Robin Cook - ADN

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En el hospital más grande de Nueva York tiene lugar una serie de muertes, ante los ojos de la doctora encargada de las autopsias, inexplicables. El único punto en común entre los pacientes muertos -todos gozaban de muy buena salud- es que pertenecían al mismo seguro médico. Es la primera pista de una terrible historia en la que medicina, adelantos científicos y negocios se enfrentan en una trama de gran suspense…

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– Afirmativo. Pero no me ha hablado de las compensaciones.

– Cinco mil por caso.

Jazz recordaba la sonrisa que se le había dibujado en el rostro. Pensar que iban a pagarle cinco mil dólares por hacer algo interesante y que suponía un desafío era casi demasiado bueno para ser cierto. Y resultó mejor incluso de lo que había previsto. Tras las cinco primeras misiones, que transcurrieron sin la más mínima dificultad gracias al protocolo aportado, el señor Bob había reaparecido con el Hummer.

– Es una muestra de nuestra gratitud -le había explicado mientras le entregaba las llaves y la documentación-. Piense en él como lo opuesto al Cadillac Rosa que regala esa compañía de perfumes. ¡Disfrútelo con salud!

Jazz salió del aparcamiento del gimnasio a Columbus Avenue. Cuando se detuvo en el primer semáforo activó la Blackberry. Por experiencia sabía que la recepción era mínima dentro del garaje. Fue recompensada con un mensaje del señor Bob. Lo abrió con creciente entusiasmo. ¡Era otro nombre!

– ¡Sí! -gritó Jazz con una mueca de firmeza, igual que un atleta que hubiera efectuado un movimiento a la perfección, al tiempo que daba un puñetazo en el aire. Sin embargo, enseguida controló su respuesta, y su entrenamiento militar le permitió adoptar una actitud de tensa calma. Que le enviaran otro nombre después de haber recibido uno la noche anterior sugería que le iban a encargar una nueva serie. Aunque los nombres llegaban a intervalos al azar, tendían a estar agrupados. No tenía ni idea de por qué.

Tendió el brazo y colocó la Blackberry en el soporte del salpicadero, encima de la guantera. El gesto la hizo vacilar cuando el semáforo se puso verde. El taxi que tenía a la derecha se lanzó hacia delante con la intención de meterse en el carril de Jazz para esquivar a otro taxi que estaba parado delante de él. Jazz pisó a fondo el acelerador para desatar toda la potencia del V-8 del Hummer. El enorme vehículo salió catapultado y ocupó el espacio que tenía delante obligando al taxista a clavar los frenos. Jazz le enseñó el dedo al adelantarlo.

Tras algunos roces más con otros taxistas a lo largo de Central Park South, Jazz se abrió paso hacia el East Side y después hacia el norte por Madison camino del Manhattan General Hospital. Eran las diez y cuarto cuando dejó el coche en el aparcamiento del gigantesco complejo. Otra de las ventajas de trabajar en el turno de noche era la cantidad de plazas de estacionamiento disponibles al lado de la entrada al hospital del primer piso. Cogiendo la Blackberry y guardándosela en el bolsillo izquierdo del abrigo, Jazz cruzó el puente para peatones y entró en el hospital.

Tal como había planeado, era pronto. Subió directamente al quinto piso, donde estaba destinada. Era la planta de cirugía general, y siempre estaba llena de gente. Tras dejar su abrigo en lugar seguro, se sentó ante uno de los terminales de ordenador y tecleó el nombre de Darlene Morgan. La jefa del turno de tarde no le prestó la menor atención, ocupada como estaba recogiendo sus cosas para poder marcharse.

A Jazz le gustó saber que Darlene Morgan se hallaba en la habitación 529, en su misma planta, cosa que hacía mucho más fácil la misión. Siempre podía ir a los otros pisos en sus pausas para descansar o a la hora de comer, lo cual ya había hecho en anteriores misiones, pero siempre podía llamar la atención.

