Sue Grafton - J de Juicio

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Cuando encontraron el yate de Wendell Jaffe a la deriva, todo indicaba que se había tirado por la borda. No sólo lo confirmaba la nota que él había dejado, sino también su desastrosa situación financiera. Aun así, poco antes, había suscrito con la compañía para la que trabaja Kinsey Millhone un seguro de vida de quinientos mil dólares a nombre de Dana, su mujer, quien, sin embargo, al haber desaparecido el cadáver de su marido, tuvo que esperar cinco años hasta que fuera dado oficialmente por muerto. Pero quiso el azar que un día un agente de la compañía de seguros descubriera a Jaffe en la barra de un bar miserable de la costa mexicana, justo dos meses después de que Dana cobrara el seguro de su marido. Por supuesto, la compañía quiere deshacer en entuerto y contrata a Kinsey para investigar el caso. Pero cuanto más se adentra ella en el misterio que rodea al supuesto suicidio de Wendell Jaffe, más hondo excava también en su propio pasado…

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– He pedido vino para usted. El camarero lo traerá enseguida.

– Gracias. He visto que ha recuperado la goleta. ¿Qué han encontrado? Sospecho que nada, pero nunca se sabe.

– Bueno, han encontrado rastros de sangre. Un par de manchas pequeñas en la borda, pero no saben si es sangre de Wendell.

– Ya. Podría ser de usted, ¿no?

– Ya sabe usted cómo es la policía, siempre evitando las conclusiones precipitadas. Por lo que sabemos, parece que es obra del mismo Wendell, que quiere despertar la sospecha de que ha habido juego sucio. ¿Ha visto a Renata? Acaba de marcharse.

Negué con la cabeza., no sin percatarme del hábil cambio de conversación.

– No sabía que se conociesen.

– No voy a decir que seamos amigos, pero la conocí hace años, cuando Wendell se enamoró de ella. Ya sabe lo que pasa cuando un amigo se lía con una mujer con la que uno no congenia. No me cabía en la cabeza que no pudiera llevarse bien con Dana.

– El matrimonio es un misterio -dije-. ¿Qué hacía aquí Renata?

– No lo sé. Parecía deprimida. Quería hablar sobre Wendell, pero se puso nerviosa y se fue.

– Creo que no acaba de encajarlo -dije-. ¿Y el dinero? ¿Ha desaparecido?

Se echó a reír emitiendo un sonido seco y monótono.

– ¿A usted qué le parece? Al principio abrigaba la esperanza de que todavía estuviese en la goleta. Ni siquiera podía avisar a las autoridades. Ironías que tiene la vida.

– ¿Cuándo fue la última vez que habló con Wendell?

– Creo que el miércoles. Iba a casa de Dana.

– Después lo vi en la de Michael. Salimos juntos, pero su coche no arrancaba. Estoy convencida de que lo estropearon adrede porque al mío le pasó más o menos lo mismo. Íbamos camino de su casa cuando se me paró el motor. Entonces empezaron a dispararnos.

La puerta se abrió a nuestras espaldas y durante dos segundos el ruido invadió la terraza. El camarero se acercó con un vaso de Chardonnay en una bandeja; traía también otro whisky con agua para Carl. Dejó las bebidas en la mesa junto con un cuenco de galletitas saladas. Eckert abonó el importe en metálico y dio de propina un par de billetes. El camarero le dio las gracias y se alejó. Cambié de conversación cuando se cerró la puerta.

– He hablado con Harris Brown.

– Bravo por usted. ¿Cómo está?

– Creo que estupendamente. Al principio me pareció un plausible candidato al papel de asesino de Wendell.

– Asesino. Claro, claro.

– Yo lo encuentro muy lógico -dije.

– ¿Por qué? ¿No es más lógico pensar que ha vuelto a desaparecer? -dijo-. ¿O que se ha suicidado? Dios sabe que los habitantes de Santa Teresa no lo habrían recibido con los brazos abiertos. ¿Y si se ha dado muerte? ¿Se ha detenido a pensarlo?

– ¿Y si se ha ido en una nave espacial? -repliqué.

– Déjese de bobadas. La historia empieza a ponerme enfermo. Ha sido un día muy largo. Estoy en la ruina. He perdido por lo menos un millón de dólares. No estoy para bromas, se lo aseguro.

– A lo mejor lo mató usted.

– ¿Y por qué iba a matarlo? El muy cerdo se ha llevado mi dinero. Si está muerto, ¿cómo cree que voy a recuperarlo?

Me encogí de hombros.

– Primero y principal, no era su dinero. La mitad era de Wendell. Y respecto de que el dinero haya desaparecido, sólo tengo la palabra de usted. ¿Cómo sé que no lo sacó de la goleta y lo escondió por ahí? Ahora que Harris Brown está al tanto del asunto, a lo mejor le preocupa que pueda exigirle otro pellizco, aparte de los cien mil que ya le ha sacado.

