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John Katzenbach: La Historia del Loco

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John Katzenbach La Historia del Loco

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Han pasado veinte años desde que el Western State Hospital cerró sus puertas y sus últimos pacientes se reintegraron a la sociedad. Francis Petrel tenía poco más de veinte años cuando su familia lo recluyó en el psiquiátrico tras una conducta imprevisible que culminó en una crisis. Ahora, alcanzada la mediana edad, lleva una vida sin rumbo y solitaria, alojado en un piso barato y permanentemente medicado para acallar el coro de voces en su cabeza. Pero un reencuentro en los terrenos de la clausurada institución remueve algo profundo en la mente agitada de Francis: unos recuerdos sombríos, que él creía haber enterrado, sobre los truculentos hechos que condujeron al cierre del Western State Hospital, y el asesinato sin resolver de una joven enfermera, cuyo cadáver mutilado fue encontrado una noche después del cierre de las luces. Aunque la policía sospechó de un paciente, los internos siempre hablaron de un "ángel" y el crimen quedó sin resolver. Sólo ahora, con la reaparición del asesino, se conocerá la respuesta. Introduciéndose en la impredecible mente de Francis, John Katzenbach demuestra su gran conocimiento del lado oscuro de la psique humana y su destreza para provocar la tensión en el lector, tal y como hiciera en El psicoanalista.

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Y no es que sea un inútil. Una vez vi abierta una puerta de una fábrica a una hora impropia y busqué a un policía, que se llevó todo el mérito por el robo que impidió. Pero la policía me entregó un certificado cuando anoté la matrícula de un conductor que tras atropellar a un ciclista se dio a la fuga una tarde de primavera. En otra ocasión actualicé eso de entre-ellos-se-conocen, cuando al cruzar un parque lleno de niños que jugaban me fijé en un hombre que me dio mala espina. Tiempo atrás, mis voces lo habrían observado y me habrían alertado, pero esta vez me encargué yo solo de mencionárselo a la joven maestra de preescolar que estaba leyendo una revista sentada en un banco a diez metros del cajón de arena y de los columpios sin prestar atención a los pequeños. Resultó que el hombre había salido de la cárcel hacía poco y era un delincuente sexual habitual.

Esa vez no me dieron ningún certificado, pero la maestra hizo que los niños me regalaran un dibujo de ellos mismos jugando y con la palabra «gracias» escrita con esa letra extraordinariamente alocada que tienen los niños antes de que los carguemos de razones y opiniones. Me llevé el dibujo a casa y lo colgué de la pared, sobre la cabecera de la cama, donde aún sigue. Mi vida es gris, y el dibujo me recuerda los colores que podría haber tenido si no hubiera seguido el camino que me condujo hasta aquí.

Éste es, más o menos, el resumen de mi existencia actual. Un hombre en la periferia de la cordura.

Y sospecho que me habría limitado a pasar el resto de mis días de este modo, sin haberme molestado en contar lo que sé sobre todos aquellos hechos que presencié, si no hubiera recibido una carta oficial.

Era un sobre sospechosamente grueso con mi nombre mecanografiado. Destacaba entre el habitual montón de folletos y de cupones de descuento de las tiendas de ultramarinos. No recibes demasiada correspondencia personal cuando vives tan aislado como yo, así que cuando llega algo fuera de lo corriente, te apresuras a examinarlo. Aparté el correo basura y abrí el sobre, lleno de curiosidad. Lo primero que observé fue que habían escrito bien mi nombre.

Estimado señor Francis X. Petrel:

Empezaba bastante bien. El problema de tener un nombre de pila que se comparte con el sexo opuesto es que genera confusión. Más de una vez he recibido cartas del seguro médico porque no dispone de los resultados de mi último frotis cervical o preguntando si me he hecho alguna mamografía. He dejado de intentar corregir estos errores informáticos.

El Comité de Conservación del Hospital Estatal Western le ha identificado como uno de los últimos pacientes que fueron dados de alta de esta institución antes de que cerrara sus puertas permanentemente hace unos veinte años. Como tal vez sepa, existe un proyecto para convertir parte de los terrenos del hospital en un museo y el resto cederlo para urbanizar. Como parte de ese esfuerzo, el Comité patrocina un «examen» de un día de duración del hospital, su historia, el importante papel que desempeñó en este Estado y el enfoque actual sobre el tratamiento de los enfermos mentales. Le invitamos a acudir el próximo día. Hay previstos seminarios, discursos y diversiones. Le adjuntamos un programa de actos provisional. Si puede asistir, le rogamos que se ponga en contacto lo antes posible con la persona indicada a continuación.

Eché un vistazo al teléfono y al nombre, cuyo cargo era copresidenta del Consejo de Conservación. Ojeé la información adjunta, que consistía en la lista de actividades previstas para ese día. Incluían, como decía la carta, discursos de políticos cuyos nombres reconocí, incluso el lugarteniente del gobernador y el líder de la oposición en el Senado. Habría grupos de debate, moderados por médicos e historiadores sociales de varias universidades cercanas. Me llamó la atención una sesión titulada «La realidad de la experiencia del hospital – Una presentación», seguida del nombre de alguien a quien pensé que podría recordar de mi época en el hospital. La celebración terminaría con un interludio musical a cargo de una orquesta de cámara.

