Sue Grafton - I de Inocente

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Una bala a través de la mirilla de la puerta acabó con la vida de Isabelle. En el juicio por el asesinato, el acusado David Berney, esposo de la victima, fue absuelto por falta de pruebas. Seis años despúes, uno de los ex maridos de Isabelle decide interponer una demanda por lo civil contra Barney.
El investigador que llevaba el caso ha fallecido recientemente y Kinsey Millhone lo sustituye en el que es su primer trabajo para el bufete de abogados Kingman e Ives. Uno de los principales escollos que Kinsey deberá afrontar es la caótica acumulación de datos. Algunos de sus archivos están vacios, otros contienen información relativa a entrevistas que al parecer nunca mantuvo, y toda la acusación se basa en las declaraciones de un ex convicto cuya credibilidad es más que cuestionable.
Resuelta a recomponer esta embrollada historia, Kinsey se pierde en un mar de dudas e incongruencias. Hay tantos cabos sueltos, tantas preguntas sin respuesta que ni siquiera la probada pericia de la detective parece suficiente para desvelas el venenoso secreto del asesino.

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– Vaya, Kinsey -dijo-, es usted la última persona que esperaba ver en este momento. -Me miró directamente a los ojos y vi la duda dibujada en ellos-. ¿Ocurre algo? No tiene usted buen aspecto. ¿Ha recibido malas noticias?

– Pues sí, pero preferiría pasar por alto el tema. ¿Podría dedicarme un minuto? Me gustaría hablar con usted de cierto asunto.

– Desde luego. Pase, pase. Guda ha ido a comprar al supermercado. Iba a tomarme un café junto a la chimenea del estudio. Cogeremos una taza, por si le apetece a usted otro. Parece que el tiempo se está poniendo desagradable.

Todo se está poniendo desagradable, me dije. La seguí hasta la cocina, un espacio blanquinegro, con tres grandes ventanas en las paredes correspondientes. La cara exterior de los electrodomésticos y las portezuelas lacadas de los armarios eran negras, los mármoles y fogones, blancos como la nieve. Los colgadores y accesorios eran de aluminio cromado. Los únicos detalles de color -rojo cereza- correspondían a los paños de cocina y a los agarraderos del horno. Cogió una taza de la alacena y comentó que accederíamos al estudio pasando por la sala de estar.

– ¿Lo toma con crema de leche y azúcar? Ya hay en la bandeja que tengo en el estudio. Pero si prefiere leche descremada…

– Sí, sí, con leche descremada -dije. No quería contarle lo de Morley todavía. Me observaba con curiosidad y saltaba a la vista que mi conducta la afectaba. Las malas noticias constituyen una carga que sólo parece aligerarse cuando se comparte.

Las paredes del estudio eran de madera de abedul y los muebles estaban tapizados en piel curtida con tanino. Volvió a instalarse en el sofá de cuero que había ocupado antes de llegar yo. Vi que estaba leyendo un libro, una novela de Fay Weldon que casi había terminado, a juzgar por la tira de cartulina que sobresalía de entre las páginas. Hacía siglos que no podía tomarme un día libre para tumbarme bajo el edredón con un buen libro en las manos. En la mesita de apliques de cobre que había a un lado, vi una cafetera maciza. Me llenó la taza y me la alargó. La cogí dándole las gracias y me respondió con una sonrisa de cansancio. Se hizo con un cojín y se lo puso en el regazo como si fuese un osito de peluche. Me percaté de que no me presionaba para averiguar el motivo de mi visita.

– He consultado la agenda de Morley -dije al cabo de un rato-. Según sus indicaciones, usted habló con él la semana pasada. Debería habérmelo dicho cuando se lo pregunté.

– Ya. -Tuvo la decencia de ruborizarse y comprendí que buscaba una respuesta. Debió de pensar que no valía la pena mentir dos veces-. Probablemente esperaba que no se diera usted cuenta.

– ¿Le importaría contarme ahora lo que pasó?

– Le confieso que estoy muy confusa al respecto. En realidad fui yo quien le llamó el jueves por la mañana para concertar la cita.

Hubo una pausa.

– ¿Y? -dije.

Encogió un hombro con incomodidad.

– Estaba furiosa con Kenneth. Había averiguado cierta información… un detalle en que no había reparado hasta entonces…

– Dígame de qué se trata.

– A eso voy. Pero tiene usted que comprender el contexto…

Aquello me cogió de improviso. «Contexto» es la palabra que suele emplearse cuando se quiere justificar una mala acción. Nadie alude al «contexto» cuando ha hecho algo digno de elogio.

– La escucho.

