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John Katzenbach: La Sombra

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John Katzenbach La Sombra

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En el Berlín de 1943 pocos vieron su cara. Nunca nadie supo su nombre. Entre susurros era conocido como Der Schattenmann, La Sombra, un despiadado delator judío que colaboraba con la Gestapo. Miami, finales del siglo xx. La vida del detective retirado Simon Winter da un giro repentino cuando recibe la visita de una vecina aterrorizada. La anciana cree haber visto a un fantasma de su pasado: La Sombra. Cuando a la mañana siguiente aparece estrangulada, Winter es el único que sospecha la terrible verdad: un escurridizo asesino está exterminando a los supervivientes del Holocausto que viven en Miami.

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Sophie Millstein era una mujer minúscula, apenas de metro cincuenta, incluso con las alzas que llevaba en sus zapatos ortopédicos, y ligeramente regordeta. Se veía muy pequeña al lado de Simon Winter, que a pesar de su edad aún medía más de metro noventa. Llevaba su blanco pelo recogido en un moño, que se añadía a su estatura, provocando un efecto que rozaba el ridículo, especialmente cuando salía de su apartamento vestida con coloridos pantalones pirata de poliéster y blusas floreadas, arrastrando su carrito de la compra camino de la tienda de comestibles. Simon Winter la conocía de saludarse con la cabeza y eludir las conversaciones demasiado prolongadas que invariablemente se centraban en alguna queja sobre la ciudad, el calor, los adolescentes y la música a todo volumen, sobre su hijo que no la llamaba con la suficiente frecuencia, sobre hacerse viejo, sobre sobrevivir a su marido, todo lo cual él prefería evitar. Pero si su actitud hacia la anciana hasta ese momento había sido la de una cortesía distante, el temor que ahora inundaba sus ojos le arrastró a algo completamente distinto.

No sabía qué creer, porque el detective que había en su interior le incitaba a dudar; nada era cierto hasta que él mismo lo confirmase. Y de momento lo único que podía confirmar era el miedo que sentía Sophie Millstein.

Cuando la miró, vio que un temblor recorría su cuerpo, arrugándolo aún más si cabe. Ella le dirigió una mirada interrogante.

– Cincuenta años. Y sólo le vi un momento. ¿Puedo haberme equivocado, señor Winter?

Decidió no responder a esta pregunta, porque según su experiencia, la probabilidad de que Sophie Millstein estuviera en lo cierto era casi inexistente. Pensó: «Ese hombre debía de ser joven, de unos veintitantos, hace cincuenta años. Y ahora debe de ser un anciano.» El pelo y la piel tendrían que haberle cambiado, así como su rostro, con las mejillas caídas y flojas. Su forma de andar sería distinta y también su voz. No sería el mismo de medio siglo atrás.

– ¿Este hombre le ha dicho algo hoy?

– No. Sólo me miró fijamente. Nuestros ojos se encontraron, era última hora de la tarde y el sol parecía brillar justo detrás de él, y se fue, como si sencillamente hubiese desaparecido entre el resplandor. Y yo corrí, señor Winter, corrí. Bueno, no como corría antes, pero sentí lo mismo, y me alegré mucho al ver las luces encendidas en su apartamento, porque tenía muchísimo miedo de estar sola en mi casa.

– ¿Él le dijo algo?

– No.

– ¿La amenazó o hizo algún gesto?

– No. Sólo me miró. Sus ojos eran como cuchillas, ya se lo he dicho.

– ¿Y qué aspecto tenía?

– Alto, pero no tanto como usted, señor Winter. Y fornido, fuerte. Los brazos y hombros de un hombre aún joven.

Simon asintió con la cabeza. Su escepticismo iba ganando terreno. El hecho de reconocer a un hombre que has visto sólo unos segundos al cabo de cincuenta años no entraba en lo que él solía denominar «los reinos de la posibilidad del detective de Homicidios», aun cuando estos reinos fuesen muy flexibles. Lo que él sospechaba era que la anciana, cuyo contacto con el mundo se había visto muy mermado desde su enviudamiento, había caminado bajo un sol de justicia en un día muy caluroso, perdida en recuerdos dolorosos, cuando alguien le llamó la atención en medio de uno de esos recuerdos y se había desorientado y asustado porque era anciana y estaba sola. Y pensó también: «¿Acaso yo soy tan diferente?»

Pero en lugar de decir lo que realmente pensaba, aseveró con firmeza:

– Señora Millstein, creo que se repondrá del mal trago. Lo que necesita es descansar un poco.