Dejé la invitación en la mesa y la contemplé un momento. Mi primer impulso fue echarla al cubo de la basura, pero no lo hice. Volví a cogerla, la leí por segunda vez y fui a sentarme en mi mecedora, en un rincón de la habitación, para valorar la cuestión. Sabía que la gente celebra reencuentros sin cesar. Los veteranos de Pearl Harbor o del día D se reúnen. Los compañeros de curso de secundaria se ven tras una o dos décadas para observar las cinturas ensanchadas, las calvas o los pechos caídos. Las universidades utilizan los reencuentros como medio para arrancar fondos a licenciados que recorren con ojos llorosos los viejos colegios mayores adornados de hiedra recordando los buenos momentos y olvidando los malos. Los reencuentros son algo constante en el mundo normal. La gente intenta siempre revivir momentos que en su memoria son mejores de lo que fueron en realidad, evocar emociones que, en realidad, es mejor que permanezcan en el pasado.

Yo no. Una de las consecuencias de mi situación es sentir devoción por el futuro. El pasado es una confusión fugitiva de recuerdos peligrosos y dolorosos. ¿Por qué iba a querer regresar?

Y, aun así, dudaba. Contemplaba la invitación con una fascinación creciente. Aunque el Hospital Estatal Western estaba sólo a una hora de distancia, no había vuelto allí desde que me habían dado de alta. Dudaba que nadie que hubiera pasado un solo minuto tras sus puertas lo hubiera hecho.

Advertí que las manos me temblaban un poco. Quizá los efectos de la medicación empezaban a diluirse. De nuevo, me dije que debía echar la carta a la basura y salir a la calle. Aquello era peligroso. Inquietante. Amenazaba la muy cuidadosa existencia que me había construido. Pensé que debía caminar deprisa. Avanzar rápido. Cumplir mi rutina normal porque era mi salvación. Olvidarme de la carta. Y empecé a hacerlo, pero me detuve.

Cogí el teléfono y marqué el número de la presidenta. Oí dos tonos y luego una voz:

– ¿Diga?

– Con la señora Robinson-Smythe, por favor -pedí con excesivo brío.

– Yo soy su secretaria. ¿De parte de quién?

– Me llamo Francis Xavier Petrel…

– Oh, señor Petrel, llama por lo del día del Western, ¿verdad?

– Exacto. Voy a asistir.

– Fantástico. Espere un momento que le paso la llamada.

Pero colgué, casi asustado de mi propia impulsividad. Salí a la calle y caminé lo más rápido que pude antes de tener la oportunidad de cambiar de opinión. Mientras recorría metros y metros de acera y dejaba atrás las fachadas de las tiendas y las casas de mi ciudad sin fijarme en ellas, me preguntaba si mis voces me habrían aconsejado que fuera. O que no.

Era un día demasiado caluroso para finales de mayo. Tuve que tomar tres autobuses distintos para llegar a la ciudad, y cada vez parecía que la mezcla de aire caliente y gases de motor era peor. El hedor mayor. La humedad más alta. En cada parada, me decía que volver era una absoluta equivocación, pero me negaba a seguir mi propio consejo.

El hospital estaba en las afueras de una pequeña ciudad universitaria de Nueva Inglaterra que poesía la misma cantidad de librerías que de pizzerías, restaurantes chinos o tiendas de ropa barata de estilo militar. Algunos negocios tenían, sin embargo, un carácter ligeramente iconoclasta, como la librería especializada en autoayuda y crecimiento espiritual, en que el dependiente tras el mostrador tenía el aspecto de haberse leído todos los libros de los estantes sin haber encontrado ninguno que lo ayudase, o un bar de sushi que parecía bastante desastrado, la clase de sitio donde era probable que el tipo que cortaba el pescado crudo se llamara Tex o Paddy y hablara con acento sureño o irlandés. El calor del día parecía emanar de las aceras, una calidez radiante como una estufa de una sola posición: temperatura infernal. Llevaba mi única camisa blanca desagradablemente pegada a la zona lumbar, y me habría aflojado la corbata si no hubiese tenido miedo de no poder recomponerme el nudo. Vestía mi único traje: un traje de lanilla azul para asistir a entierros, comprado de segunda mano en previsión de la muerte de mis padres, pero como ellos se obstinaban en conservar la vida, era la primera ocasión en que me lo ponía. No tenía ninguna duda de que sería un buen traje para que me enterraran con él ya que mantendría mis restos calientes en la tierra fría. Cuando llegué a la mitad de la colina en mi ascenso hacia los terrenos del hospital, ya juraba que sería la última vez que me lo pondría deliberadamente, por mucho que se enfureciesen mis hermanas cuando apareciera en el velatorio de nuestros padres en pantalones cortos y una camisa con un chillón estampado hawaiano. Pero ¿qué podrían decirme? Después de todo, soy el loco de la familia. Una excusa que justifica toda clase de comportamientos.

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