John Katzenbach - Juicio Final

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John Katzenbach, maestro del suspenso psicológico, nos enfrenta de nuevo a una trama tan hipnótica como las de El psicoanalista y La historia del loco.
Matthew Cowart, un famoso y ya establecido periodista de Miami, recibe la carta de un hombre condenado a muerte que asegura ser inocente.
Pese a su escepticismo inicial, Cowart empieza a investigar el caso, comprende que el acusado no cometió los delitos que se le imputan y pone al descubierto mediante sus artículos una información que permite al convicto Robert Earl Fergurson salir en libertad.
Cowart obtiene entonces un premio Pulitzer por su tarea periodística. Sin embargo, y para su horror, el escritor se percata de que ha puesto en marcha una tremenda máquina de matar y que ahora le toca a él intentar, en una carrera contra el reloj, que se haga justicia fuera de los tribunales.

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– ¿Diga?

– Mike, soy Andy.

– Coño, ¿es que tú nunca duermes?

– Pues no.

– Dame un segundo.

Esperó oyéndolo a lo lejos dar explicaciones a su esposa. Percibió las palabras «es su primer caso importante» antes de que la conversación quedara ahogada por el sonido de un grifo abierto. Luego el silencio, y por fin la voz de su compañero riendo.

– Maldita sea, niña, el detective jefe soy yo y tú eres la novata. Si te digo que duermas, duerme.

– Lo siento -se disculpó ella.

– Vale… -contestó-. Qué falsa eres. Bueno, ¿qué te ronda por la cabeza?

– Matthew Cowart. -Al pronunciar su nombre pensó: «No pongas aún todas las cartas boca arriba.»

– ¿El señor Lo-demás-me-lo-quedo-en-el-buche?

– El mismo. -Sonrió.

– No me gusta ese hijo de perra.

No le costaba mucho esfuerzo figurarse a su compañero sentado al borde de la cama. Su mujer debía de estar con la cabeza metida bajo la almohada para amortiguar el ruido de la conversación. A diferencia de muchas parejas de detectives, su relación con Michael Weiss era profesional y distante. No llevaban mucho juntos, lo bastante para reír los chistes del otro pero no lo suficiente para prestar atención al chiste. Era un hombre robusto, pragmático e impulsivo. Lo que a él se le daba bien era enseñar fotografías a los testigos y escarbar en los informes de las compañías de seguros. Que él tuviera diez años de experiencia y ella unos pocos meses no la impresionaba: lo dejaba atrás con facilidad.

– A mí tampoco.

– ¿Qué te ha pasado por la cabeza?

– He pensado que debería encargarme de él. Que me vea. En el periódico, en el apartamento, cuando vaya a hacer footing, en la ducha, por todas partes.

Weiss rió.

– ¿Y?

– Que sepa que vamos a buscarle las cosquillas hasta que sepamos lo que nos esconde. Por ejemplo, quién cometió aquel doble crimen.

– Me parece bien.

– Pero alguien tendría que empezar a investigar en la cárcel. Por si alguien sabe algo, por ejemplo el sargento. Y me parece que alguien tendría que buscar entre las pertenencias de Sullivan. Tal vez haya algo que nos sirva de ayuda.

– Oye, Andy, ¿esta conversación no podía esperar hasta, digamos, las ocho de la mañana? -La voz de Weiss denotaba una mezcla de cansancio e ironía-. Lo digo para que duermas un poco.

– Perdona, Mike. Supongo que no.

– No me gusta cuando me recuerdas a mí de joven. Recuerdo mi primer caso importante. También a mí me salía humo por las orejas. No podía dejarlo un solo momento. Hazme caso. Tómatelo con calma.

– Mike…

– Vale, vale. Prefieres acosar al periodista en vez de interrogar a presos y carceleros, ¿verdad?

– Sí.

– ¿Lo ves? -dijo Weiss riendo-, ésta es la clase de intuición que te hará llegar lejos en el departamento. De acuerdo. Tú le haces la vida imposible a Cowart y yo regreso a Starke. Pero quiero que hablemos. Todos los días. Puede que dos veces al día, ¿de acuerdo?

– De acuerdo.

No sabía si estaba dispuesta a aceptar. Colgó y empezó a ordenar la mesa, archivó los documentos, apiló los informes, añadió sus notas y observaciones a los expedientes y guardó los bolígrafos y lápices en el bote. Cuando quedó satisfecha, se permitió ponerse manos a la obra.

«Es mi oportunidad», pensó.

Se puso en marcha hacia Miami con el sol del mediodía quemándole el capó del coche. Iba tarareando fragmentos de canciones de Jimmy Buffett sobre la vida en los cayos de Florida y soñando con los ojos abiertos mientras conducía a gran velocidad.

