Anne Perry - El Rostro De Un Extraño

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El Rostro De Un Extraño: краткое содержание, описание и аннотация

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Su nombre es William Monk, su profesión, detective de la policía. Eso, al menos, es lo que le dicen cuando despierta en un hospital londinense, ya que él no recuerda nada. Al parecer, el carruaje en que viajaba volcó y como consecuencia de este accidente el cochero murió y él quedó malherido. Tras pasar tres semanas inconsciente y otras tantas de convalecencia, Monk recupera la salud, pero no la memoria. Su primer caso cuando se reincorpora en el cuerpo de policía es el brutal asesinato de Joscelin Grey, un héroe de la guerra de Crimea que fue golpeado hasta morir en sus aposentos. Se trata de un asunto delicado, pues la familia de la víctima no está dispuesta a que un simple plebeyo hurgue en sus intimidades. Sin embargo, Monk no se deja amilanar y, mientras busca una clave que ilumine su propio pasado, empieza a investigar entre las amistades de Grey.

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Hester sonrió:

– Sí, gracias… de momento.

Parecía aliviado. Hester sabía que no era generoso, aunque tampoco mezquino con su familia. Su renuencia venía a confirmar algo que ella había ido observando, es decir, la drástica reducción de los gastos domésticos en los últimos cuatro o cinco meses. También había otros pequeños detalles: la casa no contaba con el complemento de servicio que ella recordaba de los tiempos anteriores a su viaje a Crimea, ya que en aquellos momentos sólo disponía de cocinera, camarera de cocina, criada para la cocina, otra para la casa y una doncella que hacía las veces de doncella personal de Imogen. El mayordomo era el único hombre al servicio de la casa; no había lacayo, ni siquiera limpiabotas. De los zapatos se encargaba la criada de la cocina.

Imogen, por su parte, no había provisto su guardarropía de verano con la generosidad que le era habitual y se habían llevado a reparar al remendón como mínimo un par de botas de Charles. Además, del vestíbulo había desaparecido la bandeja de plata para las tarjetas de visita.

Razón de más, pues, para que Hester comenzase a pensar en su situación y en la necesidad de ganarse la vida. Una de las posibilidades era adquirir una formación de tipo académico, pero los estudios que entonces estaban al alcance de las mujeres eran pocos y las limitaciones de aquella forma de vida no la atraían. Si ella leía era por placer.

En cuanto salió Charles, subió al piso de arriba, donde encontró a Imogen en el cuarto ropero inspeccionando sábanas y almohadas. Ocuparse de aquello era una laboriosa tarea, pese a la parsimonia que las circunstancias imponían a una casa como aquélla, sobre todo ahora que no contaban con los servicios de una lavandera.

– Perdón -dijo Hester al entrar, poniéndose inmediatamente a ayudar a su cuñada a inspeccionar los bordados de los remates por si había desgarrones de la tela o descosidos-. He decidido ir al campo a pasar una temporada con lady Callandra Daviot para que me aconseje sobre lo que puedo hacer a partir de ahora… -Como vio la expresión de sorpresa de Imogen quiso explicarse un poco más y añadió-: Ella sabrá mejor que yo qué caminos se me ofrecen.

– ¡Ah! -El rostro de Imogen reveló una mezcla de satisfacción y disgusto.

A ella no le hacían falta más explicaciones, ya que comprendía que Hester debía tomar una decisión. Sabía que echaría de menos su compañía. Desde que se conocían siempre habían sido buenas amigas y las diferencias de carácter que existían entre ambas habían resultado más complementarias que molestas.

– Llévate a Gwen. No puedes alojarte en casa de aristócratas sin que te acompañe una doncella.

– ¡Claro que puedo! -la contradijo Hester con decisión-. Como no tengo doncella, no tengo más remedio que prescindir de ella. No la necesito para nada y a lady Callandra no le importará lo más mínimo.

Imogen la miró con aire dubitativo.

– ¿Y cómo vas a vestirte para la cena?

– ¡Por el amor de Dios! Me visto sola.

Imogen hizo una leve mueca.

– Sí, bastante me he dado cuenta. Es una postura encomiable cuando se trata de cuidar enfermos y enfrentarse con la rígida autoridad del ejército…

– ¡Imogen!

– ¿Y el peinado? -siguió apremiándola Imogen-. ¡No vas a sentarte a la mesa como si salieras de un vendaval!

– ¡Imogen! -exclamó Hester arrojándole un montón de toallas, una de las cuales fue a darle en la frente y le alborotó un rizo mientras el resto iba a parar al suelo.

