John Case - Código Génesis
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Grimaldi dio un paso hacia él, pero, antes de que pudiera ayudar al líder de Umbra Domini, Lassiter se abalanzó sobre él. Al recibir el impacto de Lassiter, Grimaldi soltó el bidón de gasolina, que salió despedido en la misma dirección en que avanzaba Della Torre. Un instante después, el cura se convirtió en una especie de astro solar que dejaba a su paso un reguero de llamas ardiendo en el suelo. Lassiter empujó a Grimaldi contra la pared, le dio la vuelta, lo agarró de las solapas y, atrayéndolo hacia sí, estrelló su frente contra la nariz del asesino de su hermana. El ruido que sonó le recordó al de un trozo de plástico duro al romperse. Cuando el italiano cayó al suelo, Lassiter le clavó la puntera del zapato en el costado.
Y siguió dándole patadas hasta que el italiano rodó hacia un lado, sacó la pistola y empezó a disparar.
Tres tiros seguidos impactaron en el techo, en la pared y en la puerta. Lassiter intentó darle una patada a la pistola, pero Grimaldi volvió a rodar por el suelo, y el pie de Lassiter lo golpeó en el costado. El italiano soltó la pistola con un grito de dolor. Como si fueran dos psicópatas, ambos se lanzaron hacia donde había caído el arma y, entre el humo y la oscuridad, buscaron a tientas por el suelo.
Una llamarada iluminó la pistola y los dos hombres se abalanzaron sobre ella. Lassiter aterrizó un poco más cerca. Estiró el brazo y cerró dolorosamente la mano alrededor de la culata de la pistola, pero el italiano le dio un codazo en la boca y se encaramó sobre su espalda. Un instante después, Grimaldi tenía a Lassiter cogido del cuello con los dos brazos y le apretaba con todas sus fuerzas, estrangulándolo lentamente.
El italiano tenía una fuerza increíble.
Lassiter intentó forcejear, pero era inútil. Los músculos le empezaban a flaquear y la vista comenzaba a nublársele. Sabía que le quedaban pocos segundos. Deslizó el brazo dibujando un arco sobre el suelo y, cuando la pistola chocó contra algo duro, disparó.
Grimaldi gritó de dolor. Lassiter consiguió deshacerse de él y se arrastró hacia la pared, luchando por recuperar el aliento. Un rayo iluminó la cocina. Grimaldi estaba sentado en el suelo rodeado de llamas, como si de un actor en un escenario se tratara, con la rodilla cogida entre las manos, balanceándose hacia adelante y hacia atrás; parecía estar rezando.
Al verlo así, con la cara contorsionada por el dolor, Lassiter se acordó del famoso cuadro de san Sebastián.
Pero, aun así, disparó. Un solo tiro que hizo un pequeño agujero justo encima del ojo izquierdo de Grimaldi.
Marie estaba gritando. Al darse la vuelta, Lassiter vio que las llamas se hallaban ya a menos de un metro de su silla. Jesse estaba a su lado, intentando desatar a su madre, pero sus dedos eran demasiado débiles. Lassiter corrió hacia Marie, deshizo los nudos y, esquivando las llamas, sacó a la madre y al hijo fuera de la casa.
Justo delante del porche, un cuerpo yacía humeante y tembloroso bajo la lluvia.
– No mires, Jesse -exclamó Marie abrazando al niño contra su pecho.
Lassiter se arrodilló junto al sacerdote e hizo una mueca al ver que Della Torre tenía la cara carbonizada. No le quedaba pelo en la cabeza y un extraño líquido viscoso le salía por las órbitas de los ojos. Lassiter nunca hubiera imaginado que pudiera estar vivo, pero Della Torre gimió y se movió levemente.
– Tenemos que llevarlo a un hospital -dijo Marie. -Podemos usar su lancha. ¡Vamos!
Lassiter la miró como si se hubiera vuelto loca.
– No podemos hacer eso -replicó.
– ¡Se va a morir!
– ¡Claro que se va a morir! Quiero que se muera.
– Pero… No podemos dejarlo así. Hace muchísimo frío. ¡Y tiene todo el cuerpo quemado!
Lassiter se levantó.