– Debo prevenir a los demás -dijo ella con súbita ansiedad-. Debo avisarles. El señor Stein tenía razón. Oh, señor Winter, deberíamos haberle creído, pero ¿qué podíamos hacer? Somos viejos. No lo sabíamos. ¿A quién podíamos llamar? ¿A quién contárselo? Ojalá Leo estuviera aquí.

– ¿Qué otros? ¿Y quién es el señor Stein?

– Él también le vio y ahora está muerto.

Simon arrugó el entrecejo.

– No comprendo lo que me está contando, señora Millstein, por favor, explíquese mejor.

Pero ella se limitó a mirar el arma.

– ¿Es su pistola? ¿Está cargada?

– Sí.

– Gracias a Dios. ¿Todos estos años de policía ha tenido la misma arma?

– Pues sí.

– Debería tenerla cerca, señor Winter. Mi Leo quería conseguir un arma, porque decía que a los negros… en realidad usaba otra palabra, no es que tuviera prejuicios, pero estaba asustado y eso hacía que usase aquella terrible palabra…, decía que a los negros les gustaría ir a la playa y robar a todos los viejos judíos que viven por allí. Y eso es lo que somos, simplemente viejos judíos, y supongo que si yo fuese un criminal, también pensaría en eso. Pero yo no le dejé tener una pistola, porque me daba miedo un arma en casa, Leo no era un hombre cuidadoso. Era un buen hombre, pero era… cómo decirlo… descuidado, sí. Y no habría sido inteligente dejarle tener una pistola, podría haberse hecho daño, así que le prohibí que la comprase. Ahora me gustaría que lo hubiese hecho, para poder protegerme. Ya no debo dudar más, señor Winter. Tengo que llamar a los demás y contarles que él está aquí y decidir qué vamos a hacer.

– Señora Millstein, por favor, cálmese. ¿Quién es el señor Stein?

– Tengo que llamar.

– Enseguida habrá tiempo para ello.

Ella no respondió. Estaba sentada rígidamente con la vista al frente, mirando el vacío. Él recordó un tiroteo en el cual se había involucrado, hacía algunos años, un robo a un banco que había derivado en un violento fuego cruzado. No fue su disparo el que detuvo al ladrón, pero había sido el primero en alcanzarlo, y luego le arrancó el arma que empuñaba de un puntapié. Entonces bajó la vista y vio los ojos de aquel hombre abiertos de par en par mientras su vida se escapaba a borbotones por un orificio en el pecho. Era un joven de poco más de veinte años, Simon no era mucho mayor, y el chico se había quedado mirándolo. En aquella mirada había implícita una cascada de preguntas desesperadas que terminaban con la única que importaba: «¿Viviré?» Y antes de que Simon pudiese responder, vio que los ojos del joven se quedaban en blanco y murió. Aquel momento preciso en que se pierde la conciencia es lo que Simon creyó estar viendo en el rostro de Sophie Millstein y no pudo evitar que algo de su pánico se le contagiara.

– Él me matará -dijo inexpresivamente, quizá con un punto de resignación-. Tengo que avisar a los demás. -Sus palabras sonaron secas, como piel tensada a punto de rasgarse.

– Señora Millstein, por favor, nadie va a matarla. Yo no lo permitiré.

Ella parecía haberse ensimismado completamente, como si Simon ya no estuviera allí. Al cabo de un instante se estremeció, como si le hubiese impactado físicamente algún recuerdo. Se volvió lentamente hacia el viejo detective y movió la cabeza apesadumbrada.

– Era tan joven y estaba tan asustada… Todos lo estábamos. Fueron tiempos terribles, señor Winter. Todos nos ocultábamos y nadie pensaba que pudiera sobrevivir más allá del minuto siguiente o poco más. Es espantoso, señor Winter, experimentar eso cuando eres joven. Después, allá donde te escondas la muerte parece seguirte.

Simon asintió con la cabeza. Necesitaba que ella siguiera hablando, porque tal vez así acabaría volviendo al presente.

– Por favor, continúe.

– Hace un año Herman Stein, un hombre que vivía en Surfside, se suicidó -continuó con tono monocorde-. Al menos eso dijo la policía, porque se había disparado con un arma…

«Igual que yo», pensó Simon.

– Después de morir, después de que la policía viniese y la funeraria y sus parientes terminaran la shivá, el duelo, y se llevasen a cabo todas esas cosas, llegó una carta al hogar del rabino Rubinstein. ¿Conoce usted al rabino, señor Winter?

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