Robin Cook - ADN

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En el hospital más grande de Nueva York tiene lugar una serie de muertes, ante los ojos de la doctora encargada de las autopsias, inexplicables. El único punto en común entre los pacientes muertos -todos gozaban de muy buena salud- es que pertenecían al mismo seguro médico. Es la primera pista de una terrible historia en la que medicina, adelantos científicos y negocios se enfrentan en una trama de gran suspense…

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Metiéndose por entre el Hummer y el coche vecino, Jack fue hacia la enfermera, cuyos ojos se estrecharon a medida que se acercaba. Jack notó que carecían de cualquier calor humano.

– La necesitan en el hospital -dijo Jack hablando lo bastante alto para hacerse oír por encima del tráfico, e intentando mostrarse lo bastante autoritario para evitar discusiones. Incluso hizo un gesto señalando con el pulgar por encima del hombro.

– He acabado mi jornada -se mofó Jazz-. Me voy a casa. -Dio media vuelta y apoyó un pie en el estribo del Hummer con la intención evidente de ponerse al volante.

Jack la agarró por el brazo, justo por encima del codo, con la fuerza suficiente para mantenerla donde estaba.

– Es importante que hable usted con esa gente -le dijo. Se disponía a añadir algo acerca de que ella debía acompañarlo, pero no llegó a hacerlo. Con sorprendente velocidad, Jazz utilizó un golpe de karate para liberarse y casi al mismo tiempo le asestó una patada en la entrepierna.

Jack se dobló de dolor agarrándose los genitales mientras de sus labios escapaba un gemido involuntario. Lo siguiente que notó fue que tenía el cañón de una pistola clavado en la sien.

– Levántate, gilipollas -se burló Jazz en voz lo bastante alta para hacerse oír-. ¡Levántate y sube al maldito coche!

Jack levantó una mano. Estaba doblado de dolor y no sabía si podría caminar.

– Esta pistola va a hacer ¡bum! si no subes echando leches -amenazó Jazz.

Jack dio un paso adelante mientras ella retrocedía; sujetándose aún los genitales con la mano derecha, utilizó la izquierda para auparse tras el volante. Era el peor dolor que había padecido, y hacía que se sintiera débil y con las piernas de goma.

– Pasa al asiento del pasajero -ordenó Jazz lanzando una rápida mirada a ambos lados para ver si alguien había reparado en lo sucedido. Con el movimiento y confusión que reinaba en el aparcamiento, nadie había prestado la más mínima atención.

– ¡Vamos! -espetó Jazz, y a modo de estímulo golpeó a Jack en la cabeza con la punta del silenciador de la pistola.

Con el túnel de transmisión del vehículo de por medio, Jack no sabía si conseguiría, físicamente, hacer lo que le ordenaban; pero comprendió que no tenía más opción que intentarlo. Se arrastró sobre la consola central, rodó sobre la espalda y, doblando las piernas, pasó los pies al otro lado hasta quedar hecho un ovillo, encogido medio de espaldas.

Sin dejar de mantener la pistola a escasos centímetros de su cabeza, Jazz subió rápidamente tras el volante y cerró la puerta del conductor, silenciando casi todo el ruido del garaje.

– ¿Y de qué quiere hablar esa gente conmigo? -preguntó Jazz con evidente ironía.

Jack se disponía a responder, pero ella lo interrumpió.

– No te molestes en contestar, porque no tiene importancia. Lo importante es que has conseguido que te peguen un tiro.

A pesar del silenciador, el sonido de la pistola al ser disparada dentro del coche fue ensordecedor. Los ojos de Jack, que se habían cerrado instintivamente ante el estampido, se abrieron a tiempo para ver la cabeza de Jazz desplomarse y golpear contra el volante. Un hilillo de sangre apareció y le corrió por la nuca. Para sumarse a la confusión, la pistola de Jazz le cayó encima del pecho.

– Disculpe -dijo una voz desde las profundidades del asiento de atrás-, ¿le importaría entregarme la Glock de la señorita Rakoczi? Preferiría que lo hiciera cogiéndola por el silenciador y no por la culata.

