Sue Grafton - J de Juicio

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Cuando encontraron el yate de Wendell Jaffe a la deriva, todo indicaba que se había tirado por la borda. No sólo lo confirmaba la nota que él había dejado, sino también su desastrosa situación financiera. Aun así, poco antes, había suscrito con la compañía para la que trabaja Kinsey Millhone un seguro de vida de quinientos mil dólares a nombre de Dana, su mujer, quien, sin embargo, al haber desaparecido el cadáver de su marido, tuvo que esperar cinco años hasta que fuera dado oficialmente por muerto. Pero quiso el azar que un día un agente de la compañía de seguros descubriera a Jaffe en la barra de un bar miserable de la costa mexicana, justo dos meses después de que Dana cobrara el seguro de su marido. Por supuesto, la compañía quiere deshacer en entuerto y contrata a Kinsey para investigar el caso. Pero cuanto más se adentra ella en el misterio que rodea al supuesto suicidio de Wendell Jaffe, más hondo excava también en su propio pasado…

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Wendell y la mujer se habían instalado dos mesas más allá de la que habían ocupado la víspera. La presencia de otra pareja me indicó que no habían sido lo bastante rápidos para apoderarse del territorio que realmente querían. Wendell estaba otra vez enfrascado con dos periódicos, uno de San Diego, en inglés, y otro en español. Mi proximidad no les llamó la atención y me esforcé por no mirar a los ojos ni a Wendell ni a la mujer. Si me concentraba en algo que estaba en su ámbito, parecía que se daban cuenta y se retraían como formas exóticas de vida marina que se encogieran para protegerse.

Pidieron la comida junto a la piscina. Me fui al bar a picar patatas fritas mojadas en salsa, con la nariz enterrada en una revista pero con los ojos clavados en mi pareja. Tomé el sol y leí. De vez en cuando me acercaba al extremo de la piscina donde no cubría el agua y ponía los pies en remojo. A pesar de la asfixiante temperatura de julio el agua estaba fresquita, y cada vez que me metía hasta medio muslo se me cortaba la respiración y tenía que hacer un esfuerzo para no gritar. No relajé la vigilancia hasta que oí que Wendell hizo dos reservas para la excursión de pesca submarina del día siguiente por la tarde. Si hubiera sufrido de manía persecutoria, habría imaginado que la excursión era un pretexto para emprender otra huida, pero ¿de qué podía huir después del tiempo transcurrido? No habría sabido distinguirme del abominable hombre de las nieves y no le había dado motivo alguno para que sospechase que le conocía.

Para pasar el tiempo escribí una postal a Henry Pitts, el propietario de mi casa de Santa Teresa. Tiene ochenta y cuatro años y es un hombre adorable: alto, delgado y con unas piernas espléndidas. Es elegante y educado y con la cabeza más despierta que muchos que conozco y que aún no han llegado a los cincuenta. Últimamente había estado de morros porque su hermano William, que tenía ya ochenta y seis años, había tenido una aventura gerontófila con Rosie, la húngara que poseía la casa de comidas de nuestra calle. William había llegado de Michigan en diciembre del año anterior para quitarse de encima una depresión que le había sobrevenido a raíz de un ataque cardiaco. William era insoportable incluso en las mejores circunstancias, pero su «encuentro con la muerte», como él lo llamaba, había exacerbado sus peores cualidades. Por lo que sabía, los restantes hermanos de Henry (Lewis, que tenía ochenta y siete años, Charlie, que tenía noventa y uno, y Nell, que había cumplido noventa y cuatro en diciembre) habían celebrado una votación democrática y, sin que Henry lo supiera, le habían confiado la custodia de William.

La visita de William, planeada inicialmente para que durase dos semanas, se prolongaba ya siete meses y la proximidad personal se cobraba su precio. William, que era un hipocondriaco egocéntrico, cursi, temperamental y puritano, se había enamorado de mi amiga Rosie, que era a su vez marimandona, neurótica, coqueta, autoritaria, lenguaraz y agarrada como un piojo. Eran tal para cual. El amor les había vuelto más tiernos que un plato de natillas y aquello era más de lo que podía soportar Henry. A mí me parecía una historia fascinante, pero ¿qué sabía yo en el fondo?

