John Katzenbach - Juicio Final

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John Katzenbach, maestro del suspenso psicológico, nos enfrenta de nuevo a una trama tan hipnótica como las de El psicoanalista y La historia del loco.
Matthew Cowart, un famoso y ya establecido periodista de Miami, recibe la carta de un hombre condenado a muerte que asegura ser inocente.
Pese a su escepticismo inicial, Cowart empieza a investigar el caso, comprende que el acusado no cometió los delitos que se le imputan y pone al descubierto mediante sus artículos una información que permite al convicto Robert Earl Fergurson salir en libertad.
Cowart obtiene entonces un premio Pulitzer por su tarea periodística. Sin embargo, y para su horror, el escritor se percata de que ha puesto en marcha una tremenda máquina de matar y que ahora le toca a él intentar, en una carrera contra el reloj, que se haga justicia fuera de los tribunales.

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El vuelo regular nocturno hasta el pequeño aeropuerto consistió en una espantosa serie de sacudidas y descensos que revolvían el estómago al bordear unos gigantescos nubarrones que parecían molestos con la intrusión del avión bimotor. La cabina de pasajeros tanto se iluminaba con ráfagas de luz como se quedaba a oscuras, según el avión entraba y salía de los nubarrones y a medida que los rojos fogonazos de sol iban desapareciendo rápidamente sobre el golfo de México. Cowart oyó cómo los motores se afanaban contra fuertes vientos, un runruneo que subía y bajaba como la respiración de un atleta. Se mecía a merced del avión, pensando en el hombre del corredor de la muerte y en lo que le aguardaba en Pachoula.

Ferguson había desatado una guerra interna en Cowart, quien había salido de la entrevista repitiéndose que sería objetivo, que lo escucharía todo y que sopesaría cada palabra con ecuanimidad. Al mismo tiempo, miraba a través de la empapada ventanilla del avión y sabía que no estaría volando rumbo a Pachoula si esperara que lo convencieran de que la versión del preso era falsa. Mientras el avión se deslizaba por el cielo, Cowart apretaba los puños al recordar la voz de Ferguson cargada de gélida ira. Entonces pensó en la niña. «Once años. Demasiado joven para morir. Recuerda eso también.»

Aterrizaron en medio de una tempestad torrencial, y se deslizaron por la pista a toda velocidad. Por la ventanilla, Cowart vio una hilera de árboles de hoja perenne en los confines del aeropuerto, oscuros y negros contra el cielo.

Atravesó la creciente oscuridad en su coche de alquiler en dirección al Admiral Benbow Inn, en las afueras de Pachoula, a escasa distancia de la interestatal. Después de inspeccionar la habitación modesta y agobiantemente ordenada, fue al bar del hotel, se hizo sitio entre dos viajantes y pidió una cerveza a la camarera. El pelo ralo y castaño de la joven le endurecía tanto las facciones que toda ella parecía fruncir el entrecejo; incluso los labios, una tensa línea que se quejaba de servir demasiadas bebidas a demasiados viajantes y de rechazar demasiadas proposiciones de tipos que bebían whisky escocés y ginger ale. Sin dejar de mirar a Cowart, le sirvió una cerveza de barril, intuyendo cuándo la espuma estaba a punto de rebasar el borde de la jarra.

– Usted no es de por aquí, ¿no?

Cowart negó con la cabeza.

– No me lo diga -le dijo la joven-. Me gusta adivinarlo. Usted diga: la lluvia en Sevilla es una pura maravilla.

Él rió y repitió la frase.

Ella le sonrió, y eso le restó algo de dureza a su gesto.

– No es de Mobile ni de Montgomery, eso seguro. Ni siquiera de Tallahassee o Nueva Orleans. Una de dos: de Miami o de Atlanta; pero si es de Atlanta, entonces no puede ser originario de allí, sino de algún lugar como Nueva York, y entonces Atlanta es para usted su residencia temporal.

– No está mal -respondió Cowart-. Miami.

La joven lo observó, satisfecha consigo misma.

– Veamos -dijo-. Su traje es muy bonito, aunque muy clásico, como el que llevaría un abogado… -Se inclinó sobre la barra del bar y con el pulgar y el índice le palpó la solapa de la chaqueta-. Agradable. No como los príncipes de poliéster que venden el suplemento vitamínico para ganado que solemos usar aquí. Pero el pelo lo lleva un poco greñudo por encima de las orejas y veo que empiezan a salirle un par de mechones blancos. Así que tendrá… ¿qué, unos treinta y cinco?; un poco mayor para hacer de recadero. Si fuera un abogado de esa edad, debería tener un ayudante recién licenciado para que se ocupase de venir a sitios como éste en su nombre. Tampoco lo imagino de policía, no tiene aspecto de serlo, y no creo que se dedique a la propiedad inmobiliaria ni a los negocios. Tampoco tiene pinta de vendedor, como esos tipos. Entonces, ¿qué traería por aquí a alguien como usted, directamente desde Miami? Sólo se me ocurre una cosa: usted es un periodista en busca de la gran noticia.

