John Katzenbach - El Hombre Equivocado

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Ashley Freeman, estudiante de historia del arte en Boston, tiene una relación de una noche con un desconocido llamado Michael O'Connell. Al principio prece tratarse simplemente de un admirador insistente, pero poco a poco O'Connell, un ingenioso hacker, va entrando en la vida no sólo de Ashley sino también de su padre, un serio profesor universitario, y de su madre, una prestigiosa abogada, demostrando ser un psicópata obsesionado por controlar la vida de Ashley. Todo se convierte en una pesadilla. No hay posibilidad de disuadirlo: ni los sobornos ni las amenazas lo detienen. Y cuando el investigador asignado al caso aparece muerto, la familia entera entiende que se enfrenta a algo mucho más serio de lo que han imaginado.

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– ¿Qué es, cabrón? -le espetó a la pantalla-. ¿Qué intentas decirme? ¡Maldito loco!

Volvió atrás y empezó por el principio, pasando rápidamente todos los mensajes.

– ¿Qué? ¿Qué? -gritaba mientras desfilaban ante sus ojos.

Y de pronto lo comprendió.

El mensaje de Michael O'Connell no estaba contenido en los e-mails que había enviado. El mensaje era que había podido enviarlos.

Cada uno de ellos procedía de un nombre incluido en su lista de direcciones. Todos eran suyos. El hecho de que contuviesen poemas almibarados e infantiles declaraciones de amor eterno era irrelevante. Lo único importante era que aquel chalado hubiese podido introducirse en su ordenador. Y luego, gracias a un astuto texto inicial, había conseguido que ella leyera todos los mensajes. Además, era probable que al abrirlos hubiera dado entrada también a Michael O'Connell. Aquel tipo era como un virus, y ahora estaba tan cerca de ella que bien podía haber estado sentado a su lado.

Con un pequeño gemido, Ashley se reclinó en la silla con brusquedad y casi perdió el equilibrio. Sintió una especie de mareo, como si la habitación girara a su alrededor. Se agarró a los brazos de la silla con firmeza e inspiró hondo varias veces para sosegarse.

Se dio la vuelta despacio y contempló el pequeño mundo de su apartamento. Michael O'Connell había pasado sólo una noche allí, una noche truncada. Ella creía que ambos estaban borrachos y lo había invitado. Ahora intentó repasar qué había sucedido de verdad aquella noche aciaga. No logró recordar cuánto había bebido él. ¿Una copa? ¿Cinco? ¿Se había contenido mientras ella bebía? La respuesta se había perdido en su propio exceso aquella noche. Había experimentado una desagradable sensación de libertad, un tono de abandono que no cuadraba con ella. Se habían desnudado torpemente y luego habían copulado frenéticamente. Fue rápido, nervioso, sin mucha ternura. Acabó en pocos minutos. Si hubo algún afecto real en el acto, no podía recordarlo. Para ella había sido una liberación explosiva y rebelde, justo en una época en que solía tomar malas decisiones. La resaca de una ruidosa y fea ruptura con su novio de tercer curso, relación que había durado hasta el último año a pesar de algunas peleas y una sensación general de insatisfacción. La graduación y la incertidumbre la asaltaban a cada paso. Una sensación de aislamiento de sus padres y de sus amigos. Todo en su vida le parecía forzado, un poco torcido, desenfocado y desafinado. Y en aquel torbellino se produjo aquella única desafortunada noche con O'Connell. Era guapo, seductor, diferente a los estudiantes con que había salido en la facultad, y ella había pasado por alto aquella manera rara que tenía de mirarla desde el otro lado de la mesa, como tratando de memorizar cada centímetro de su piel, y no de una manera romántica.

Sacudió la cabeza.

Los dos se derrumbaron en el colchón al terminar. Ella agarró una almohada y, con la habitación dándole vueltas y un sabor amargo en la boca, se quedó dormida al momento. «¿Qué hizo él? -se preguntó ahora-. Encendió un cigarrillo.» Por la mañana, ella se levantó, sin propiciar un segundo revolcón, y lo despertó aduciendo que tenía una entrevista importante. No lo invitó a desayunar ni lo besó, tan sólo se metió en la ducha y se frotó con frenesí bajo el agua caliente, restregando cada centímetro de piel como si estuviera cubierta de un olor asqueroso. Quería que aquel tipo se marchara de inmediato, pero él no lo hizo.