Imogen le arrojó a su vez una sábana, con parecido resultado. Al ver el estado en que mutuamente se habían dejado, se echaron a reír. Unos momentos después estaban las dos respirando afanosamente, sentadas en el suelo entre montañas de enaguas y rodeadas de ropa blanca que pocos momentos antes estaba impecable.

En aquel momento se abrió la puerta y apareció Charles en el umbral, perplejo y un tanto alarmado.

– ¿Qué diablos ocurre? -preguntó tomando en un primer momento por una pelea las exclamaciones que había oído-. ¿Pasa algo? ¿Qué ha ocurrido?

Pero enseguida se dio cuenta de que estaban jugando, lo que todavía lo dejó más confundido y, como ninguna de las dos se interrumpió ni le hizo el menor caso, se sintió aún más contrariado.

– ¡Imogen! ¡A ver si te dominas un poco! -dijo con viveza-. ¿Se puede saber qué te pasa?

Imogen seguía riendo a mandíbula batiente.

– ¡Hester! -gritó ahora Charles, que hasta se había puesto colorado-. ¡Hester, para de una vez! ¡Inmediatamente!

Hester lo miró y todavía encontró la situación más divertida.

Charles lanzó un bufido, decidió ignorar aquella reacción considerándola una de tantas flaquezas como tienen las mujeres y, por tanto, al margen de toda lógica, y salió cerrando de un portazo para que ninguna criada pudiera ser testigo de tan ridícula escena.

Hester estaba más que acostumbrada a viajar, por lo que el viaje de Londres a Shelburne le pareció una insignificancia si se comparaba con la temible travesía por mar desde el golfo de Vizcaya, a través del Mediterráneo, hasta el Bósforo y mar Negro arriba hasta Sebastopol. Los barcos militares atestados de caballos aterrados y llenos a rebosar de pasajeros que no disponían de las más mínimas comodidades eran cosas que no cabían en la imaginación de la mayor parte de los ingleses y, ni que decir tiene, de las inglesas. Un simple viaje en tren a través de la campiña inglesa en pleno verano había de constituir, forzosamente, un motivo de placer, y el tranquilo paseo de una milla hasta la casa, recorrido en un carruaje de dos ruedas con un tiempo templado y perfumado por dulces aromas, no podía ser más que un halago para los sentidos.

Llegó a la magnífica entrada frontal, con sus columnas dóricas y su pórtico. No dio tiempo al cochero a que la ayudara a bajar, pues Hester había perdido la costumbre de aquellas muestras de cortesía, y bajó sin ayuda de nadie mientras aquél seguía con las riendas en la mano. Con el ceño fruncido, el cochero le bajó la maleta justo cuando un lacayo ya le abría la puerta de la casa para que entrara. Otro lacayo se encargó de entrar la maleta y desapareció con ella escaleras arriba.

Fabia Shelburne la esperaba en el saloncito hasta el que acompañaron a Hester. Era una estancia muy bonita y, en esta época del año, sus puertas ventanas abiertas al jardín, el perfume de las rosas que la cálida brisa arrastraba y la tranquila visión del verde ondulante del prado que se extendía al otro lado, hacían del todo innecesaria la chimenea enmarcada en mármol, del mismo modo que los cuadros eran otras tantas cerraduras que llevaban a otro mundo igualmente innecesario.

Lady Fabia no se levantó, pero acogió a Hester con una sonrisa tan pronto la vio entrar.

– Bienvenida a Shelburne Hall, señorita Latterly. Espero que el viaje no haya sido demasiado agotador. ¡La veo un poco alborotada! Debe de hacer mucho viento fuera. Confío en que no la haya molestado demasiado. Así que se haya arreglado un poco y se haya cambiado la ropa de viaje, supongo que querrá acompañarnos a tomar el té de la tarde. La cocinera hace unos buñuelos riquísimos. -Sonrió, un gesto convencional éste, que ejecutaba a la perfección-. Tendrá hambre, imagino. Será una buena oportunidad para que nos conozcamos todos. Por supuesto que lady Callandra estará también, así como mi nuera, lady Shelburne. Me parece que no se conocen ustedes, ¿verdad?

– No, lady Fabia, para mí será un placer.

Se había fijado en el vestido color violeta oscuro que Fabia llevaba, menos sombrío que el negro pero asociado también normalmente al luto. Callandra ya la había puesto al* corriente de la muerte de Joscelin Grey, aunque no le había dado detalles.

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