Robin Cook - ADN

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En el hospital más grande de Nueva York tiene lugar una serie de muertes, ante los ojos de la doctora encargada de las autopsias, inexplicables. El único punto en común entre los pacientes muertos -todos gozaban de muy buena salud- es que pertenecían al mismo seguro médico. Es la primera pista de una terrible historia en la que medicina, adelantos científicos y negocios se enfrentan en una trama de gran suspense…

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– No estarás sugiriendo que no debería haberme operado, ¿verdad?

– Ni lo más mínimo. Solo estoy pensando que nuestro antiguo seguro no habría cubierto todos los gastos. ¿Recuerdas todas las complicaciones y la letra pequeña cada vez que intentábamos reclamar algo? Simplemente estoy contento de tenerlo todo cubierto.

El ramalazo de dolor de Darlene parecía haber tenido gran efecto en Stephen y lo había asustado lo bastante para convencerlo de que su madre debía quedarse en el hospital. Cuando unos minutos después su padre anunció que debían marcharse, no dijo ni una palabra.

De repente, Darlene se encontró sola. Durante la tarde había habido una actividad constante en el pasillo, pero en esos momentos reinaba la quietud. Nadie pasaba ante su puerta abierta. Lo que no sabía era que todas las enfermeras y ayudantes del turno de tarde así como las de noche estaban presentando sus informes. El único sonido era el apenas audible «bip» que provenía de algún monitor cardíaco del pasillo.

Los ojos de Darlene se pasearon por la habitación, recorriendo el sencillo mobiliario, las flores que Paul le había dejado en la mesa, el color verde pálido de la pintura y la enmarcada reproducción de Monet en la pared. Se estremeció al pensar en las luchas por la vida que aquellas paredes habrían contemplado a lo largo de los años, pero enseguida borró aquel pensamiento de su mente. No le fue fácil. No le gustaban los hospitales y, con excepción del parto, no había estado en ninguno como paciente. El parto había sido otra cosa. En la planta de maternidad se respiraba un ambiente de expectación y alegría. Donde se encontraba en ese momento no, y eso resultaba mucho más intimidatorio.

Giró la cabeza y miró hacia arriba para observar las gotas de suero cayendo silenciosamente en el conducto intravenoso. Resultaba hipnótico, y tras unos minutos tuvo que hacer un esfuerzo para apartar la vista. Lo más tranquilizador era que, adosada al conducto, había una pequeña bomba que contenía morfina, lo cual significaba que hasta cierto punto podía automedicarse. Hasta el momento lo había hecho únicamente en un par de ocasiones.

Del techo, a los pies de la cama, colgaba un televisor. Lo encendió, esencialmente para que le hiciera compañía. Estaban dando las noticias locales. Apagó el sonido y se limitó a contemplar las imágenes con la mente enturbiada por la combinación de la anestesia de la mañana y la medicación contra el dolor. La máquina seguía flexionándole la pierna, pero ella se sentía extrañamente desconectada, como si la extremidad perteneciera a otra persona.

Pasó una hora fácilmente en un estado entre el sueño y la plena conciencia. Se parecía más al sueño si se acordaba de permanecer quieta; y más a la vigilia si movía la pierna. Vagamente registró que las noticias habían dado paso al programa de Letterman.

Lo siguiente que supo era que una de las ayudantes de enfermera la sacudía. Darlene chirrió los dientes porque sin querer había contraído el músculo del muslo al ser molestada.

– ¿Ha orinado después de que la operasen? -preguntó la ayudante. Era una mujer gorda con un fibroso pelo rojo.

Darlene intentó pensar. Lo cierto era que no lo recordaba y así lo dijo.

– Si lo hubiera hecho se acordaría, así que tiene que hacerlo ahora. Le traeré el orinal. -La mujer desapareció en el cuarto de baño y regresó con un recipiente de acero inoxidable que dejó encima de la cama, al lado de la cadera de Darlene.

– No tengo ganas -repuso esta. Lo último que deseaba era tener que moverse para colocarse encima del orinal. Le produjo una mueca solo pensarlo. El cirujano le había dicho que seguramente tendría algunas molestias tras la operación. ¡Menudo eufemismo!

– Pues tiene que hacer -declaró la ayudante mirando el reloj como si no tuviera tiempo para discutir.

La actitud de la mujer combinada con el estado medio drogado de Darlene hizo que esta se irritara.

