Brad Meltzer - Los Pasadizos Del Poder

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Sombra es el nombre en clave que el Servicio Secreto ha dado a Nora Hartson, la hija del Presidente de Estados Unidos, una de las mujeres más vigiladas del mundo. Michael Garrick, un joven abogado del Departamento de Presidencia, empieza a salir con Nora sin tener en cuenta que ella también es Sombra y que mil ojos se posan sobre ambos. Una noche presencian algo que no deberían haber visto y quedan atrapados en una trama secreta urdida por alguien muy poderoso. Ambos jóvenes se convierten en un estorbo para quienes han hecho de la corrupción política el medio habitual para conseguir sus fines.

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– Michael…

– ¡Si ni siquiera lo niegas! Trey tenía razón, ¿verdad? Por eso cogiste el dinero, ¡para colgarme el muerto! ¡Era todo lo que tenías que hacer!

Por una vez, decide no responder. Me tomo un segundo para recuperar el aliento.

– Tuvo que ser una auténtica bendición para ti cuando los guardias nos pararon. Habías despistado a los de la escolta, y encima ahora tenías un testigo.

– Era más que eso -susurra.

– Oh, es cierto, cuando yo dije que el dinero era mío resultó que era la primera vez que alguien se portaba bien contigo. ¿Cómo dijiste aquella noche? ¿Que la gente no hace cosas amables por ti? Bueno, no te ofendas, sibila, pero por fin he entendido por qué.

– No lo dices en serio -dice poniéndome la mano en el hombro.

– ¡Quítame la mano de encima! -grito, apartándome-. coño, Nora, ¿es que no lo entiendes? ¡Yo estaba de tu parte! Pasé por alto las drogas, ignoré los rumores. Te llevé a ver a mi padre, ¡por Dios santo! ¡Te amé, Nora! ¿Tienes la menor idea de qué quiere decir eso? -Sin poder evitarlo, empiezo a toser.

Ella me mira con los ojos más tristes que he visto jamás.

– Yo también te amo.

Niego con la cabeza. Demasiado poco. Demasiado tarde.

– ¿Me dirás al menos por qué?

Sólo obtengo silencio.

– Te he hecho una pregunta, Nora. ¿Por qué? -Los hombros me tiemblan-. ¡Dímelo! ¿Estás enamorada de él?

– ¡No! -y su voz se quiebra al decirlo.

– ¿Entonces por qué te acuestas con él?

– Michael…

– ¡No me digas Michael! ¡Dame una respuesta!

– No lo entenderías.

– ¡Hablamos de sexo, Nora! No hay tantas razones para hacerlo… o estás enamorado…

– Es más complicado que…

– … o estás salido…

– No tiene que ver contigo.

– … o estás desesperado…

– Basta ya, Michael.

– …o estás aburrido…

– ¡Te he dicho que te calles!

– … o es contra tu voluntad.

Nora se queda en absoluto silencio.

Oh, Dios mío.

Cruza los brazos, rodeándose el torso con ellos, y clava la barbilla en el pecho.

– ¿Él…?

Levanta los ojos lo suficiente para que vea sus primeras lágrimas. Corren por su cara y bajan lentamente hacia el delgado cuello.

– ¿Te acosó?

Se vuelve.

Una quemazón aguda me perfora el estómago. No sé muy bien si es herida o rabia. Sólo sé que duele.

– ¿Cuándo fue eso? -le pregunto.

– Tú no lo entiendes…

– ¿Más de una vez?

– Michael, por favor, no hagas esto, por favor -suplica.

– No -le digo-. Lo necesitas.

– No es lo que piensas… es sólo desde…

– ¡Sólo! ¿Cuánto tiempo llevas con eso?

Nuevamente hay un silencio total. En un rincón cruje una tabla de madera. Nora mantiene los ojos clavados en el suelo. Su voz es mínima.

– Desde que tenía once años.

– ¿Once años? -grito-. Oh, Nora…

– Por favor… por favor, ¡no se lo digas a nadie! -suplica-. ¡Por favor, Michael! -Se abren las compuertas; las lágrimas salen de prisa-. Yo… tenía que… ¡no tengo dinero!

– ¿Qué quieres decir con que no tienes dinero?

Respira fuerte, jadea entre los sollozos.

– ¡Para drogas! -solloza-. ¡Es sólo por las drogas!

Cuando dice esas palabras, noto que la sangre desaparece de mi cara. Ese cabrón dominador pervertido. La tiene atrapada con las drogas a cambio de…

– Por favor, Michael, prométeme que no dirás nada. ¡Por favor!

No soporto oírla suplicar. Solloza sin poder controlarse, con los brazos abrazando su torso, ahí de pie, metida en su capullo, con miedo a extender la mano.