– Si lo llevamos a un hospital, esta pesadilla nunca acabará -declaró. -Della Torre tiene miles de seguidores que piensan como él. Y, cuando sepan que Jesse sigue vivo… y, créame, lo sabrán… volverán a perseguirlos. No podemos llevarlo al hospital; tenemos que desaparecer lo antes posible.
Marie movió la cabeza lentamente.
– Pero… Es una persona -repuso por fin.
Lassiter miró a Marie fijamente durante unos segundos.
– Está bien -dijo al cabo. -Llévese a Jesse al barco. Yo llevaré a Della Torre.
Marie cogió a Jesse de la mano y corrió hacia la lancha blanca que esperaba amarrada en el muelle. Casi había llegado, cuando oyó el disparo. No tuvo que volverse para saber que ya no irían al hospital.
EPÍLOGO
Marie no le dirigió la palabra durante días. Finalmente, pasó casi un mes hasta que aceptó que el «tiro de gracia» había sido exactamente eso: un acto necesario de compasión. A esas alturas, los tres viajaban como una familia mientras Lassiter hacía uso de todos sus conocimientos para conseguirles nuevas identidades a todos ellos.
No bastaba con cambiar de nombre, sino que también era necesario crear una historia, un pasado completo, con historiales médicos, laborales, académicos y financieros, con pasaportes legítimos y tarjetas de la seguridad social que tuvieran la antigüedad apropiada. El proceso duró tres semanas y costó más de cincuenta mil dólares. Aun así, cuando todo estuvo listo, Lassiter no quiso decírselo a Marie.
– En un par de días os dejaré. Me iré en cuanto lleguen las fichas de identificación de firmas del banco de Licchtenstein -le prometió. Después de rebotar como una peonza de un sitio a otro, allí es donde había recalado finalmente su dinero; cortesía de Max Lang, por supuesto.
El «par de días» se convirtió en un par de semanas y luego llegó la primavera. Fue entonces cuando Lassiter besó por primera vez a Marie.
El nombre que figuraba en el buzón de entrada era Shepherd.
La casa estaba al final de un largo camino de tierra en el condado de Piedmont, en las faldas de las montañas Blue Ridge de Carolina del Norte. El camino serpenteaba a través de cuarenta hectáreas de colinas verdes antes de llegar a un granero de piedra. A pocos metros del granero se alzaba un viejo caserón que necesitaba una buena reforma. Una tapia de madera blanca de un kilómetro y medio rodeaba la propiedad. Dentro de la tapia, una yegua de raza árabe trotaba con su potro.
Era una zona preciosa del país, pero estaba demasiado alejada de la ciudad de Raleigh, o de cualquier otro lugar, para poder ir a trabajar a diario. Por ello, la mayoría de la gente que vivía en la zona trabajaba para sí misma.
El señor Shepherd no era la excepción. Se dedicaba a la compraventa de libros antiguos y primeras ediciones y recibía y enviaba los libros por correo. La suya no era más que otra profesión extravagante entre las muchas que había en la zona, por lo que no llamaba en absoluto la atención. En un radio de un kilómetro y medio vivían un hombre que era famoso en el mundo entero por la manufacturación de mandolinas, una pareja dedicada a la cría de avestruces, una mujer que hacía coronas de flores culinarias para Smith & Hawken y un hombre que construía tapias de piedra. Además, había un vecino del que se sospechaba que se dedicaba al cultivo de marihuana, dos novelistas y un diseñador de juegos.
La familia Shepherd vivía con modestia, renovando la vieja casa pacientemente. Se encargaban de casi todo el trabajo ellos mismos. Habían decidido quedarse juntos una temporada; luego se divorciarían y cada uno se iría por su lado. Era un plan sensato que ayudaría a darle solidez a sus nuevas identidades. Pero el afecto mutuo que surgió entre ambos en ese lugar idílico cambió todos los planes. Al poco tiempo, su matrimonio de conveniencia más bien parecía un matrimonio concebido en el paraíso.
El pasado sólo se cruzó en su camino una vez. Dos años después de dejar la isla de Maine, el programa de televisión «Misterios sin resolver» emitió una recreación dramatizada de los sucesos de «La isla de la muerte». Lassiter y Marie observaron atónitos cómo el actor Robert Stack narraba los eventos que habían culminado con su huida de la isla.
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