Era su primer homicidio; había dejado los coches patrulla hacía nueve meses y los allanamientos hacía tres, para ascender valiéndose de su pericia y la igualdad de oportunidades de que ahora gozaban las mujeres y las minorías dentro del departamento. La consumía la ambición que ella misma alimentaba con su energía y la convicción de que podía suplir su falta de experiencia con su entrega. Esa había sido casi siempre su respuesta ante la adversidad desde que era una niña solitaria en cayo Alto. Su padre, detective de la policía de Chicago, fue abatido en acto de servicio. A menudo había reflexionado sobre el término «acto de servicio» y en lo poco ajustado que en verdad estaba al concepto. Pretendía darle cierta dignidad marcial a lo que ella consideraba el fruto de un error momentáneo y de la mala fortuna. Sugería que su muerte había sido algo necesario, pero ella sabía que eso era mentira. Su padre había servido en la brigada de delitos económicos, a menudo trataba con confidentes y marrulleros del tres al cuarto, tratando de atajar el inacabable aluvión de jubilados e inmigrantes que confiaban en hacer fortuna mediante negocios más que dudosos. Una mañana, sus compañeros y él irrumpieron en la sede de una correduría fraudulenta. Veinte hombres y mujeres llamaban desde sus mesas ofreciendo inversiones milagrosas. Ni el caso ni la redada se salían de lo ordinario, todo formaba parte de la cotidianidad tanto de los agentes como de los estafadores. Lo que no estaba previsto es que uno de éstos fuera un exaltado con una pistola oculta al que nunca antes habían detenido y que por tanto no sabía que la justicia lo pondría en la calle sin amonestarlo siquiera. Hubo un único disparo. Atravesó una mampara divisoria e impactó en su padre, que se encontraba al otro lado tomando nota de los nombres de los detenidos. Todo había sido inútil. Había muerto empuñando un bolígrafo.

Andy tenía diez años y lo recordaba como un hombre membrudo que jugaba con ella a todas horas y que cuando fue creciendo empezó a tratarla como si fuera un chico. La llevaba al Comiskey Park a ver a los White Sox. Le había enseñado a lanzar y recoger la pelota y a confiar en la fuerza física. La suya parecía una vida perfectamente normal. Vivían en una modesta casa de ladrillo. Ella asistía a la escuela del barrio, al igual que sus hermanos mayores. De alguna manera, el revólver de cañón corto que su padre llevaba bajo la chaqueta le llamaba menos la atención que las americanas y las corbatas de vivos colores con que se vestía. Conservaba sólo una fotografía en la que aparecía junto a él; estaba tomada al aire libre, después de una nevada, junto a un muñeco de nieve que habían hecho juntos, abrazados a él como si fuera un amigo. Era a principios de abril, cuando el largo invierno empieza a remitir en el Medio Oeste, no sin antes sorprender con una última lengua de frío. Al muñeco le habían puesto una gorra de béisbol, piedras como ojos y ramas como brazos. Le habían envuelto una bufanda alrededor del cuello y en la cara le dibujaron una sonrisa bufa. Era un muñeco de concurso, sólo le faltaba cobrar vida. Naturalmente, se deshizo: el tiempo cambió de repente y al cabo de una semana ya se había derretido.

Se trasladaron a los cayos un año después dé su muerte.

En realidad la intención era instalarse en Miami, donde tenían parientes, pero fueron al Sur cuando su madre encontró trabajo como encargada en un restaurante cercano a un puerto deportivo. Ahí fue donde conoció a su padrastro.

A ella siempre le había caído en gracia. Era distante pero pese a todo se mostró dispuesto a enseñarle cuanto sabía sobre la pesca. Cuando pensaba en él, veía aquellos brazos que el sol había tornado del color de la arcilla rojiza y aquellas manchitas en la piel que presagiaban el cáncer. Siempre quiso tocarlas pero jamás lo hizo. Seguía fletando su barco de pesca en el puerto de Whale; su embarcación de doce metros de eslora se llamaba Ú ltima Oportunidad, pero los clientes lo tomaban como una referencia a la pesca y no a la frágil vida del patrón de la nave.

Aunque su madre nunca se lo dijo, ella creía que había nacido por accidente. Nació cuando sus padres ya estaban entrados en años y se llevaba más de diez con sus hermanos. Ellos se habían marchado de los cayos en cuanto la edad y los estudios se lo permitieron, uno como abogado para una empresa de Atlanta, el otro para montar una modesta aunque exitosa empresa de importación-exportación en Miami. En la familia hacían la broma de que aquélla era la única empresa de importación legal de Miami y que por eso era la más pobre. Durante un tiempo creyó que seguiría los pasos de un hermano o del otro, y asistió la Universidad de Florida, donde consiguió una media lo bastante alta como para licenciarse.

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