Sue Grafton - J de Juicio

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Cuando encontraron el yate de Wendell Jaffe a la deriva, todo indicaba que se había tirado por la borda. No sólo lo confirmaba la nota que él había dejado, sino también su desastrosa situación financiera. Aun así, poco antes, había suscrito con la compañía para la que trabaja Kinsey Millhone un seguro de vida de quinientos mil dólares a nombre de Dana, su mujer, quien, sin embargo, al haber desaparecido el cadáver de su marido, tuvo que esperar cinco años hasta que fuera dado oficialmente por muerto. Pero quiso el azar que un día un agente de la compañía de seguros descubriera a Jaffe en la barra de un bar miserable de la costa mexicana, justo dos meses después de que Dana cobrara el seguro de su marido. Por supuesto, la compañía quiere deshacer en entuerto y contrata a Kinsey para investigar el caso. Pero cuanto más se adentra ella en el misterio que rodea al supuesto suicidio de Wendell Jaffe, más hondo excava también en su propio pasado…

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Dana miraba la televisión con la cara vuelta hacia el mueble que había entre las dos ventanas de la fachada y bañada por el juego de luces de la pantalla del aparato. Encendió un cigarrillo. Tomó un sorbo de la copa de vino blanco que tenía sobre la mesa. No había ningún indicio de que Wendell anduviera por allí y nada sugería que hubiese alguien más en la casa. Sonreía de vez en cuando, seguramente a modo de reflejo condicionado por la risa pregrabada del programa y cuyas vibraciones percibía a través de la pared. Comprendí entonces que había abrigado la sospecha de que Dana estaba compinchada en secreto con Wendell, de que sabía dónde estaba ahora y dónde había estado durante todos aquellos años. Pero al verla sola, empecé a desechar la idea. Me resultaba imposible creer que Dana hubiera aceptado en secreto que Wendell dejara huérfanos a sus hijos. Los dos muchachos habían sufrido mucho durante los últimos cinco años.

Volví al coche, encendí el motor, di una vuelta prohibida de ciento ochenta grados y encendí los faros. Cuando llegué a Santa Teresa, me detuve ante el McDonald's de Milagro y me compré una hamburguesa súper y una ración de patatas fritas. Durante el resto del viaje, el coche olió a cebolla frita, coliflor en vinagre, carne cubierta de queso fundido y especias. Aparqué el coche, cogí las patatas fritas y crucé la chirriante puerta de la verja.

Las luces de la casa de Henry estaban apagadas. Entré en mi domicilio. Dejé la caja de poliuretano en el mostrador de la cocina. La abrí, utilicé la tapa como contenedor de las patatas e invertí unos minutos en rasgar a mordiscos las bolsitas de salsa de tomate, que estrujé y esparcí sobre las patatas, finas como cordones de zapato. Me encaramé a un taburete de bar y me puse a masticar la materia reciclada mientras revisaba la correspondencia que había aprehendido. Cuesta renunciar al latrocinio crónico cuando los propios delitos proporcionan tan suculenta información. Por pura casualidad instintiva había caído en mis manos el recibo del teléfono de Renata, cuyo número, no consignado en la guía, figuraba en una casilla de la parte superior, encima de una lista de todos los números de teléfonos desde los que había cargado en cuenta las llamadas que había efectuado en los últimos treinta días. La factura de la tarjeta Visa, un extracto bancario, era como un pequeño mapa de carreteras de los lugares donde habían estado Renata y «Dean DeWitt Huff». A pesar de estar muerto, el individuo recién mentado parece que se lo había pasado en grande; había preciosas muestras de su caligrafía en algunos de los recibos de la tarjeta de crédito. Los gastos en Viento Negro no se habían facturado aún, pero pude seguir la pista de la pareja desde La Paz hasta San José del Cabo y un hotel de San Diego. Ciudades portuarias, según advertí, fácilmente abordables desde el barco.

Me fui a la cama a las diez y media y dormí como un tronco; desperté a las seis, medio segundo antes de que sonara el despertador. Aparté las frazadas y cogí la ropa de deporte. Tras hacer a toda velocidad las abluciones matutinas, bajé la escalera de caracol y salí a la calle.

Aunque hacía frío, el aire estaba curiosamente cargado de una humedad sofocante, a causa del estancamiento atmosférico producido por la baja capa de nubes que cubría el cielo. La luz tenía un matiz gris perla. La playa tenía el aspecto frágil y flexible de la gamuza, estriada por los vientos nocturnos, alisada por las olas. El resfriado me estaba desapareciendo a pasos agigantados, pero no me atreví a correr mis cinco kilómetros habituales. Alterné el paso normal con el trote, con la atención puesta en los pulmones y en las punzantes quejas de las piernas. A una hora tan temprana suelo ir preparada para cualquier eventualidad imprevista. De vez en cuando veo durmiendo en la hierba a ciudadanos sin casa, sexo ni nombre o a una anciana con el tradicional carrito de la compra, sola, en cualquiera de las mesas de los merenderos. Presto especial atención a los hombres de aspecto raro que visten traje arrugado y que gesticulan, ríen o charlan con interlocutores invisibles. Estoy harta de que me incorporen a estas raras pantomimas de las que más vale alejarse. ¿Acaso sabemos el papel que representamos en los delirios de los demás?

Me duché, me vestí y devoré un tazón de cereales mientras inspeccionaba el periódico. Cogí el coche para ir al trabajo y pasé veinte desesperantes minutos en busca de un sitio para aparcar gratis. Estuve a punto de renunciar y meterme en un recinto privado, pero en el último instante me salvó una señora cuya furgoneta dejó una plaza vacía al otro lado de la calle.