Terminé la postal de Henry y escribí otra para Vera, intercalando algunas frases en español. El día parecía interminable, no había más que calor y mosquitos y los niños se desgañitaban en la piscina con regularidad ensordecedora. Wendell y la mujer parecían estar muy a gusto bronceándose al sol. ¿Sería porque nadie les había prevenido contra las arrugas, el cáncer de piel y las insolaciones? De vez en cuando me retiraba a la sombra, demasiado inquieta para concentrarme en el libro que estaba leyendo. Wendell, la verdad sea dicha, no se comportaba como un perseguido. Actuaba más bien como quien dispone de todo el tiempo del mundo. Puede que después de cinco años hubiera dejado de considerarse un fugitivo. Poco sospechaba que oficialmente estaba ya muerto.

A eso de las cinco se levantó el «viento negro» otra vez. Los periódicos de Wendell, que estaban en una mesilla lateral, se agitaron con sonoro murmullo y sus páginas se hincharon con un estampido seco, igual que la vela de un yate. Vi que la mujer alargaba la mano con gesto de fastidio y que se hacía con ellos con ayuda de la toalla y el sombrero de playa. Se calzó las sandalias y se puso a esperar a Wendell con impaciencia. Éste se dio el último chapuzón en la piscina, seguramente para quitarse la crema protectora, antes de reunirse con su compañera. Recogí mis cosas y me fui antes que ellos, consciente de que no se demorarían. Aunque no quería perderlos de vista, no me pareció prudente adoptar una medida más directa. Habría podido presentarme y trabar una conversación en la que poco a poco habría sacado a colación el tema de sus circunstancias actuales. Pero me había dado cuenta de que evitaban escrupulosamente toda manifestación de cordialidad y comprendí que habrían rehuido cualquier acercamiento. Era mejor fingir un desinterés parecido que provocar sospechas.

Subí a la habitación, cerré la puerta a mis espaldas y pegué el ojo a la mirilla hasta que los vi pasar. Supuse que, al igual que los demás, permanecerían enclaustrados hasta que cesara el viento. Me di una ducha y me puse unos pantalones negros de algodón y la misma blusa negra de algodón que había llevado durante la travesía aérea. Me tendí en la cama y me esforcé por leer, amodorrándome a ratos hasta que los pasillos estuvieron en silencio y dejaron de llegar ruidos procedentes de la piscina. Oía estrellarse las ráfagas de viento arenoso contra el vidrio de la puerta de corredera. El aire acondicionado, que funcionaba con intermitencia en sus mejores momentos, arrancaba de pronto y se paraba al instante en un infructuoso intento de reducir el calor. A veces hacía un frío glacial. El resto del tiempo el aire de la habitación olía a rancio y se mantenía en un discreto nivel de tibieza. Era el típico hotel que suscita preocupaciones sobre la posible aparición de variedades desconocidas de la enfermedad del legionario.

Cuando desperté ya era de noche. Al principio no recordé dónde estaba y me costó orientarme. Encendí la luz y miré qué hora era, las siete y doce minutos. Ah, sí. Me acordé del caso Wendell y de que yo le seguía la pista. ¿Habría abandonado la pareja el hotel? Me levanté, fui descalza hasta la puerta y asomé la cabeza. El pasillo estaba muy iluminado, vacío en ambas direcciones. Me guardé la llave en el bolsillo y salí de la habitación. Eché a andar por el corredor y pasé ante la habitación 312 con la esperanza de que una ranura de luz al pie de la puerta me indicase que el cuarto seguía ocupado. No me enteré de nada porque nada vi y no quise arriesgarme a pegar la oreja a la cerradura.

Volví a mi habitación y me puse los zapatos. Fui al cuarto de baño, me cepillé los dientes y me peiné. Cogí una deshilachada toalla del hotel, la saqué al balcón y la colgué en la barandilla, junto al lateral derecho. Dejé encendidas las luces, salí al pasillo y bajé con los prismáticos en la mano. Busqué en la cafetería, en el quiosco de prensa del vestíbulo y en el bar de la planta baja. No vi el menor rastro de Wendell ni de la mujer que le acompañaba. Ya en el camino de la entrada me di la vuelta, alcé los prismáticos y barrí con ellos la fachada del hotel. Vi la toalla, que parecía del tamaño de una sábana, colgada en el balcón de mi cuarto, en el tercer piso. Conté dos balcones hacia la izquierda. No vi signos de actividad, pero había luz en las dependencias de Wendell y la puerta de corredera parecía abierta. ¿Estarían fuera o durmiendo? Fui a la cabina del vestíbulo y llamé al 312. No contestó nadie. Regresé a mi habitación, me metí en el bolsillo del pantalón la llave, un bolígrafo, papel y mi linterna portátil. Apagué la luz.

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