– Mire, resulta que acabé por darme cuenta de que ya estaba harta de todo lo relacionado con la muerte de Isabelle. Harta de todo el asunto y de todos los detalles. Han pasado ya seis años y Kenneth no habla de otra cosa. La muerte de Isabelle, su dinero, su inteligencia, su belleza…

La tragedia que significó su muerte… Está obsesionado por ella. Siente más amor por la difunta del que sentía por ella cuando estaba viva.

– No necesariamente…

Prosiguió como si yo no hubiera dicho nada.

– Le dije a Morley que detestaba a Isabelle, que perdí el control cuando me enteré de su muerte. Compréndalo, yo me limitaba a dar rienda suelta a toda la… a toda la inmundicia emocional. Lo extraño es que, cuando lo medité después, caí en la cuenta de lo retorcida que me había vuelto. Y Kenneth también. No tiene usted más que vernos. La nuestra es una relación muy neurótica.

– ¿Llegó usted a esa conclusión después de hablar con Morley?

– Hasta cierto punto, precipitó la consideración de que había llegado el momento de desaparecer. Si quiero recuperar la salud, tengo que separarme de Kenneth, aprender a valerme por mí misma, para variar…

– ¿Y fue entonces cuando se le ocurrió abandonarle? ¿La semana pasada?

– Pues sí.

– O sea que no tiene nada que ver con el cáncer de hace dos años.

Se encogió de hombros.

– No puedo negar que tuvo su peso. Fue como despertar y comprender de pronto a qué se había reducido mi existencia. Si le soy sincera, yo creía que estaba felizmente casada hasta que hablé con Morley. Se lo digo con absoluta franqueza, pensaba que todo marchaba de maravilla. Bueno, con sus más y sus menos. Hasta que me percaté de que todo era una fantasía.

– La conversación con Morley tuvo que ser de las que hacen historia -dije. Esperé unos minutos, pero Francesca no hizo el menor comentario-. ¿Cuáles eran «sus más y sus menos»?

Alzó los ojos y se quedó mirándome.

– ¿Cómo dice?

– ¿Le importaría decirme de una vez qué es lo que descubrió? Ha dicho usted que estaba furiosa con Kenneth. Y me ha dado a entender que por ese motivo se puso en contacto con Morley.

– Sí, claro, desde luego. Estaba ordenando el estudio y encontré una cuenta que Ken me había ocultado.

– ¿Una cuenta corriente?

– Algo así. Era un balance, una página de un libro de contabilidad. Kenneth había estado ayudando económicamente a una persona.

– Ayudando económicamente a una persona… -repetí con entonación neutra.

– Sí, entregas de dinero en metálico realizadas cada mes durante los tres últimos años. Kenneth lo había apuntado porque en lo administrativo es muy minucioso. Seguramente no se le ocurrió que podía caer en mis manos.

– ¿Y cuál es la explicación? ¿Tiene Kenneth una amante?

– Eso pensé al principio, pero la verdad es más grave todavía.

– Francesca, ¿quiere dejarse de rodeos e ir derecha al grano?

Tardó un minuto en hacerlo.

– El dinero era para Curtis McIntyre.

– ¿Para Curtis? -dije. Apenas podía creerlo-. ¿Y por qué motivo?

– Eso mismo le pregunté yo. Me sentí horrorizada. Me encaré con él en cuanto volvió del trabajo.

– ¿Y qué dijo?

– Que era una especie de obra de caridad. Para ayudarle a pagar el alquiler, determinados recibos, cosas así.

– ¿Y por qué tiene que responsabilizarse de las dificultades de ese hombre? -pregunté.

– No tengo la menor idea.

– ¿Cuánto?

– Hasta el momento, tres mil seiscientos dólares.

– Fantástico -dije-. Yo me sentía culpable porque había encontrado datos que eran dinamita pura para el caso de Lonnie, y ahora resulta que el demandante tiene en nómina al principal testigo de cargo. Me imagino la cara de Lonnie. Seguro que le da un ataque.

– Eso le dije a Ken, pero él jura que sólo quería ayudar al individuo.

– ¿Y si el dato sale a la luz pública? ¿No comprende que parecerá que ha pagado a Curtis para que preste declaración? Desde mi punto de vista, Curtis no es persona de fiar. ¿Cómo vamos a presentarle ahora como testigo imparcial que cumple con sus deberes de ciudadano?

– Kenneth no ve nada malo en ello. Alega que Curtis estaba sin trabajo. Supongo que Curtis le diría que no iba a tener más remedio que marcharse a otro estado para probar suerte y que Kenneth quiso asegurarse su disponibilidad…

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