Salió y cogió el ascensor hasta la planta baja y allí entró en la sala de urgencias. Como de costumbre, era un verdadero caos. La última hora de la tarde era la más atareada del día, y la zona de espera se hallaba abarrotada de gente y de niños que lloraban con todo tipo de enfermedades y lesiones. Era justo la clase de desorden con el que Jazz contaba. Nadie le preguntó nada cuando entró en el almacén donde se guardaban los fluidos parenterales o intravenosos. Aunque no esperaba ninguna interferencia por mucho que pudieran verla, siguió mirando a su alrededor para asegurarse de que nadie la observaba. Era un acto reflejo. Cuando estuvo segura, cogió la caja que contenía las ampollas de cloruro potásico concentrado, sacó una y se la metió en el bolsillo de la bata. Tal como el señor Bob le había dicho, en Urgencias nadie la echaría en falta.

Con la primera parte de su misión completada, Jazz volvió arriba a esperar el informe de la enfermera y que empezara su turno. Más por curiosidad que por cualquier otra razón, sacó la ficha de Darlene Morgan para ver si había algo interesante o alguna explicación. Naturalmente, le traía sin cuidado que la hubiera o no.

– Mamá, quiero que vengas a casa esta noche -se quejó Stephen.

Darlene Morgan acarició la cabeza de su hijo de ocho años y cruzó una preocupada mirada con su marido, Paul. Stephen era mayor para su edad y a veces podía comportarse con bastante madurez; pero en ese momento no pasaba eso: el chico estaba realmente nervioso por el hecho de tener a su madre en el hospital y no quería soltarle la mano. Darlene se había sorprendido cuando Paul había llegado arrastrando al pequeño, ya que las normas del hospital decían que las visitas debían tener doce años como mínimo, y Stephen podía estar crecido, pero no aparentaba esa edad. Su marido le explicó que el chico le había suplicado hasta que él había acabado convenciéndose de que saltarse la norma del hospital no tendría importancia y que las enfermeras harían la vista gorda.

Al principio, Darlene se había alegrado de ver a su hijo, pero en ese momento estaba preocupada de que pudiera organizarse un follón si Paul no manejaba con tacto la partida. Su marido llevaba media hora intentando irse y estaba comprensiblemente nervioso. Con cierta dificultad, Darlene consiguió liberar su mano, rodeó al chico con el brazo alrededor de la cintura y la atrajo hacia ella en un lado de la cama.

– Stephen -le dijo suavemente-, ¿te acuerdas de lo que hablamos ayer? A mamá han tenido que operarla.

– ¿Por qué?

Darlene miró a su marido, que alzó los ojos al cielo. Ambos sabían que Stephen interpretaba la situación como una amenaza y no iba a dejarse convencer con facilidad. Darlene se lo había explicado detenidamente durante el fin de semana, pero estaba claro que el chico no la había entendido.

– Porque me tienen que curar la rodilla -dijo Darlene.

– ¿Por qué?

– ¿Recuerdas el verano pasado, cuando me hice daño jugando al tenis? Bueno, pues me rompí una cosa que se llama «ligamento», y el médico ha tenido que hacerme uno nuevo. Ahora tengo que quedarme aquí a dormir. Mañana por la noche estaré en casa, ¿de acuerdo?

Stephen retorció el borde de la sábana con los dedos evitando la mirada de su madre.

– Stephen, hace rato que tendrías que haberte ido a dormir. Mira, ahora te vas a marchar a casa con papá y, cuando te levantes, mañana, será el día en que yo volveré a casa.

– ¡Quiero que vengas a casa esta noche!

– Lo sé -repuso Darlene inclinándose y dando un abrazo a su hijo. Entonces hizo una mueca y dejó escapar un gemido por haber movido la pierna operada más de lo previsto. La tenía fijada a un aparato motorizado que lenta pero constantemente le flexionaba la articulación.

Paul dio un paso para acercarse, puso la mano en el hombro de su hijo y le urgió para que se apartara. Stephen se dejó hacer porque había oído el quejido de su madre.

– ¿Estás bien? -preguntó Paul a su mujer.

– Sí -se las arregló para responder Darlene volviéndose a situar en la cama-. No tengo más que mantener la pierna quieta.

Cerró los ojos y respiró profundamente. El dolor se fue reduciendo.

– Menudo montaje tienes ahí -comentó Paul señalando el aparato-. Debemos dar gracias al cielo por habernos apuntado a AmeriCare el otoño pasado; de otro modo esto nos habría costado la ruina.

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