Robin Cook - ADN

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En el hospital más grande de Nueva York tiene lugar una serie de muertes, ante los ojos de la doctora encargada de las autopsias, inexplicables. El único punto en común entre los pacientes muertos -todos gozaban de muy buena salud- es que pertenecían al mismo seguro médico. Es la primera pista de una terrible historia en la que medicina, adelantos científicos y negocios se enfrentan en una trama de gran suspense…

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Cuando por fin el dolor remitió lo bastante para permitirle respirar con normalidad, Laurie se colocó mejor en la silla sentándose más erguida. Por suerte, lo que había quedado reducido a una clara molestia permanecía en un nivel tolerable. El sudor le perlaba la frente, y se lo enjugó con el dorso de la mano. Sabía que estaba angustiada, pero le sorprendía estarlo hasta el punto de sudar de aquella manera. Se preguntó si tendría fiebre, pero le pareció poco probable. Rápidamente, se palpó el abdomen con un solo dedo. A diferencia de ocasiones anteriores, notó una zona claramente sensible que le dio mala espina. Tal como había apreciado antes, se hallaba en el mismo sitio donde se manifestaba el dolor en caso de apendicitis.

Se puso en pie cautelosamente. Lo que le había provocado el ataque había sido incorporarse bruscamente, y no deseaba que se repitiera. Por suerte, el dolor no se volvió a presentar. Su sudoración era otra historia, porque había empeorado.

Muy despacio, Laurie salió del despacho al pasillo apoyándose en la pared con una mano. El dolor seguía siendo soportable. Con algo más de confianza, caminó lentamente por el corredor hasta el aseo de señoras. Una vez dentro, cogió un poco de papel higiénico y se limpió. Manchaba de nuevo, y más que antes. Comprendió que no sufría una apendicitis.

Con creciente ansiedad, volvió sobre sus pasos y se sentó. Contempló el teléfono. Seguía resistiéndose a llamar a la doctora Riley, pero sabía que no le quedaba elección. La sangre descartaba la apendicitis y, junto con la localización del dolor, sugería un posible embarazo ectópico, *asunto bastante más serio que la posibilidad de un aborto. Al fin, aunque a regañadientes, cogió el teléfono y marcó el número de la consulta de Laura Riley. Cuando la telefonista contestó, Laurie le dio su nombre y un teléfono directo; pensando en que eso aceleraría que la llamara; también añadió su título de doctora en medicina y dijo que tenía que hablar con la doctora Riley y que se trataba de una urgencia.

Cuando colgó, notó una nueva sensación. Era tan leve que se preguntó si no lo estaría imaginando, pero se sumó a su creciente ansiedad. De ser real, sugería el ominoso desarrollo de una irritación peritoneal. Para comprobarlo, se presionó con cuidado el abdomen con el dedo índice y lo retiró bruscamente con una mueca de dolor. Lo que había notado se llamaba «sensibilidad de rebote» y también sugería una peritonitis. Eso hizo que Laurie se preocupara por partida doble: no solo por la posibilidad de sufrir un embarazo ectópico, sino por que se hubiera producido perforación. Si así era, se trataba de una urgencia médica en la que el factor tiempo resultaba decisivo.

El áspero timbre del teléfono interrumpió sus pensamientos. Descolgó y se sintió aliviada cuando la doctora Riley se identificó. Por las conversaciones que se oían al fondo, Laurie comprendió que debía hablar a través de un móvil y desde algún lugar público.

Empezó a disculparse por llamar un sábado por la noche y dijo que había intentado evitarlo porque le parecía una mala forma de empezar una relación profesional, pero que creía que no le quedaba otra opción. Luego, le describió sus síntomas con detalle, incluyendo la «sensibilidad de rebote», admitiendo que ya había tenido las molestias antes de hablar por teléfono e ir a verla a su consulta, pero que entonces se había olvidado de mencionarlo y había pensado que podría esperar a la visita que tenían prevista para el viernes de la semana siguiente.

– Ante todo -dijo la doctora Riley cuando Laurie hubo acabado-, no tienes por qué disculparte. La verdad es que preferiría que me hubieses llamado antes. No deseo alarmarte, pero hasta que lo comprobemos no debemos descartar un embarazo ectópico. Puede que tengas algún tipo de hemorragia interna.