Cowart se echó a reír.

– Bingo. Y por cierto, tengo treinta y siete.

La joven se volvió para poner otra cerveza, que sirvió a un hombre, y siguió hablando con Cowart:

– ¿Sólo está de paso? No me imagino qué clase de noticia le ha traído hasta Pachoula. Por si todavía no se ha dado cuenta, aquí no pasan muchas cosas.

Cowart vaciló, preguntándose si debía mantener el pico cerrado. Luego se encogió de hombros y pensó: «Si esta chica adivinó mi profesión en los dos primeros minutos, va a ser un secreto a voces cuando empiece a hablar con policías y abogados.»

– Un caso de asesinato -dijo.

Ella asintió con la cabeza.

– Tenía que serlo. Ahora me tiene intrigada. ¿Qué clase de caso? ¡Vaya!, no recuerdo el último asesinato que hubo aquí. Aunque no puedo decir lo mismo de Mobile o Pensacola. ¿Está investigando a los narcotraficantes? ¡Por Dios!, dicen que cada noche introducen toneladas de cocaína por todos los rincones del Golfo. A veces pasa por aquí algún hispano; de hecho, la semana pasada vinieron tres tipos muy elegantes, con esos pequeños buscas en los cinturones. Se sentaron como si fueran los amos del local y pidieron una botella de champán antes de cenar. Tuve que pedir al camarero que fuera a buscarla a la licorería. No costaba adivinar qué estaban celebrando.

– No, no es sobre drogas. ¿Cuánto tiempo lleva aquí?

– Un par de años. Vine a Pensacola con mi marido, que era aviador. Ahora sigue volando pero ya no es mi marido, y yo estoy aquí, hundida en la miseria.

– ¿Recuerda el caso, hace unos tres años, de la niña Joanie Shriver? ¿Supuestamente asesinada por un tal Robert Earl Ferguson?

– ¿La pequeña que encontraron junto a Miller's Swamp?

– Eso es.

– Lo recuerdo. Ocurrió justo cuando mi ex y yo llegamos aquí, ¡maldito el día! Sería la primera semana que yo trabajaba en este bar. -Soltó una risita lacónica-. ¡Vaya!, y yo que pensaba que este condenado trabajo iba a ser siempre tan apasionante. La gente se interesó mucho por esa niña. Vinieron periodistas de Tallahassee y de la televisión de Atlanta. Así aprendí a reconocer a los de su especie; todos pasaban por aquí. Claro que por aquí tampoco hay más hotel que éste. Hubo bastante movimiento un par de días, hasta que por fin detuvieron al culpable. Pero todo esto es agua pasada. ¿No llega un poco tarde?

– He oído hablar del tema y me interesé.

– Pero ese tipo está en la trena. En el corredor de la muerte.

– Hay ciertos interrogantes sobre cómo fue a parar allí. Algunas contradicciones.

La mujer echó la cabeza atrás y soltó una carcajada.

– Hombre -dijo-, apuesto a que eso no va a cambiar demasiado las cosas. Buena suerte, Miami.

Y se alejó para atender a otro cliente, dejando a Cowart a solas con su cerveza. No regresó.

La mañana despuntó despejada. El sol del amanecer parecía decidido a borrar de la calle cualquier vestigio de charco dejado por la lluvia del día anterior. El calor se fue intensificando a lo largo del día, mezclándose con una persistente humedad. En el trayecto del hotel al coche de alquiler, Cowart notó que la camiseta se le pegaba a la espalda. Decidió dar una vuelta en coche por Pachoula.

Aquella población parecía haberse asentado con tenacidad: emplazada en una extensa llanura a escasa distancia de la interestatal y rodeada de campos de cultivo, tendía una especie de puente entre ambos mundos. Aunque quedaba demasiado al norte para dar buenos naranjales, Cowart pasó por unas cuantas granjas con hileras bien alineadas de árboles y otras cuyo ganado pastaba en los prados. Le parecía que estaba entrando en la zona próspera; las casas eran bloques de hormigón de una planta o construcciones de ladrillo, los consabidos chalets indicativos de cierta posición social. Tenían enormes antenas de televisión; algunos, incluso parabólicas en el jardín. A medida que se aproximaba a Pachoula, al borde de la carretera empezaron a verse tiendas abiertas las veinticuatro horas y gasolineras. Pasó por delante de un pequeño centro comercial compuesto por un supermercado, una tienda de postales, una pizzería y un restaurante a ambos lados. Se fijó en las casas que había desperdigadas en calles que iban a desembocar a la avenida principal, hogares unifamiliares bien cuidados y testimonios de un éxito mediocre.

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