– Deje el orinal. Lo haré más tarde.

– Cariño, lo va a hacer ahora. Son órdenes de arriba.

– Pues diga a quien sea que esté arriba que lo haré más tarde.

– Voy a buscar a la enfermera, y le advierto que ella no admite terquedades.

La ayudante desapareció de nuevo. Darlene meneó la cabeza. «Terquedad» era una palabra que asociaba con los niños pequeños. Apartó el frío orinal de la cadera.

Cinco minutos más tarde, la enfermera entró bruscamente en la habitación acompañada de la ayudante, sobresaltando a Darlene. A diferencia de su auxiliar, la enfermera era alta, delgada y tenía unos ojos exóticos. Con los brazos en jarras se inclinó sobre Darlene.

– La ayudante me ha dicho que se niega a hacer pipí.

– No me niego. Solo le he dicho que lo haré más tarde.

– O lo hace ahora o de lo contrario la sujetaremos. Creo que sabe lo que eso significa.

Darlene lo sabía, y la perspectiva no le era en absoluto agradable. La ayudante se situó al otro lado de la cama. Darlene se vio rodeada.

– Usted decide, hermana -añadió la enfermera cuando Darlene no respondió-. Mi consejo es que levante ese trasero suyo.

– Podría mostrarse usted un poco más comprensiva -sugirió Darlene mientras se disponía a alzarse apoyando ambas manos en el colchón.

– Tengo demasiados pacientes enfermos para mostrarme comprensiva sobre hacer un simple pipí -dijo la enfermera. A continuación comprobó la vía intravenosa mientras la ayudante colocaba el orinal en el sitio.

Darlene soltó un suspiro de alivio. A pesar de lo frío que estaba el metal, subirse al orinal no había resultado tan malo como había pensado. Pero orinar era capítulo aparte. Tardó unos minutos en concentrarse antes de poder empezar. Entretanto, la enfermera y su ayudante se marcharon. Hizo más pipí del que pensó que tenía, lo cual le obligó a admitir que había sido necesario. También le recordó lo poco que le gustaban los hospitales.

Una vez que terminó, tuvo que esperar. Podía mover la pelvis arriba y abajo sin molestias, pero para retirar el orinal necesitaba levantar una de las manos sobre las que se apoyaba. Eso significaba tensar los músculos de la pierna que le dolía, así que estaba bloqueada. Tras cinco minutos, su espalda empezó a protestar, de modo que apretó los dientes y apartó el orinal a un lado. Casi inmediatamente, la enfermera y la ayudante reaparecieron.

Mientras la ayudante se ocupaba del orinal, la enfermera le ofreció una pastilla para dormir y un pequeño vaso de agua.

– No creo que la necesite -contestó Darlene, que, con todos los medicamentos que había tomado a lo largo del día, se sentía como si flotara.

– Tómesela -insistió la enfermera-. Se lo ha ordenado su médico.

Darlene miró a la enfermera a la cara. No sabía si su expresión era de desafío, de aburrimiento o desdén. Fuera cual fuese, le parecía poco apropiada y le hacía preguntarse por qué esa mujer se había dedicado a ser enfermera. Cogió la píldora, y se la tragó con un poco de agua. Devolvió el vaso a la enfermera.

– Podría ser usted un poco más persona.

– La gente tiene lo que se merece -contestó la enfermera recogiendo el vaso y aplastándolo en su mano-. Vendré a verla más tarde.

No se moleste, pensó Darlene, pero no se lo dijo. Se limitó a hacer un gesto de asentimiento antes de que la enfermera saliera. Reconociendo su vulnerabilidad y necesidades, no quería empeorar la situación. Con la pierna sujeta a la máquina flexora y con todo el dolor que sentía cada vez que movía la rodilla, dependía totalmente del personal de enfermería.

Darlene se administró una dosis del calmante para mitigar el dolor de la pierna, que se parecía a uno de muelas tras los padecimientos con el orinal. No tardó en sentirse más tranquila y relajada. La tensión del enfrentamiento con la enfermera y su ayudante no terminó por disolverse en la nada. Lo importante era que la operación ya había pasado. La ansiedad de la noche anterior estaba superada. En esos momentos se hallaba en camino hacia su recuperación y, según el médico, podría volver a jugar al tenis en cuestión de unos seis meses.

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