– Eso mismo he pensado yo -reconoció Laurie.

– ¿Sigues sudando?

Laurie se llevó la mano a la frente.

– Sí.

– ¿Cómo es tu pulso, rápido o normal?

Sosteniendo el auricular con el hombro, Laurie se tomó el pulso en la muñeca. Sabía que antes lo tenía rápido y quería asegurarse de que así seguía.

– Es claramente rápido -reconoció. Había albergado esperanzas de que la sudoración y las palpitaciones se debieran a la angustia del momento, pero las palabras de Laura la obligaron a admitir que podía existir otra explicación: que estuviera a punto de caer en estado de shock.

– De acuerdo -respondió Laura Riley en tono profesional y controlado-, quiero verte en Urgencias del Manhattan General.

Laurie notó que un escalofrío le recorría la espalda ante la ocurrencia de convertirse en paciente de ese centro.

– ¿No podría ser en otro hospital? -preguntó.

– Creo que no -contestó la doctora-. Es el único donde tengo privilegios. Además, tienen el equipo necesario en caso de que debamos intervenir. ¿Dónde te encuentras ahora?

– Estoy en mi despacho de Medicina Legal.

– ¿En la Primera con la calle Treinta?

– Sí.

– ¿Y dónde está tu oficina en el edificio?

– En el cuarto piso, ¿por qué lo preguntas?

– Porque voy a enviar una ambulancia.

¡Santo Dios!, pensó Laurie, que no deseaba ninguna ambulancia.

– Puedo coger un taxi -propuso.

– No vas a coger ningún taxi -aseguró Laura, con rotundidad-. Una de las primeras normas cuando se es paciente en una urgencia médica, y es una norma especialmente difícil de aceptar por los colegas de profesión, es que hay que obedecer. Más tarde podemos discutir si era necesario o no, pero en este momento no pienso correr riesgos y te voy a enviar una ambulancia. Nos veremos en Urgencias. ¿Sabes cuál es tu grupo sanguíneo?

– Cero positivo.

– Bien. Nos veremos allí -dijo Laura y cortó la comunicación sin decir más.

Laurie colgó el auricular con mano temblorosa. Se sentía aturdida. Los sobresaltos se estaban convirtiendo en algo normal. En un mismo día se había visto obligada a identificar el cadáver de un buen amigo, y en esos momentos se enfrentaba a la aterradora perspectiva de una urgencia médica con una posible intervención quirúrgica en un hospital donde un asesino múltiple se dedicaba a despachar pacientes con su mismo perfil. El único consuelo residía en que el principal sospechoso había sido arrestado.

Volvió a coger el teléfono. No había querido llamar a Jack por distintas razones, pero con aquellas novedades, no le quedaba más remedio. Necesitaba su ayuda, lo necesitaba en el hospital como intermediario o como guardián en caso de que ella acabara enfrentándose a una intervención urgente.

El teléfono sonó. Una vez. Dos veces.

– ¡Vamos, Jack! -apremió Laurie-. ¡Contesta ya!

Volvió a sonar, y Laurie comprendió que él no estaba. Tal como esperaba, al siguiente timbrazo saltó el contestador. Mientras esperaba para dejar un mensaje, notó que la invadía el resentimiento. Le parecía increíble que Jack consiguiera irritarla de tan diversas maneras. Sin duda estaba en el vecindario, jugando al baloncesto, fingiendo ser un chaval. Laurie sabía que era poco sensata, pero no lo podía evitar. Lo cierto era que la irritaba que Jack no estuviera. A pesar de que la comparación no resultaba justa, no podía evitar pensar que si Roger no hubiera sido asesinado, habría estado disponible.

– Jack, soy yo -dijo cuando le llegó el momento de hablar-. Se ha presentado un problema importante. Necesito tu ayuda de nuevo. En estos momentos estoy esperando a que llegue la ambulancia que me ha de llevar al Manhattan General. La doctora Riley cree que puedo tener un embarazo ectópico con perforación. El lado bueno de esto es que te quitará presión de encima. El lado malo es que me van a operar de urgencia. Quiero que estés allí. No me apetece convertirme en la siguiente víctima de mi serie. Por favor, ¡ven!

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