Brad Meltzer - Los Pasadizos Del Poder

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Sombra es el nombre en clave que el Servicio Secreto ha dado a Nora Hartson, la hija del Presidente de Estados Unidos, una de las mujeres más vigiladas del mundo. Michael Garrick, un joven abogado del Departamento de Presidencia, empieza a salir con Nora sin tener en cuenta que ella también es Sombra y que mil ojos se posan sobre ambos. Una noche presencian algo que no deberían haber visto y quedan atrapados en una trama secreta urdida por alguien muy poderoso. Ambos jóvenes se convierten en un estorbo para quienes han hecho de la corrupción política el medio habitual para conseguir sus fines.

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– Si quieres hacer de turista…

Deja el desafío en el aire. Tío, sabe dónde pegar. Aun así, me niego a darle esa satisfacción.

– Éste era el dormitorio de Chelsea -dice, señalando la puerta opuesta a la del Oval Amarillo-. Lo convertimos en gimnasio.

– Entonces, ¿dónde está tu cuarto?

– ¿Por qué? ¿Tienes prisa?

No estoy dispuesto a ceder ahora tampoco. Señalo la puerta del final del pasillo.

– ¿Qué hay allí detrás?

– El dormitorio de mis padres.

– ¿De verdad?

– Sí -dice estudiando mi reacción-. De verdad.

Maldición. Ésta la está apuntando contra mí. Tendría que haberlo pensado. Sus padres siempre son terreno prohibido. Más adelante, dobla una esquina y se para junto a la pared de su izquierda. La adelanto y me encuentro ante el vestíbulo del Dormitorio Lincoln.

– ¿Y cuándo vamos a tomarnos ese café? -pregunto.

– Ahora mismo. -Está jugueteando con algo en la pared, pero no sé qué es-. La cocina está arriba.

Interpreto que volveremos hacia la escalera, pero no.

Me acerco y veo que ha metido los dedos en una estrecha abertura en la pared. Da un tirón fuerte y la pared se mueve hacia nosotros, dejando al descubierto una escalera hasta entonces oculta. Nora me mira y sonríe.

– Podemos ir por la escalera de este lado de la casa.

– Fíjate bien -dice Nora-, porque esta parte es la mejor -se dirige por una rampa empinada cuya alfombra nos conduce a la habitación que está justo sobre la Oval Amarilla -. Voilà -dice, haciendo una reverencia-. El solarium.

Como un pequeño invernadero en lo alto de la mansión, las paredes exteriores del solarium son todas de vidrio tintado de verde. En el interior, hay muebles de mimbre y una mesa de juego de cristal que le dan el aspecto de un apartamento de Palm Beach. A la izquierda hay una cocinita, y a la derecha, un sofá blanco muy mullido y una pantalla grande de televisión. Por toda la sala hay salpicadas docenas de fotos familiares.

A mi derecha, al fondo, hay una estantería baja con lo que parecen trabajos caseros de artes y oficios. Hay una casita de pájaros azul y morada que parece obra de un niño de trece años; a un lado tiene las iniciales N. H. con pintura naranja descascarillada. También hay un pato o un cisne -está demasiado aplastado para saberlo- de papier maché, un platito o cenicero de cerámica y una pieza plana de madera pintada de color castaño con unos cincuenta clavos más o menos que sobresalen para formar las iniciales N. H. Para asegurarse de que las letras destacan, las cabezas de los clavos están pintadas de amarillo. En la parte de abajo del estante descubro incluso unos trofeos: uno de fútbol y otro de hockey hierba. En conjunto, se puede seguir la progresión de los trabajos desde primer grado hasta llegar a séptimo u octavo. Después de ése, nada más reciente.

Nora Hartson tenía doce años cuando su padre anunció que iba a presentarse a gobernador. Sexto grado. Si tuviera que fecharlos, diría que son del mismo año que hizo el cisne-pato. Después, juraría que vino la casita de pájaros. Y ahí termina su infancia.

– Venga, te estás perdiendo lo mejor -dice, haciéndome señas de que me reúna con ella junto al enorme ventanal.

Cruzo la habitación y me fijo en un vídeo que está sobre el televisor.

– ¿Puedo hacerte una pregunta? -empiezo a acercarme a ella.

– Si es sobre la historia de la casa, la verdad es que yo no…

– ¿Cuál es tu película favorita? -le espeto.

– ¿Cómo?

– Tu película favorita. Pregunta facilita.

