Bernhard Schlink - El lector

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Michael Berg tiene quince años. Un día, regresando a s casa del colegio, empieza a encontrarse mal y una mujer acude en su ayuda. La mujer se llama Hanna y tiene treinta y seis años. Unas semanas después, el muchacho, agradecido, le lleva a su casa un ramo de flores. Este será el principio de una relación erótica en la que, antes de amarse, ella siempre le pide a Michael que le lea en voz alta fragmentos de Schiller, Goethe, tolstoi, Dickens… El ritual se repite durante varios meses, hasta que un día Hanna desaparece sin dejar rastro.
Siete años después Michael, estudiante de Derecho, acude al juicio contra cinco mujeres acusadas de criminales de guerra nazis y de ser las responsables de la muerte de varias personas en el campo de concentración del que eran guardianas. Una de las acusadas era Hanna. Y Michael se debate entre los gratos recuerdos y la sed de justicia, trata de comprender que llevó a Hanna a cometer esas atrocidades, trata de descubrir a la mujer que amó.
Bernhard Schlink ha escrito una deslumbrante novela sobre el amor, el horror y la piedad, sobre las heridas abiertas de la historia, sobre una generación de alemanes perseguida por un pasado que no vivieron directamente, pero cuyas sombras se ciernen sobre ellos.
`Una historia inolvidable sobre el amor, el honor y la compasión` (Neal Ascherdson, The Bookseller)
`Nadie ni nada es inocente para el ánimo del narrador en los dédalos verbales del infierno` (Robert Saladrigas, La Vanguardia)
`Un relato sobrio y conmovedor acerca de la seducción y el peso de la culpa…Irreprochable maestría` (Marcos Giralt Torrente, El País)

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Se echó boca arriba, con los brazos cruzados por detrás de la nuca. Yo me incorporé y la miré. Hanna tenía la mirada perdida en el vacío. Al cabo de un momento volvió la cara y me miró con una expresión de singular ternura.

– Vale, de acuerdo, puedes llamarme caballo, o las otras palabras que me has dicho… ¿Me las explicas?

Una vez fuimos juntos al teatro en la ciudad vecina, a ver Intriga y amor . Era la primera vez que Hanna iba al teatro, y disfrutó de todo, desde la representación hasta la copa de champán en el entreacto. Le pasé el brazo por la cintura; me daba igual que la gente pensase que éramos una pareja muy rara. Y estaba orgulloso de que no me importase. Pero sabía muy bien que en el teatro de mi ciudad no me habría dado igual. ¿Lo sabía ella también?

Ella sabía que en verano mi vida no giraba sólo en torno a ella, la escuela y el estudio. Muchas veces, cada-vez más a menudo, me pasaba por la piscina antes de ir a casa de Hanna por la tarde. Allí se reunían mis compañeras y compañeros de clase para hacer juntos los deberes jugar a fútbol y a voleibol y a cartas, y también para ligar. Aquél era el escenario de la vida social de la clase, y para mí era muy importante formar parte de ella, participa. Según el turno de Hanna, unos días llegaba más tarde otros me iba más temprano que los demás, pero eso no me desprestigiaba; al contrario, me hacía más interesante. Yo lo sabía. Y también sabía que no me estaba perdiendo nada, y sin embargo siempre tenía la sensación de que las cosas que valían la pena pasaban justo cuando yo no estaba. Durante mucho tiempo no me atreví a preguntarme si prefería estar en la piscina o con Hanna. Pero en julio, el día de mi cumpleaños, me prepararon una fiesta en la piscina, y tuve que insistir para que mis compañeros me dejaran marchar. Y cuando llegué a casa de Hanna, ella estaba agotada y me recibió de mal humor. No sabía que era mi cumpleaños. Cuando le pregunté a ella por el suyo, me dijo que era el 21 de octubre pero no me preguntó cuándo era el mío. No estaba de peor humor que otras veces; simplemente estaba muy cansada. Pero me molestó su mal humor, y me dieron ganas de marcharme, de volverme a la piscina, con compañeras y compañeros de clase, de refugiarme en la liviandad de nuestras charlas, bromas, jugueteos y ligues

Yo también reaccioné con mal humor y acabamos discutiendo. Entonces Hanna aplicó de nuevo su táctica de ignorarme. Me volvió el miedo a perderla, y me humillé y pedí disculpas hasta que se dignó aceptarme a su lado. Pero me sentía lleno de rencor.

15

Fue entonces cuando empecé a traicionarla.

No es que fuera por ahí contando sus secretos o poniéndola en evidencia. No revelé nada que hubiera que mantener oculto. Al contrario: mantuve oculto lo que debería haber revelado. Me negué a admitir su existencia. Sé que negar a alguien es un tipo más bien inofensivo de traición. Desde fuera no se aprecia si uno está negando a alguien o simplemente pretende ser discreto o considerado o sólo intenta evitar situaciones delicadas o molestas. Pero el que niega a otro sabe muy bien lo que hace. Y negar una relación es una manera de socavarla tan grave como otras formas de traición más espectaculares.

