba descompensado.
– Harry, es una historia extraña.
Estaban atravesando el paso de Cahuenga. Bosch miró por la ventanilla a la colina, buscando su casa, alojada entre las otras en los pliegues de la montaña. Creyó captar un atisbo de la terraza de atrás asomándose al matorral marrón.
– ¿Quieres llamar a García y ver si podemos pasarnos a hablar con él después de ir a las oficinas de la condicional? -preguntó.
– Sí, lo haré. En cuanto me cuentes la moraleja de tu historia. Bosch pensó un momento antes de responder.
– La moraleja es que necesito la pistola. Necesito la placa. Si no, estoy desequilibrado. Necesito todo esto, ¿vale?
Miró a Rider. Ella le devolvió la mirada, pero no dijo nada.
– Sé lo que vale esta oportunidad. Así que a la mierda Irving y que me llame recauchutado. No la cagaré.
Al cabo de veinte minutos llegaron a uno de los lugares de la ciudad que menos le gustaban a Bosch: la oficina de libertad condicional del Departamento Correccional del Estado, en Van Nuys. Era un edificio de una sola planta repleto de gente que esperaba para ver a los agentes de la condicional, para proporcionar muestras de orina, presentarse por exigencia del tribunal, entregarse para ser encarcelados o solicitar una nueva oportunidad de libertad. Era un lugar donde la desesperación, la humillación y la rabia se palpaban en el ambiente. Era un lugar donde Bosch trataba de no establecer contacto visual con nadie.
Bosch y Rider tenían algo que ninguno de los otros tenía: una placa. Eso les ayudó a saltarse las colas y tener una audiencia de inmediato con la agente a la que Roland Mackey había sido asignado tras su detención dos años antes por comportamiento lascivo. Thelma Kibble estaba enclaustrada en un cubículo estándar de funcionario del gobierno, en una sala repleta de cubículos idénticos. Su escritorio y el único estante que venía con el cubículo estaban repletos de archivos de los condenados por los que tenía que velar a través de la libertad condicional. Era de altura y complexión media. El brillo de sus ojos contrastaba con su piel marrón oscura. Bosch y Rider se presentaron como detectives de Robos y Homicidios. Sólo había una silla delante del escritorio de Kibble, de modo que se quedaron de pie.
– ¿De qué se trata, de un robo o de un homicidio? -preguntó Kibble.
– Homicidio -dijo Rider.
– Entonces ¿por qué uno de ustedes no coge una silla de ese cubículo de ahí? Ella sigue almorzando.
Bosch cogió la silla que la agente le había señalado y volvió. Rider y Bosch se sentaron y explicaron a Kibble que querían echar un vistazo al expediente correspondiente a Roland Mackey. Bosch se dio cuenta de que Kibble había reconocido el nombre, pero no el caso.
– Fue un caso de libertad condicional por conducta lasciva que tuvo hace un par de años -dijo Bosch-. Terminó después de doce meses.
– Ah, entonces no está en curso. Bueno, tengo que ir a buscarlo a los archivos. No lo recuer… Ah, sí, sí. Roland Mackey, sí. Disfruté bastante con ése.
– ¿Cómo es eso? -preguntó Rider.
Kibble sonrió.
– Digamos que tenía ciertas dificultades en presentarse ante una mujer de color. Aunque mejor voy a buscar el expediente y así tendremos los detalles claros.
Comprobó la ortografía del apellido Mackey y los dejó solos en el cubículo.
– Eso podría ayudar -dijo Bosch.
– ¿Qué? -preguntó Rider.
– Si tiene problemas con ella, probablemente también los tendrá contigo. Podríamos usarlo.
Rider asintió. Bosch vio que ella estaba mirando un artículo de periódico clavado en el tablero de la pared del cubículo. Estaba amarillento por el paso del tiempo. Bosch se inclinó y leyó, pero se encontraba demasiado lejos para leer otra cosa que el titular.
AGENTE DE CONDICIONAL HERIDA
RECIBIDA CON HONORES DE HEROÍNA
– ¿Qué es eso? -le preguntó a Rider.
– Sé quién es -dijo Rider-. Le dispararon hace unos años. Fue a la casa de una ex presidiaria y alguien le disparó. La presidiaria llamó para pedir ayuda, pero luego se fue. Algo así. Le dimos un premio en la asociación. Dios, ha perdido muchísimo peso.
Algo de la historia encendió una bombilla en Bosch. Se fijó en que había dos fotografías que acompañaban el artículo. Una era de Thelma Kibble, de pie delante del edificio del Departamento Correccional, con una pancarta que le daba la bienvenida colgada del techo. Rider tenía razón. Kibble daba la impresión de haber perdido casi cuarenta kilos desde la foto. Bosch de pronto se acordó de que había visto la pancarta en la fachada del edificio unos años atrás cuando uno de sus casos estaba en juicio en el tribunal que se hallaba al otro lado de la calle. Asintió con la cabeza al recordarlo.
Luego, algo de la otra foto captó su atención y su recuerdo. Era una foto de ficha policial de una mujer blanca, la ex presidiaria que vivía en la casa donde habían disparado a Kibble.
– Ella no disparó, ¿verdad? -preguntó.
– No, ella es la que llamó, la que la salvó. Desapareció. Bosch de repente se levantó y se inclinó por encima del escritorio, poniendo las manos encima de pilas de carpetas para apoyarse. Miró la foto de ficha policial. Era una imagen en blanco y negro que se había oscurecido al tiempo que envejecía el recorte de periódico. Pese a todo, Bosch reconoció la cara de la foto. Estaba seguro. El pelo y el color de los ojos eran diferentes. El nombre de debajo de la foto también era distinto, pero es taba seguro de que había conocido a aquella mujer en Las Vegas el año anterior. -Eso que está chafando son mis archivos.
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