Annie Hall -dice sin dudarlo.

– ¿De verdad?

Pone la más dulce de las sonrisas.

– No -dice, riendo. Después de lo de hoy, no es tan fácil decir mentiras.

– ¿Entonces, cuál es?

Mira por la ventana como si fuera algo importante.

Hechizo de luna -sugiere finalmente.

– ¿Aquella antigua de Cher? -le pregunto, confuso-. ¿No es una historia de amor?

Mueve la cabeza y me lanza una buena mirada.

– Lo que tú no sabes de las mujeres… abulta un montón.

– Pero yo…

– Disfruta de la vista, anda -me dice, señalándome la ventana. Y cuando le hago caso, añade-: ¿Qué te parece?

– Mucho mejor que la de la Terraza Truman -digo, apretando la frente contra el cristal. Desde aquí tengo una vista completa del jardín sur y el monumento a Washington.

– Espera a verlo cara a cara. -Abre una puerta en la esquina de la derecha y sale al exterior.

Aquí arriba, la terraza es pequeña, y aunque se curva como una letra C gigante a todo lo largo del solarium, no hay más que una baranda de hormigón blanco para protegerte. En el momento en que salgo, Nora está asomada sobre el borde.

– Es hora de divertirse… ¡Suéltate y vuela! -Y con la barriga apretada contra la barandilla, extiende los brazos y se inclina hacia adelante hasta que le quedan las piernas en el aire.

– ¡Nora! -exclamo, cogiéndola por los tobillos.

Vuelve a ponerse en tierra y sonríe.

– ¿Te dan miedo las alturas?

Antes de que pueda decirle algo, echa a correr y se aleja de prisa por la larga curva. Intento cogerla, pero se me escabulle de las manos, toma la curva y desaparece. Trato de alcanzarla y trato aún con más fuerza de no mirar por encima del borde y corro por el extremo del balcón. Pero cuando vuelvo la esquina, no veo a Nora por ninguna parte. Continúo avanzando con determinación, dando por hecho que se habrá colado por otra puerta para volver al solarium. Sólo hay un problema. A este lado del balcón no existe ninguna otra puerta. Al llegar a la esquina, no hay salida. Nora ha desaparecido.

– ¡Nora! -llamo. No hay muchos sitios donde esconderse. Desde donde yo estoy, el balcón corre pegado a la mansión.

Aprieto las manos contra la pared, buscando grietas con las uñas. Tal vez haya otra puerta secreta. A los treinta segundos, resulta obvio que no hay nada. Miro, nervioso, hacia el borde. No se habrá atrevido… Me lanzo hacia adelante y me agarro con fuerza a la barandilla.

– ¿Nora? -llamo mientras escudriño el suelo-. ¿Dónde…?

– Shhh… baja la voz.

Me doy la vuelta siguiendo el sonido.

– Un poco más arriba, Sherlock.

Miro para arriba y por fin la encuentro. Está sentada en el tejado de la mansión, columpiando los pies por el borde. Está lo bastante abajo como para poder tocar las piernas que se balancean, pero el resto está fuera de mi alcance.

– ¿Cómo has llegado ahí arriba?

– ¿Eso quiere decir que quieres venir conmigo?

– Dime simplemente cómo has subido ahí.

– ¿Ves allí, donde la barandilla se mete en la pared? -dice, señalando con el pie-. Ponte allí de pie y date impulso.

Echo un vistazo a la baranda de cemento y después miro a Nora.

– ¿Estás mal de la cabeza? Eso es un disparate.

– Para algunos es un disparate. Para otros, divertido.

– Vamos, baja aquí… Te prometo que será más divertido.

– No, no, no -dice esgrimiendo un dedo-. Si lo quieres, tendrás que venir por él.

Echo otra mirada a la barandilla. Tampoco es tan alta, sólo es que no puedo vencer el miedo.

– Estás sólo a unos centímetros de coronar la montaña -canta Nora-. Piensa en la recompensa.

Ya está. Miedo vencido. Me subo en la barandilla de cemento y me apoyo en la pared para tener equilibrio. «No mires abajo, no mires abajo, no mires abajo», voy diciéndome. Despacio, cautelosamente, intento subirme sobre los pies. Primero una rodilla, luego la otra. El mareo aparece, aprieto la mejilla contra la pared y mis dedos trepan por el mármol como arañas asustadas. Qué modo tan estúpido de morir.

– Sólo tienes que ponerte de pie, ya casi estás -dice Nora.

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