Ya no recuerdo cuándo negué a Hanna por primera vez. Del contacto con los compañeros de clase en aquellas tardes de verano en la piscina fueron naciendo amistades. Además de mi vecino de pupitre, al que ya conocía del curso anterior, entre los nuevos apreciaba especialmente a Holger Schlüter, que compartía conmigo el gusto por la historia y la literatura, y no tardé en tener un trato íntimo con él. También intimé pronto con Sophie, que vivía unas pocas calles más allá de mi casa, por lo que recorríamos juntos una parte del camino a la piscina. Al principio no tenía todavía suficiente confianza con mis amigos para hablarles de Hanna. Pero luego, superado ya ese obstáculo, no encontré la ocasión adecuada, el momento adecuado, la palabra adecuada. Al final acabó siendo demasiado tarde para hablar de Hanna, para presentarla como si fuera otro secreto de adolescencia más. Pensé que si empezaba a hablar de ella entonces, después de haber callado tanto tiempo, todos pensarían, erróneamente, que yo me avergonzaba de mi relación con Hanna y tenía mala conciencia. Pero por más que intentara disfrazarlo, sabía muy bien que estaba traicionando a Hanna al fingir que contaba a mis amigos todo lo que era importante para mí, pero sin mencionarla a ella.

Ellos notaban que yo no era del todo sincero, y eso no mejoraba las cosas. Una tarde, mientras volvía a casa con Sophie, nos sorprendió una tormenta y nos refugiamos bajo el zaguán de una casa de campo del Neuenheimer Feld; por entonces todavía no se había instalado allí la universidad, y sólo había huertos y jardines. Tronaba y relampagueaba, el viento soplaba fuerte y caía una lluvia cerrada, con gruesas gotas. La temperatura bajó enseguida unos cinco grados. De repente tuvimos frío, y la rodeé con el brazo.

– Oye -dijo ella, sin mirarme; miraba a la lluvia.

– ¿Sí?

– Has estado mucho tiempo enfermo, hepatitis, ¿verdad? ¿Es eso lo que te da tantos problemas? ¿Tienes miedo de no volver a ponerte bueno? ¿Qué te han dicho los médicos? ¿Tienes que ir cada día a la clínica, a que te hagan transfusiones, o algo así?

Hanna como enfermedad. Me avergoncé. Pero ahora sí que no podía hablar de ella.

– No, Sophie. Ya no estoy enfermo. Los análisis del hígado me salen bien. Me han dicho que dentro de un año ya podré beber alcohol si quiero, pero no quiero. Lo que me…

Tratándose de Hanna, no quería decir «me da problemas».

– No es por eso por lo que siempre llego tarde o me voy pronto; es por otra cosa.

– ¿No tienes ganas de hablar de eso otro? ¿O a lo mejor sí quieres, pero no sabes cómo?

¿No tenía ganas, o no sabía cómo? Ni yo mismo lo sabía. Pero viéndonos allí, bajo los relámpagos, los truenos, que resonaban cercanos, y la lluvia, que caía ruidosamente, al vernos allí, pasando frío juntos, calentándonos un poco el uno al otro, tuve la sensación de que a Sophie, precisamente a ella, tenía que hablarle de Hanna.

– A lo mejor te lo cuento otro día.

Pero ese día no llegó nunca.

16

Nunca supe lo que hacía Hanna cuando no estaba ni trabajando ni conmigo. Se lo pregunté más de una vez, pero nunca me contestó. No teníamos un mundo común; ella se limitaba a concederme en su vida el espacio que le convenía. Y yo tenía que conformarme. Querer más, incluso querer saber más, constituía una insolencia por mi parte. A veces, cuando nos sentíamos felices juntos, me parecía que todo era posible, que todo estaba permitido, y entonces le preguntaba, y podía ser que ella, en vez de rechazar la pregunta, se limitara a esquivarla. «Preguntas mucho, chiquillo.» O me decía: «Siempre estás igual: Hanna esto, Hanna lo otro. Me vas a gastar el nombre.»

0 me recitaba: «Pues mira, tengo que barrer, tengo que fregar, tengo que lavar, tengo que planchar, tengo que comprar, tengo que hacer el desayuno, la comida y la cena y beberme un vaso de leche y meterme en la cama.»

Tampoco me la encontré nunca casualmente en la calle, o en una tienda, o en el cine. Decía que le gustaba mucho ir al cine, y durante los primeros meses insistí en que fuéramos juntos, pero ella no quería. A veces hablábamos de películas que habíamos visto los dos. En cuestión de cine, parecía tener los gustos más variopintos: veía toda clase de películas, desde bélicas o folklóricas alemanas hasta la nouvelle vague , pasando por las del Oeste. A mí lo que me gustaba era todo lo que venía de Hollywood, fueran películas de romanos o de vaqueros. Había una del Oeste que nos gustaba especialmente; salía Richard Widmark en el papel de un sheriff que debe afrontar a la mañana siguiente un duelo que no tiene ninguna posibilidad de ganar; al anochecer llama a la puerta de Dorothy Malone, que le ha aconsejado huir, aunque él no le ha hecho caso. Ella abre la puerta. «¿Qué quieres? ¿Toda tu vida en una noche?» A veces, cuando yo llegaba rebosante de deseo, Hanna se burlaba de mí: «¿Qué quieres? ¿Toda tu vida en una hora?»

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