El rato que se quedó estuvo lleno de falsedades, mientras ella se distanciaba y se mostraba fría y evasiva, hasta que por fin él la miró durante un silencio incómodamente largo, sonrió asintiendo y se marchó sin más.

«Y ahora no para de hablar de amor -pensó Ashley-. ¿De dónde ha salido un bicho así?»

Lo recordó marchándose con una expresión de frialdad. Eso la hizo agitarse incómoda.

Los demás hombres con los que había intimado, aunque fuera brevemente, se habrían marchado enfadados, esperanzados o sólo con arrogancia por haber conseguido echar un polvo. Pero O'Connell fue diferente. Simplemente la había dejado helada con su silencio antes de marcharse con un gesto que sugería que inexorablemente volverían a verse pronto.

Entonces reparó en que ella se había dormido, y luego había estado un rato bajo la ducha. ¿Había dejado el ordenador encendido? ¿Qué cosas había esparcidas en su mesa? ¿Sus recibos bancarios? ¿Qué números? ¿Qué claves? ¿Qué había tenido él tiempo de robar?

¿Qué se había llevado?

Era la pregunta obvia, pero no quería responderla.

Por un instante, la habitación volvió a girar. Entonces Ashley se levantó y corrió al pequeño cuarto de baño. Se agachó ante la taza del inodoro y vomitó violentamente.

Después de lavarse, Ashley se envolvió en una manta y se sentó en el borde de la cama, considerando qué debería hacer. Se sentía como la superviviente de un naufragio después de varios días a la deriva en el mar.

Pero, cuanto más tiempo permanecía allí sentada, más se enfurecía.

Michael O'Connell no tenía ningún derecho sobre ella. No tenía derecho a acosarla. Sus reclamos de amor eterno eran una soberana idiotez.

En general, Ashley era comprensiva, no le gustaban los enfrentamientos y evitaba la lucha casi a cualquier precio. Pero esa locura (no se le ocurría otra palabra) resultante de una noche insensata había ido demasiado lejos.

Se despojó de la manta y se levantó.

– Maldición -dijo-. Esto se va a acabar. Hoy mismo. Ya basta de chorradas.

Se acercó a la mesa y cogió el teléfono móvil. Sin pensar lo que iba a decir, marcó el número de O'Connell.

Él respondió casi de inmediato.

– Hola, amor -dijo casi alegremente, con una familiaridad que la enfureció.

– No soy tu amor.

Él no respondió.

– Mira, Michael. Esto tiene que acabar.

Silencio.

– ¿De acuerdo?

Silencio.

– ¿Michael?

– Estoy aquí -dijo fríamente.

– Se acabó.

– No te creo.

– He dicho que se acabó, ¡maldita sea!

Otro silencio, y luego él dijo:

– No lo creo.

Ashley no pensaba rendirse, pero entonces él colgó sin más.

– ¡Maldito hijo de puta! -exclamó, y volvió a marcar el número.

– Eres obstinada, ¿eh? -respondió él.

Ella tomó aire.

– De acuerdo -dijo, envarada-. Si no quieres aceptarlo por las buenas, será por las malas.

Él rió.

– De acuerdo -dijo ella-. Reúnete conmigo para almorzar.

– ¿Dónde? -preguntó él bruscamente.

Ella trató de pensar en el sitio adecuado. Tenía que ser un lugar familiar, público, un lugar donde ella fuese conocida y él no, un lugar donde estuviera rodeada de aliados. Ese escenario le daría la fuerza necesaria para librarse de aquel capullo de una vez para siempre, pensó.

– El restaurante del museo de arte -dijo-. A la una. ¿De acuerdo?

Se lo imaginó sonriendo al otro lado de la línea. Eso la hizo estremecerse, como si una ráfaga helada se hubiera colado por la ventana. La propuesta debía de haberle resultado aceptable, comprendió Ashley, porque él había colgado.

– Supongo que en cierto modo todo se reduce a un problema de reconocimiento -dije-. Se trataba de lograr entender qué estaba pasando.

– Ya -respondió ella-. Fácil de decir. Difícil de hacer.

– ¿Lo es?

– Sí. Sabes que nos gusta presumir de que sabemos reconocer el peligro cuando aparece en el horizonte. Cualquiera puede evitar el peligro que tiene campanas, silbatos, luces rojas y sirenas. Pero es más difícil cuando no sabes exactamente con qué estás tratando. -Pensó un instante y luego se llevó a los labios el vaso de té frío.

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