John Katzenbach - La Sombra

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En el Berlín de 1943 pocos vieron su cara. Nunca nadie supo su nombre. Entre susurros era conocido como Der Schattenmann, La Sombra, un despiadado delator judío que colaboraba con la Gestapo.
Miami, finales del siglo xx. La vida del detective retirado Simon Winter da un giro repentino cuando recibe la visita de una vecina aterrorizada. La anciana cree haber visto a un fantasma de su pasado: La Sombra. Cuando a la mañana siguiente aparece estrangulada, Winter es el único que sospecha la terrible verdad: un escurridizo asesino está exterminando a los supervivientes del Holocausto que viven en Miami.

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El agente repasó la placa.

– Disculpe, señorita Martínez, la he confundido con una de esas reporteras de la televisión. Robinson está dentro.

Se lo indicó con un gesto y ella atravesó el patio sin reparar en el querubín. Al entrar, se detuvo como si de pronto se hubiese quedado sin aliento.

Éste era solamente el tercer asesinato en que se había requerido su presencia en el lugar de los hechos. Las otras dos habían sido muertes de narcotraficantes anónimos; jóvenes hispanos sin identificación, probablemente inmigrantes ilegales de Colombia o Nicaragua. Ambos tenían una sola herida de bala en la nuca, provocada por una pistola pequeña. Asesinatos pulcros y limpios, casi delicados. Sus cuerpos habían sido abandonados en unos descampados: alhajas valiosas, carteras con dinero, ropas caras, todo intacto. En muchos lugares las similitudes habrían despertado el interés de la prensa y el público, preguntándose si aquello era obra de un asesino en serie.

Pero no en Miami. Los fiscales del condado de Dade designan a estos homicidios como crímenes basura. Entre los fiscales y la policía se barajaba la macabra teoría de que cuanto más cerca del centro de la ciudad se encontrase un cuerpo, menos importante era la víctima. Los narcotraficantes importantes acababan descomponiéndose bajo el cenagoso estercolero de los Everglades, o ahogados, encadenados a un bloque de hormigón bajo las aguas de la corriente del Golfo. Así pues, aquellos dos hombres a los que Espy Martínez apenas había echado un vistazo eran don nadies. Sus muertes probablemente habían sido el resultado de una desafortunada lucha de ambición en la que cruzaron alguna línea mortal invisible. El asesinato como forma de organizar los asuntos propios. Incluso sus verdugos no se habían molestado con la engorrosa tarea de disponer llevar los cadáveres donde no fuesen descubiertos. No se esperaba que hubiese arrestos ni juicios. Tan sólo un par de cifras que cuadrar en las estadísticas de la muerte.

Espy ni siquiera había tenido que acercarse a los cuerpos. Se había requerido su presencia sólo porque los detectives se empeñaban en que el fiscal del condado comprendiese que era inevitable que el fracaso acompañase a la investigación de aquellos crímenes.

Sin embargo, sabía que este caso era distinto.

La víctima era una persona real, con un nombre, una historia y relaciones personales. No alguien que simplemente pasa sin pena ni gloria por la vida.

Se adentró en el apartamento, controlando sus miedos. Un técnico la apartó al pasar junto a ella llevando un puñado de raspaduras y otras muestras. Espy Martínez se hizo a un lado. Otro policía le echó un vistazo inquisitivo y ella rebuscó su placa en el bolso. Cuando alzó la vista vio que el agente señalaba con el dedo hacia el dormitorio. Respirando hondo, cruzó el apartamento intentando no ver nada y verlo todo al mismo tiempo. Se entretuvo un segundo en el umbral del dormitorio. Varios hombres a los pies de la cama le bloqueaban la visión. Uno se movió ligeramente y ella vio un pie de Sophie Millstein, con las uñas pintadas de un rojo intenso. Se mordió el labio al verlo y respiró hondo otra vez. Temiendo los roncos sonidos que pudiese emitir, dijo:

– ¿Detective Robinson?

Un enjuto joven negro se volvió y asintió con la cabeza.

– ¿La señorita Martínez?

– Sí. ¿Puede informarme? -Ella creyó que le temblaba la voz y echó los hombros bruscamente atrás, mirándolo a los ojos.

– Por supuesto -dijo él. Señaló el cuerpo-. Ésta es Sophie Millstein, blanca de sesenta y ocho años. Viuda. Vivía sola. Aparentemente estrangulada. Aquí, mire las marcas.