Recogí y revisé el correo. No había nada de interés, salvo la notificación de que iba a ganar un millón de dólares. Bueno, o yo o las otras dos personas mencionadas. Se me informaba en letra grande de que Minnie y Steve estaban ya recibiendo en entregas de cuarenta mil dólares el millón que les correspondía por cabeza. Me puse manos a la obra, recorté los sellos que se pedían y los pegué. Leí a conciencia aquellos papeles y quedé seriamente preocupada por la posibilidad de que me tocara el tercer premio, consistente en unos esquís. ¿Y para qué rábanos los quería yo? Bueno, se los regalaría a Henry cuando fuera su cumpleaños. A continuación cogí el talonario de cheques y revisé mis cuentas por si las moscas. Mientras eliminaba esos dólares molestos que suelen escapársenos al hacer sumas, cogí el auricular y llamé a Renata Huff, sin resultado.

Había algo en mi cabeza que trataba de llamar mi atención y que no tenía nada que ver con Wendell Jaffe ni con Renata Huff. Era la alusión a la familia de Burton Kinsey de Lompoc que Lena Irwin había hecho el día anterior. A pesar de mis negativas, aquel nombre había despertado un leve rumor en mi memoria, semejante al zumbido casi inaudible de los cables de alta tensión cuando estamos en el campo. El concepto que tenía de mí misma estaba ligado en muchos aspectos a la muerte de mis padres en el accidente de tráfico que habíamos sufrido cuando yo tenía cinco años. Mi padre había perdido el control del vehículo al caer sobre el parabrisas un pedrusco que se había derrumbado por la falda de una colina empinada. Yo iba en el asiento trasero, el impacto me había lanzado hacia el delantero y durante horas había permanecido trabada en el lugar, mientras los bomberos se afanaban por rescatarme. Recuerdo el llanto desesperado de mi madre y el silencio que había reinado a continuación. Recuerdo que adelanté una mano hacia el asiento del conductor y que introduje un dedo entre los de mi padre, sin advertir que estaba muerto. Recuerdo que fui a vivir con la tía materna que me crió desde entonces, la tía Virginia. Yo la llamaba Gin Gin o tía Gin. Me había contado muy poco, por no decir nada, sobre la historia de la familia antes y después del siniestro. Sabía, porque el dato formaba parte del recuerdo, que mis padres se dirigían a Lompoc aquel día, pero hasta entonces no se me había ocurrido pensar en los motivos de aquel viaje. Mi tía no me lo había aclarado ni yo le había hecho ninguna pregunta al respecto. Dada mi curiosidad insaciable y mi natural inclinación a meter la nariz donde no me llaman, resultaba curioso advertir la poca atención que le había prestado a mi propio pasado. Me había limitado a aceptar lo que me habían contado y a construir mi mitología personal sobre datos insustanciales. ¿Por qué no había corrido el velo hasta entonces?

Me puse a pensar en mí misma, en la clase de niña que era cuando tenía cinco o seis años, aislada, solitaria. Al morir mis padres, me había forjado un mundo propio en el interior de una caja de cartón, que había llenado con mantas, almohadas y una lámpara articulable con una bombilla de sesenta vatios. Era muy particular en cuanto a la comida. Me preparaba yo misma los bocadillos, de queso y pepinillos en vinagre, o de queso a la pimienta con aceitunas, de Kraft, bocadillos que cortaba en cuatro secciones longitudinales que ponía en un plato. Todo tenía que hacerlo yo sola y no podía ser de otro modo. Recuerdo vagamente la presencia cercana de mi tía. Yo no era consciente de sus tribulaciones a la sazón, pero en la actualidad, cuando evoco su imagen, sé que tenía que estar muy preocupada por mí. El caso es que cogía la comida y me introducía en mi receptáculo, donde leía tebeos mientras comía, contemplaba el techo de cartón, canturreaba y dormía. Durante cuatro, cinco meses estuve replegada en aquel ecosistema de calor artificial, en aquel capullo de dolor. Aprendí sola a leer. Dibujaba, hacía con las manos sombras chinescas que se proyectaban en las paredes. Aprendí sola a atarme los zapatos. Puede que creyera que volverían a buscarme aquellos padres cuya cara podía proyectar en ese juego de sombras casero, en ese cine de huérfanos, de niña que hasta hacía muy poco había vivido segura y cómoda en el seno de aquella familia reducida. Aún recuerdo que sentía frío cada vez que salía al exterior. Mi tía no me molestaba. Cuando en otoño empecé a ir al colegio, salí como el cachorro sale de la madriguera. La escuela de enseñanza primaria fue un infierno. No me acostumbraba a los demás niños. No me acostumbraba ni al ruido ni a las normas. No me gustaba la profesora, la señora Bowman, cuyos ojos parecían juzgarme y emitir un veredicto que mezclaba la piedad y la reprobación. Era una niña singular. Apocada. Estaba nerviosa siempre. Ninguna de las experiencias que he afrontado hasta el presente podría compararse con los horrores de la enseñanza primaria. Por fin comprendía ahora que el pasado, fuera cual fuese, me había seguido como un fantasma de curso en curso, anexo a mi expediente, adjunto a mi ficha, de profesora en profesora, a través de las entrevistas con la dirección… ¿Qué vamos a hacer con ella? ¿Cómo vencer sus lágrimas y su obstinación? Tan transparente, tan frágil, tan tozuda, introvertida, asocial, hipersensible…

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