Jack cogió el arma como le decían y a continuación, meneándose hacia atrás, consiguió incorporarse lo suficiente para mirar por encima del respaldo. Por culpa de los tintados cristales no pudo distinguir gran cosa. Lo único que veía era el contorno de una figura en el asiento trasero, justo detrás de donde él se hallaba. En el aire flotaba el penetrante olor de la cordita.

– Sigo esperando esa pistola -dijo el hombre entre sombras-. Si no hace usted lo que le digo, las consecuencias serán funestas. Teniendo en cuenta que salta a la vista que acabo de salvarle la vida, pensaba que se mostraría más dispuesto a cooperar.

Estupefacto por el súbito giro de los acontecimientos, Jack no estaba en posición de discutir las órdenes del desconocido y empezó a tenderle la pistola por la separación entre los dos asientos delanteros.

Fue entonces cuando la puerta del conductor se abrió bruscamente, y el cuerpo inerte de Jazz se desplomó sobre el asfalto. Nuevamente sorprendido, Jack vio fugazmente el rostro igualmente perplejo del detective Lou Soldano.

– ¡En el asiento de atrás! -gritó Jack-. ¡Cuidado!

Lou desapareció en el instante en que la oscura figura de atrás disparaba nuevamente su pistola entre un estruendo de cristales rotos.

Sin pensarlo, Jack dio la vuelta al arma que tenía en la mano y puso el dedo en el gatillo; entonces, agachado todavía tras el asiento, levantó la pistola y, apuntando a ciegas hacia la difusa figura, disparó tres veces en rápida sucesión. El sonido le pareció como el de un puño golpeando un saco de boxeo. Los casquillos cayeron con un ruido metálico entre los asientos delanteros. A pesar de que le zumbaban los oídos, volvió a reinar el silencio. El olor de la cordita invadía de nuevo el habitáculo.

A Jack el corazón le martilleaba. Mientras permanecía acurrucado en el asiento, oyó detrás un sonido gorgoteante. Tenía miedo de moverse y casi esperaba que el desconocido apareciera por encima del respaldo para matarlo igual que había hecho con Jazz.

– Lou… -llamó, temeroso de que su amigo hubiera sido alcanzado.

– ¡Sí! -sonó la voz del detective desde algún sitio fuera del coche.

– ¿Estás bien?

– Sí. Estoy bien. ¿Quién ha disparado esos últimos tres tiros?

– He sido yo. He disparado a ciegas.

– ¿Y a quién has disparado?

– No tengo ni idea.

– ¿La que está tendida en el suelo es la enfermera de quien me hablaste por teléfono?

– Sí. Lo es. -Cambió de posición. La espalda, que tenía apretada contra el tirador de la puerta, lo estaba matando.

– Creía que me habías prometido que no te ibas a hacer el héroe -protestó Lou-. ¿A ella también la has matado tú, o qué?

– ¡Yo no he sido! -exclamó Jack-. ¡Fue el tío ese del asiento de atrás!

Además del gorgoteo, Jack oía claramente una respiración siseante. En ese momento vio aparecer los ojos de Lou entre la puerta y el chasis. El detective se encontraba agachado al lado del asiento del conductor, sosteniendo su pistola cerca de la cabeza.

Jack se las arregló para poner las piernas donde debían estar, bajo el salpicadero, y mover la cabeza para asomarse entre los asientos y mirar el asiento de atrás. Lo único que consiguió distinguir en la penumbra y en su limitado campo de visión fue una mano que yacía inerte en el asiento, con el dedo todavía en el gatillo. En ese momento, oyó un sonoro estertor.

Armándose de valor, alzó la cabeza y miró por encima del respaldo. En el asiento de atrás había un hombre sentado derecho, pero con la cabeza echada hacia atrás y los brazos extendidos. Llevaba puesto un pasamontañas, y su respiración era trabajosa.

– Creo que le he acertado -dijo Jack.

Lou se puso en pie y fue cautelosamente hasta la destrozada ventanilla trasera. Sostenía la pistola con ambas manos y apuntaba con ella al herido sujeto.

– ¿Puedes encender la luz? -preguntó.

Jack se dio la vuelta y buscó el interruptor. Cuando la hubo encendido miró al hombre del asiento trasero, en cuyo pecho se extendía una mancha de sangre.

– ¿Puedes cogerle la pistola? -preguntó el detective que mantenía su arma apuntada hacia el hombre aparentemente inconsciente.

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