El detective hizo un gesto y Espy Martínez dio un paso adelante. Entornó los ojos para limitar su visión, como si al observar a la víctima por partes -garganta, manos, piernas-, no toda de golpe, pudiese minimizar el miedo que sentía.

– Al parecer se echó encima de ella, con una rodilla aplastándole el pecho, y la estranguló. Un par de morados en la frente, aquí y aquí; seguramente golpes. Estamos buscando huellas alrededor de la tráquea, donde apretó los pulgares, en esta zona aplastada. Los vecinos sólo oyeron un leve grito.

Robinson vio que la fiscal palidecía. Se puso rápidamente en su línea de visión.

– Venga, le mostraré por dónde entró. -Tomó por el brazo a la joven y la sacó del dormitorio-. ¿Quiere un vaso de agua? -ofreció.

– Sí, gracias. Y algo de aire fresco.

Él señaló la puerta del patio arrancada de sus goznes.

– Espere ahí fuera.

Cuando Robinson se reunió de nuevo con ella y le tendió el vaso de agua del grifo, Espy estaba respirando profundamente el aire nocturno, como si quisiera tragárselo todo. Bebió el agua de golpe. Luego dejó escapar un largo suspiro y asintió con la cabeza.

– Lo siento, detective. Parezco un estereotipo, ¿verdad? La joven mareada ante la visión de una muerte violenta. Deje que me reponga y luego entraremos para que usted pueda terminar.

– No se preocupe. Puedo informarla aquí mismo.

– No, está bien. Quiero echar un vistazo más. También es mi trabajo.

– Pero no es necesario…

– Sí lo es -repuso ella, y sin más volvió a entrar en el apartamento.

Atravesó la salita en dirección al dormitorio. Intentó despejar la mente de cualquier pensamiento, pero era casi imposible. Preguntas, hechos, la rabia contenida, todo se arremolinaba en su interior. «Por esta razón te hiciste fiscal, por personas como esta pobre mujer», se dijo. Los dos funcionarios forenses estaban listos para alzar a Sophie Millstein de su cama.

– Sólo un segundo -pidió Espy Martínez.

Se acercó al cadáver y miró a Sophie Millstein a los ojos. «Qué forma tan extraña de conocer a alguien -pensó-. ¿Quién eras?» Continuó mirándola y reconoció el mismo miedo que había percibido Simon Winter, y eso la enfureció. «Cobarde -le espetó mentalmente al asesino-. Miserable rata cobarde. Robarle la vida a una anciana como si fuese un simple bolso que se arranca del hombro… Te veré en el infierno.» Mantuvo la vista fija un instante más y luego asintió.

Los dos hombres se miraron. Lo que para Espy era tan especial, para ellos era el monótono trabajo de cada día. Aun así alzaron a Sophie Millstein lenta y cuidadosamente.

– ¡Coño! -exclamó uno de los hombres y casi dejó caer el cuerpo de nuevo en la cama.

– ¡Joder! -soltó su compañero.

Espy Martínez tuvo la presencia de ánimo de cubrirse bruscamente la boca para que no se le escapase un grito.

– ¡Maldita sea! ¡Mira eso! -el otro hombre murmuró.

– ¡Eh, detective! ¡Tal vez quiera ver esto!

Robinson se acercó presuroso y vio lo que había quedado al descubierto. Lo observó un momento y luego hizo un gesto al fotógrafo, que ya se estaba preparando para otra serie de instantáneas. Luego se dirigió a Espy Martínez, que había retrocedido un paso pero se mantenía firme.

Sus ojos se encontraron y Robinson se encogió de hombros.

– Lo siento. No lo sabía.

Ella asintió con la cabeza, insegura de que le saliese la voz en ese momento.

El detective bajó la vista a la cama otra vez y miró los pequeños colmillos blancos que el terror había dejado a la vista.

– Nunca había visto un gato estrangulado -comentó en voz baja.

– Ni yo -dijo Espy Martínez gravemente.

Simon Winter estaba fuera, junto al joven agente, pero alcanzó a distinguir las miradas del detective Robinson y de aquella mujer, con las cabezas juntas hablando en la salita de Sophie Millstein.

– ¿Quién es? -preguntó.

– La ayudante del fiscal del condado. Martínez, me parece.

– ¿Qué está haciendo aquí?

– Son las normas, ya sabe. Hay un ayudante del fiscal asignado a cada escenario del crimen, pero sólo los llaman un diez por ciento de las veces o en casos en que los detectives creen que van a salir en las noticias vespertinas o en la primera página del Herald.

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