Stieg Larsson - Los Hombres Que No Amaban A Las Mujeres

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Harriet Vanger desaparecio hace treinta y seis anos en una isla sueca propiedad de su poderosa familia. A pesar del despliegue policial, no se encontro ni rastro de la muchacha. Se escapo? Fue secuestrada? Asesinada? El caso esta cerrado y los detalles olvidados. Pero su tio Henrik Vanger, un empresario retirado, vive obsesionado con resolver el misterio antes de morir. En las paredes de su estudio cuelgan cuarenta y tres flores secas y enmarcadas. Las primeras siete fueron regalos de su sobrina; las otras llegaron puntualmente para su cumpleanos, de forma anonima, desde que Harriet desaparecio. Mikael Blomkvist acepta el extrano encargo de Vanger de retomar la busqueda de su sobrina. Periodista de investigacion y alma de la revista Millennium, dedicada a sacar a la luz los trapos sucios de la politica y las finanzas, Blomkvist esta vigilado y encausado por una querella por difamacion y calumnia presentada por un gran grupo industrial que amenaza con arruinar su carrera y su reputacion. Contara con la colaboracion inesperada de Lisbeth Salander, una peculiar investigadora privada, socialmente inadaptada, tatuada y llena de piercings, y con extraordinarias e insolitas cualidades. Asi empieza esta magnifica novela que es la cronica de los conflictos de una familia, un fascinante fresco del crimen y del castigo, de perversiones sexuales y trampas financieras; un entramado violento y amenazante en el que, no obstante, crecera una tierna y fragil historia de amor entre dos personajes absolutamente inolvidables.

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Su gestión en el Bank Dorffmann se prolongó tanto que se retrasó aún más en el horario. Le resultó imposible terminar sus últimas transacciones antes de que los bancos cerraran. Por eso, Irene Nesser regresó al hotel Matterhorn, donde se dejó ver durante una hora para que advirtieran su presencia. Sin embargo, le dolía la cabeza y se retiró pronto. Compró aspirinas en la recepción, pidió que la despertaran a las ocho de la mañana y subió a la habitación.

Eran casi las cinco y todos los bancos europeos habían cerrado. En cambio, los del continente americano estaban abiertos. Encendió su PowerBook y se conectó a la red a través de su móvil. Tardó una hora en vaciar las cuentas que acababa de abrir en el Bank Dorffmann.

Dividió el dinero en pequeñas cantidades y lo usó para pagar supuestas facturas de un gran número de empresas ficticias distribuidas por todo el mundo. Por curioso que pueda parecer, al final todo ese capital acabó siendo transferido al Bank of Kroenenfeld de las islas Caimán, pero esta vez a una cuenta completamente distinta a aquellas de las que había salido esa misma mañana.

Irene Nesser consideró esta primera parte del dinero asegurada y prácticamente imposible de rastrear. Efectuó un solo pago de la cuenta; transfirió poco más de un millón de coronas a una cuenta conectada a una tarjeta de crédito que llevaba en su cartera. El titular: una sociedad anónima llamada Wasp Enterprises, registrada en Gibraltar.

Unos minutos más tarde una chica rubia con melena a lo paje abandonó Matterhorn a través de una de las puertas laterales del bar. Monica Sholes se fue andando hasta el hotel Zimmertal, saludó cortésmente al recepcionista con un movimiento de cabeza y subió en ascensor a su habitación.

Luego se tomó su tiempo para ponerse el uniforme de batalla de Monica Sholes, retocarse y cubrir el tatuaje con una capa extra de base de maquillaje antes de bajar al restaurante para cenar un plato de pescado absolutamente extraordinario. Pidió una botella de un vino añejo del que no había oído hablar en su vida, pero que costaba mil doscientas coronas. Apenas se tomó una copa; dejó el resto con manifiesto descuido antes de dirigirse al bar. Entregó más de quinientas coronas de propina, lo cual hizo que el personal se fijara en ella.

Pasó tres horas dejándose conquistar por un joven italiano borracho con un apellido aristócrata que no se molestó en recordar. Compartieron dos botellas de champán, de las cuales ella consumió aproximadamente una copa.

A eso de las once, su ebrio admirador se inclinó hacia delante y le tocó el pecho descaradamente. Ella, satisfecha, le puso la mano en la mesa: no parecía haber notado que estaba manoseando látex blando. De vez en cuando eran lo suficientemente ruidosos como para provocar cierta irritación entre los demás clientes. Cuando Monica Sholes, poco antes de la medianoche, advirtió que un vigilante empezaba a lanzarles serias miradas, ayudó a su amigo italiano a subir a su habitación.

