John Case - Código Génesis

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Una trepidante trama de acción en la que se investigan unos infanticidios perpetrados por un grupo extremista de la Iglesia Católica y que están relacionados con el nuevo nacimiento del Anticristo.

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– Ah, sí. Claro. Bien venido -dijo con un perfecto acento inglés. – ¿Tiene más equipaje? Puedo mandar a Tonio al coche a recogerlo.

– Habla inglés -exclamó Lassiter maravillado.

– Bueno… Sí -repuso el hombre. -De hecho, soy inglés.

– Lo siento, pero es que me ha sorprendido.

– Ya. No se preocupe. Es normal. No se oye mucho inglés en Montecastello, aunque… en verano… nos llegan algunos turistas rebotados de «Chiantilandia».

Lassiter sonrió.

– ¿ La Toscana?

– Así es. Allí todo el mundo habla inglés, al menos en agosto. -Sonrió. -Aquí, en cambio, no se ven demasiados turistas extranjeros; desde luego no en enero. -Vaciló un momento. Una pausa gentil destinada a darle la oportunidad a Lassiter de explicar a qué había ido a Montecastello en esa época tan rara del año. Lassiter le devolvió la sonrisa, pero no dijo nada. -Bueno, si es tan amable de firmar el libro de registro, y de dejarme su pasaporte un par de horas…, le enseñaré su habitación -indicó el hombre. Después abrió el gran libro encuadernado en cuero y le ofreció un bolígrafo a Lassiter.

Desde luego, era una suerte que el hombre hablara inglés. Incluso era posible que pudiera decirle algo sobre la clínica Baresi. Pero, antes que nada, Lassiter quería ducharse. Además, necesitaba un rato para asimilar lo que había pasado en las últimas horas.

Siguió al hombre, que insistió en llevarle la maleta, por un ancho pasillo. Las paredes estaban adornadas con candelabros de hierro con forma de águila. Unas gruesas velas blancas descansaban sobre las zarpas de los animales.

La habitación era grande, tenía techos altos y estaba llena de bellas antigüedades. El hombre señaló hacia una preciosa alacena de madera.

– La tele está ahí dentro -dijo. Por muy vieja que fuera la habitación, tenía radiadores nuevos y un moderno cuarto de baño de mármol. Hasta tenía un toallero con calefacción y un albornoz blanco colgando del gancho que había detrás de la puerta.

– ¿Le sorprende? -preguntó el hombre.

– Muy gratamente -contestó Lassiter.

El hombre inclinó la cabeza antes de abrir unas contraventanas que daban a un pequeño balcón. Los dos se asomaron. Fuera ya estaba oscuro, excepto por una breve mancha violeta que teñía el horizonte.

– En las noches claras como ésta se puede ver Perugia -explicó el inglés. Después señaló hacia una sombra diáfana en la distancia. -Ahí.

Volvieron a entrar en la habitación, y el inglés se dirigió hacia la puerta. Antes de salir se volvió un momento hacia Lassiter.

– Si necesita mandar un fax o hacer unas fotocopias, tenemos todo lo necesario. Y, si lo que lleva en esa bolsa negra es un ordenador, encontrará un enchufe que evita cualquier alternancia de tensión eléctrica al lado del escritorio. Además… -Vaciló un instante. – ¿Va a cenar en la pensión? Sinceramente, a no ser que quiera conducir hasta Todi o hasta Perugia, no encontrará un restaurante mejor. La cena se sirve a las ocho.

– Bien, a las ocho.

Al acabar su plato de gnocchi, Lassiter ya sabía bastantes cosas sobre el apuesto hombre que lo había recibido, Nigel Burlingame, y sobre su compañero, Hugh Cockayne. Hugo tenía aproximadamente la misma edad que Nigel y era tan insignificante físicamente como apuesto era su compañero. Alto y larguirucho, tenía una nariz y unas orejas inmensas. Además, se le estaba cayendo el pelo.

Como Lassiter no tardó en saber, eran dos homosexuales de Oxford que habían ido a Italia en los años sesenta con la idea de pintar.

– Por supuesto -dijo Hugh, -lo hacíamos fatal. ¿Verdad, Nige?

– Espantosamente mal.

– Pero nos encontramos el uno al otro.

Vivieron una temporada en Roma y, cuando murió el padre de Nigel, se compraron un viñedo en la Toscana.