– Tiene usted mi palabra. El dinero ha desaparecido -dijo.

– ¿Y por qué habría de creer en su palabra? Ustedes se declararon en bancarrota cuando doscientas cincuenta personas les demandaron por no haber recuperado el dinero que habían invertido. Pero resulta que tenían el dinero escondido debajo del colchón mientras se hacían los muertos de hambre.

– Las apariencias engañan.

– De apariencias, nada. Es la verdad.

– Es imposible que usted crea que he tenido un motivo para matar a Wendell. Ni siquiera sabe si está muerto. Hay muchas probabilidades de que no lo esté.

– Ignoro las probabilidades en un sentido y en otro. Enfoquémoslo de la siguiente manera. Usted tenía el dinero. Wendell volvió para recuperar su parte. Había estado tanto tiempo en poder de usted que empezaba a creerse el único propietario. Wendell había estado «muerto» durante cinco años. ¿A quién le iba a importar si seguía «muerto» para siempre? Y encima le hacía un gran favor a Dana. Porque si se demostraba que Wendell estaba vivo, tendría que devolver el dinero del seguro.

– Oiga, hablé con él el miércoles y no volví a verlo.

– Nadie más volvió a verlo, salvo Renata -dije.

Se levantó de pronto y se dirigió a la puerta. Eché a andar tras él. Los del bar se volvieron mientras se abría paso a empujones conmigo a la zaga. Bajó las escaleras, dobló la esquina y cruzó la puerta de la calle. Por extraño que parezca, no estaba preocupada y me importaba muy poco que se me escapara de las manos. En el fondo de mi cabeza sentía agitarse algo, algo relacionado con la cronología, con Wendell y el encadenamiento de los hechos. La lancha bamboleándose en el agua, siguiendo al Lord como un patito de juguete. Aún no había puesto el dedo en la llaga, pero no tardaría en hacerlo.

Vi a Carl detenerse ante la puerta cerrada. Buscó en el bolsillo la tarjeta magnética y bajé la rampa al trote. Se volvió con la velocidad del rayo y alzó los ojos hacia el rompeolas. Le imité. Había una mujer en lo alto del pretil. Iba descalza, con gabardina y nos observaba. Las piernas desnudas y el óvalo pálido del rostro destacaban en la oscuridad. Renata.

– Espéreme -dije-. Quiero hablar con ella.

Eckert no me hizo el menor caso y abrió la puerta mientras yo volvía sobre mis pasos. El curvo pretil del rompeolas tendría medio metro de anchura, era de hormigón y llegaba hasta la cadera. El mar azota sin cesar esta barrera entre salpicaduras furiosas. Una cornisa de espuma corona intermitentemente el pretil y el recodo, que está señalizado mediante una fila de banderolas. El viento marino arrastra en esta dirección una nube interminable de finísimas gotas de agua y las salpicaduras del oleaje bañan el paseo que queda en el lado del puerto. Renata se había subido al pretil y avanzaba por el recodo bajo una lluvia marina. La gabardina se le estaba empapando: marrón oscuro en el costado del océano, pardo en el costado izquierdo, cuyo tejido estaba seco todavía. Podía sentir esa especie de llovizna en mi rostro.

– ¡Renata!

No pareció oírme, aunque estaba sólo a cincuenta metros. El suelo estaba resbaladizo y tuve que mirar con cuidado dónde ponía los pies. Aceleré el paso y corrí al trote, saltando los charcos. La marea subía. Percibía los forcejeos del océano, inconmensurable masa negra que se perdía en la oscuridad. Las banderolas ondeaban con trallazos sonoros. Había farolas aquí y allá, pero la luz que emitían era más bien de adorno.

– ¡Renata!

Se dio la vuelta y me vio. Redujo el paso, me esperó y reanudó la marcha. Iba unos centímetros por delante de mí. Ella por el pretil y yo por el paseo, de manera que tenía que andar con la cabeza vuelta y levantada. Advertí que lloraba y que las lágrimas le habían corrido el rímel. El pelo se le había reducido a un puñado de mechas chorreantes que le cubrían la cara y se le enroscaban en el cuello. Tiré del borde de la gabardina y se detuvo con los ojos puestos en mí.

– ¿Dónde está Wendell? Dijiste que se había marchado el viernes por la mañana, pero eres la única que dice haberlo visto después del miércoles por la noche. -Necesitaba detalles. En el fondo no sabía cómo se las había ingeniado. Recordé lo cansada que parecía cuando se había presentado en mi despacho. Puede que hubiera estado en vela toda la noche. Puede que hubiera querido complicarme en su coartada-. ¿Lo mataste tú?

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