Mientras él visitaba el baño, ella le sirvió una última copa de tinto. Sacó un papelito, lo desdobló y le echó en el vino una pastilla machacada de Rohypnol. Tan sólo un minuto después de haber brindado, él se desplomó como un miserable saco encima de la cama. Ella le aflojó el nudo de la corbata, le quitó los zapatos y lo tapó con el edredón. Antes de abandonar la habitación lavó las copas en el baño y las secó.

A la mañana siguiente, a las seis, Monica Sholes desayunó en su habitación. Dejó una generosa propina y se fue del Zimmertal antes de las siete. Previamente dedicó cinco minutos a limpiar las huellas dactilares de las manivelas de las puertas, de los armarios, del váter, del auricular del teléfono y de otros objetos de la habitación que había tocado.

Irene Nesser se fue del Matterhorn a las ocho y media, poco después de que la recepción la despertara. Cogió un taxi y dejó las maletas en una consigna de la estación de tren. Luego dedicó unas horas a visitar nueve bancos privados donde ingresó una parte de las obligaciones de las islas Caimán. A las tres de la tarde ya había convertido un diez por ciento en dinero que ingresó en una treintena de cuentas numeradas. Reunió el resto de las obligaciones y las depositó en la caja fuerte de un banco.

Irene Nesser tendría que hacer algunas visitas más a Zurich, pero eso no le urgía.

A las cuatro y media de la tarde, Irene Nesser cogió un taxi hasta el aeropuerto. Una vez allí se metió en los servicios, cortó en pedazos el pasaporte y la tarjeta de crédito de Monica Sholes y los echó por el retrete. Las tijeras las tiró en una papelera. Después del 11 de septiembre de 2001 no resultaba muy apropiado ir llamando la atención con objetos puntiagudos en el equipaje.

Irene Nesser cogió el vuelo GD 890 de Lufthansa hasta Oslo y luego el autobús a la estación central de la capital, en cuyos lavabos entró para ordenar la ropa. Colocó todos los efectos personales de Monica Sholes -la peluca de corte a lo paje y la ropa de marca- en tres bolsas de plástico que depositó en distintos cubos de basura y en papeleras de la estación de tren. La maleta Samsonite, vacía, la dejó en la taquilla de una consigna que no cerró. La cadena de oro y los pendientes, objetos de diseño que podrían ser rastreados, desaparecieron por un sumidero.

Tras un momento de angustiosa duda, Irene Nesser decidió conservar el pecho postizo de látex.

Luego, viendo que iba muy mal de tiempo, entró en MacDonald's y se zampó a toda prisa una hamburguesa a modo de cena. Mientras comía, transfirió el contenido del exclusivo maletín de cuero a su bolsa de viaje. Al marcharse dejó el maletín vacío debajo de la mesa. Pidió un caffe latte para llevar en un quiosco y se fue corriendo a coger el tren nocturno para Estocolmo. Llegó justo antes de que cerraran las puertas. Tenía reservado un compartimento de coche-cama individual.

Tras echarle el cerrojo a la puerta, sintió cómo, por primera vez en cuarenta y ocho horas, el nivel de adrenalina descendía a su nivel normal. Abrió la ventana y desafió la prohibición de fumar encendiendo un cigarrillo; mientras el tren salía de Oslo, permaneció junto a la ventana fumando y tomándose el café a pequeños sorbos.

Repasó mentalmente su lista para asegurarse de que no había descuidado ningún detalle. Luego frunció el ceño y rebuscó en los bolsillos de la chaqueta. Sacó el bolígrafo del hotel Zimmertal, lo examinó un momento y, acto seguido, lo tiró por la ventana.

Quince minutos más tarde se metió bajo las sábanas y se durmió casi en el acto.

EPÍLOGO. Informe anual Jueves, 27 de noviembre – Martes, 30 de diciembre

El número temático de Millennium sobre Hans-Erik Wennerström comprendía no menos de cuarenta y seis páginas y estalló como una auténtica bomba de relojería la última semana de noviembre. El texto principal lo firmaban, conjuntamente, Mikael Blomkvist y Erika Berger. Durante las primeras horas, los medios de comunicación no supieron cómo manejar el scoop; el año anterior, un texto similar provocó que Mikael Blomkvist fuera condenado a prisión por difamación y que, aparentemente, se le despidiera de la revista Millennium. Por lo tanto, su credibilidad se consideraba relativamente baja. Ahora, Millennium volvía con una historia que, escrita por el mismo periodista, contenía afirmaciones mucho más graves que el texto por el que había sido condenado. Parte del contenido resultaba tan absurdo que desafiaba al sentido común. Los medios de comunicación suecos aguardaban desconfiados.

Pero, por la tarde, «la de TV4» abrió las noticias con un resumen de once minutos sobre los principales puntos de la acusación de Blomkvist. Un par de días antes, Erika Berger había almorzado con ella y le había adelantado en exclusiva la información.

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