Desde el día que nos conocimos, he visto una faceta de Nora Hartson que ella nunca revelaría en público. Amiga y mentirosa, amante y demente. Niña rica aburrida, buscadora de emociones sin miedo a nada, jugadora que desafía cualquier riesgo e incluso, en instantes fugaces, una nuera perfecta. Y la he visto en todas las fases intermedias. Pero nunca como víctima. No la dejaré pasar esto sola. La soledad no es necesaria. La envuelvo con mi abrazo.

– Lo siento -llora, derrumbándose entre mis brazos-. Lo siento mucho.

– Está bien -le digo acariciándole la espalda-. Todo estará perfectamente. -Pero en el mismo momento de decir esas palabras, ambos sabemos que no es así. Empezase por una cosa o por otra, Lawrence Lamb ha arruinado su vida. Cuando alguien te roba la infancia, nunca más la recuperas.

La acuno atrás y adelante, con la misma técnica que uso con mi padre. No necesita palabras; necesita, simplemente, apaciguamiento.

– Tú tendrías que… -empieza a decir Nora con la cabeza enterrada en mi hombro-. Tendrías que marcharte de aquí.

– No te preocupes. Nadie sabe que estamos…

– Va a venir -me susurra-. Tuve que decírselo. Está en camino.

– ¿Quién va a venir?

Se oye el retumbar prolongado de alguien que sube los escalones. Me giro rápidamente y la respuesta aparece en la voz profunda y pausada que resuena en el rincón del desván.

– Apártate de ella, Michael -dice Lawrence Lamb- Creo que ya has hecho bastante.

CAPÍTULO 39

Noto que todos los músculos de la espalda de Nora se tensan al oír el sonido de su voz. Primero creo que es rabia. Pero no. Es miedo.

Como una niña a la que pillan robando monedas del bolso de su madre, se aparta de mí y se pasa la mano por la cara. A velocidad del rayo. Como si nada hubiera pasado.

Me vuelvo hacia Lamb, preguntándome de qué tendrá tanto miedo Nora.

– Intenté detenerlo -exclama Nora-, pero…

– Cállate -le espeta Lamb.

– No lo entiendes, tío Larry, es que yo…

– Tú eres una mentirosa -dice con tono grave. Avanza hacia ella, tiene los hombros tensos, apenas contenidos por su traje de Zegna de corte impecable. Se desliza como una pantera. Lento, calculador, los ojos azules de hielo taladrando a Nora. Cuanto más se le acerca, más se echa ella para atrás.

– ¡No la toque! -le advierto.

No se detiene. Derecho hacia Nora. No ve otra cosa.

Ella corre hacia los archivos y señala con el dedo la caja abierta. Tiembla sin ningún control.

– Mira… está aquí… ya te… te he…

Lamb le apunta con un solo dedo extendido, bien cuidado. Su voz es como un rugido susurrado.

– Nora…

Ella se calla. Silencio absoluto.

Alarga la mano hacia su garganta y la coge por el cuello, sujetándola con el brazo estirado, y observa la pila de carpetas que están a sus pies. Los brazos de Nora parecen de trapo; las piernas le tiemblan. Casi no puede tenerse en pie. Yo sólo puedo mirar, estoy paralizado.

– ¡Suéltela!

Pero tampoco ahora me mira siquiera. Sólo tiene ojos para Nora, que intenta desasirse, pero él la sujeta más fuerte.

– ¿Qué te he dicho de las peleas?

Ella vuelve a quedar inerte, con la cabeza baja, negándose a mirar. Lamb observa el suelo y pone esa sonrisa suya fina y ominosa. La veo en la expresión dura de su cara. Ha visto los expedientes. Sabe lo que he descubierto. Se mete la mano en el bolsillo y saca un encendedor Zippo de plata que lleva el cuño presidencial.

– Coge esto -le dice a Nora, pero ella permanece de piedra-. ¡Cógelo! -le grita, poniéndoselo a la fuerza en la mano-. ¡Y escúchame cuando te hablo! ¿Quieres ser una desgraciada? ¿Eso es lo que quieres?

Se acabó. Basta de melodrama. Me precipito hacia él a toda velocidad.

– He dicho que la suelte…

Lamb se vuelve rápidamente y saca una pistola. Pequeña. Me apunta directamente.

– ¿Qué has dicho? -pregunta.

Me paro en seco y levanto las manos.

– Exactamente -gruñe Lamb.

A su lado, Nora está temblorosa. Por primera vez desde que llegó Lamb, me mira a mí. Lamb la coge por la barbilla y le gira la cabeza hacia él.

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