– Suena maravilloso -comentó Lassiter.

– Pues fue todavía peor que lo de pintar -replicó Nigel.

– Todo el día cubiertos de polvo -añadió Hugh.

– Y de sudor.

– ¿Te acuerdas de las moscas enanas?

Nigel se rió.

– ¡Tenían unos dientes que parecían agujas!

– ¡Y las viperi !

– ¿Había muchas víboras? -preguntó Lassiter.

– Sí que las había -aseguró Hugh. -Y eran mortales. Todo el mundo guardaba un frasco de antídoto en la nevera. Y lo peor de todo es que uno no se las encontraba sólo en el suelo. Se escondían en las parras. Los recolectores se morían de miedo. ¿Verdad, Nige?

– Así es.

– Me acuerdo de una vez que estábamos enseñándoles los viñedos a un grupo de turistas. «Y éstas son nuestras uvas sangiovese. Las parras proceden de bla, bla, bla.» Y cogí un racimo y ¡Dios santo! Ahí estaba yo, mirando directamente a la cara a una víbora. -Hugh se volvió hacia su mitad más apuesta. – ¿Tienen cara las serpientes?

En un momento, se sumieron en una discusión sobre la definición de una cara. Al final, Hugh suspiró y dijo:

– Bueno, en cualquier caso, así era la vida en la Toscana.

– No teníamos más que problemas con los trabajadores -acotó Nigel. -Ya se lo puede imaginar. Y cada vez se establecían más ingleses en la zona, así que nos deshicimos del viñedo.

– Aunque, sobre todo, lo hicimos porque era demasiado trabajo. -Hugh frunció el ceño y miró a su compañero. -La verdad es que no somos grandes trabajadores, ¿verdad Nige?

La conversación continuó por esos derroteros. Hugh recogía los platos de vez en cuando y Nigel servía la comida. Después de los gnocchi, le llevó unas chuletitas de cordero a la plancha que, a su vez, dieron paso a una ensalada verde, a una macedonia de frutas y, finalmente, a un digestivo.

Lassiter los escuchó sin hablar de sí mismo. No quería arruinar el espíritu jovial de la cena contando su triste historia, pero, al final, ante las miradas expectantes de Nigel y Hugh, no tuvo más remedio que decir algo.

– ¿Os estaréis preguntando qué hago yo aquí?

Nigel miró a Hugh.

– Bueno, somos discretos por profesión, pero… la verdad es que sí. Nos morimos de ganas de saberlo.

Lassiter bebió un poco de su Fernet Branca.

– Si lo que pretendes es invertir en propiedades inmobiliarias -dijo Nigel, -yo diría que éste es un buen sitio.

Lassiter movió la cabeza.

– De hecho -replicó, -esperaba poder visitar la clínica Baresi.

Nigel hizo una mueca.

– Me temo que has llegado tarde.

– Ya lo sé -dijo Lassiter. -He pasado por la clínica antes de venir al hotel. -Hizo una pausa. – ¿Cuándo se quemó?

– ¿Cuándo fue, Hugh? ¿En agosto? ¿A finales de julio? Desde luego, fue en plena temporada alta.

– ¿Cómo ocurrió? -preguntó Lassiter, aunque ya sabía la respuesta.

– Fue provocado. ¿Verdad, Hugh?

– Sí -confirmó Hugh. -Era una auténtica joya. La parte original databa del siglo dieciséis. Creo que, originalmente, era un monasterio.

– ¡Hay que ver! Sobrevivir tantos siglos para después arder en un momento hasta los cimientos -comentó Nigel chasqueando los dedos.

– Fue un trabajo de profesionales -explicó Hugh. – ¡No quedaron más que las piedras! Bueno, ya lo has visto. Desapareció hasta la argamasa. El fuego alcanzó tal temperatura que muchas piedras llegaron a partirse. Los bomberos ni siquiera pudieron acercarse.

– ¿Había alguien dentro?

– No. Ése es el lado bueno, si se puede decir que hubo algo bueno. La clínica ya había cerrado -dijo Hugh al tiempo que encendía un cigarrillo con la llama de la vela.

– ¿Es que no iba bien?

– Baresi, el médico que dirigía la clínica, estaba bastante enfermo. Cuando ya no pudo aguantar más, echaron el cierre. Eso fue unos meses antes del incendio.

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