Es hora de puntualizar. Vamos a ver: Tengo veintiséis años, me siento muy bien, en mi vientre llevo cinco mil quinientos francos míos y veinticinco mil de Galgani- Dega, que está a mi lado, tiene diez mil- Creo que puedo contar con cuarenta mil francos, pues si Galgani no es capaz de defender esa suma aquí, menos lo será a bordo del barco y en la Guayana. Por lo demás, él lo sabe, por eso no ha venido a buscar su estuche. Por lo tanto, puedo contar con ese dinero, claro está que llevándome conmigo a Galgani; él debe aprovecharlo, pues suyo es y no mío. Lo emplearé para su bien, pero, al mismo tiempo, también me aprovecharé yo. Cuarenta mil francos es mucho dinero, así es que podré comprar fácilmente cómplices, presidiarios que estén cumpliendo pena, liberados y vigilantes.
La puntualización resulta positiva. Nada más llegar, debo fugarme en compañía de Dega y Galgani: sólo eso debe preocuparme. Palpo el bisturí, satisfecho de sentir el frío de su mango de acero. Tener un arma tan temible conmigo me da aplomo. Ya he probado su utilidad en el incidente de los árabes. Sobre las tres de la mañana, unos reclusos han alineado delante de la reja de la celda once sacos de marinero de lona gruesa, llenos a rebosar, cada uno con una gran etiqueta. Puedo ver una que cuelga dentro de la reja. Leo “C… Pierre, treinta años, metro setenta y tres, talla 42, calzado 41, número X… “ Ese Pierre C… es Pierrot el Loco, un bordelés condenado por homicidio en París a veinte años de trabajos forzados.
Es un buen chico, un hombre del hampa recto y correcto, le conozco bien. La ficha, sin embargo, me muestra lo minuciosa y bien organizada que es la Administración que dirige el presidio. Es mejor que en el cuartel, donde te hacen probar las prendas a bulto. Aquí, todo está registrado y cada uno recibirá prendas de su talla. Por un trozo de traje de faena que asoma del saco, veo que es blanco, con listas verticales rosas. Con ese traje no se debe pasar inadvertido.
Deliberadamente, trato que mi mente recomponga las imágenes de la Audiencia, del jurado, del fiscal, etc. Pero se niega a obedecerme y sólo logro obtener de ella imágenes normales. Comprendo que para vivir intensamente, como las he vivido, las escenas de la Conciergerie o de Beaulieu, hay que estar solo, completamente solo. Siento alivio al comprobarlo, y comprendo que la vida en común que me espera provocará otras necesidades, otras reacciones, otros proyectos.
Pierot el Loco se acerca a la reja y me dice:
– ¿Qué tal, Pápi?
– ¿Y tú?
– Pues yo siempre he soñado con irme a las Américas; pero, como soy jugador, nunca he podido ahorrar lo necesario para pagarme el viaje. La bofia ha pensado en ofrecerme ese viaje gratuito. Está bien, no hay ningún mal en ello, ¿verdad, Papillon?
Habla con naturalidad, no hay ninguna baladronada en sus palabras. Se le nota verdaderamente seguro de sí mismo.
– Este viaje gratuito que me ha ofrecido la bofia para ir a las Américas tiene sus ventajas. Prefiero ir a presidio que tirarme quince años de reclusión en Francia.
Queda por saber el resultado final, Pierrot. ¿No crees? Volverse majareta en la celda, o morir de descomposición en el calabozo de una cárcel cualquiera de Francia, aún es peor que espicharla por culpa de la lepra o de la fiebre amarilla, me parece a mí.
– También a mí, dice el.
– Mira, Pierrot, esa ficha es la tuya.
Se asoma, la mira muy atentamente para leerla, la deletrea.
– Quisiera ponerme ese traje. Tengo ganas de abrir el saco y vestirme. No me dirán nada. Al fin y al cabo, esas prendas Me Pertenecen.
– No, aguarda la hora. Este no es el momento de buscarse líos, Pierre. Necesito tranquilidad.
Comprende y se aparta de la reja.
Louis Dega me mira y dice:
– Hijo, ésta es la última noche. Mañana, nos alejaremos de nuestro hermoso país.
– Nuestro hermosísimo país no tiene una hermosa justicia, Dega. Quizá conozcamos otros países que no serán tan bellos como el nuestro, pero que tendrán una manera más humana de tratar a los que han cometido una falta.
No creía hablar tan atinadamente, pero el futuro me enseñará que llevaba razón. De nuevo, el silencio.
Salida para el presidio
A las seis, zafarrancho. Unos presos nos traen el café y, luego, se presentan cuatro vigilantes. Van de blanco, hoy, siempre llevan la pistola al cinto. Los botones de sus guerreras impecablemente blancas son dorados. Uno de ellos luce tres galones de oro en forma de V en la bocamanga izquierda, pero nada en los hombros.
– Deportados, saldréis al pasillo de dos en dos. Cada cual buscará el saco que le corresponda, vuestro nombre figura en la etiqueta. Coged el saco y retiraos junto a la pared, de cara al pasillo, con vuestro saco delante de vosotros.
Tardamos unos veinte minutos en alinearnos todos con el saco delante.
– Desnudaos, haced un paquete con vuestras prendas y atadlas en la guerrera por las mangas… Muy bien. Tú, recoge los paquetes y mételos en la celda… Vestíos, poneos calzoncillos, camiseta, pantalón rayado de dril, blusa de dril, zapatos y calcetines… ¿Estáis todos vestidos?
– Sí, señor vigilante.
– Está bien. Guardad la guerrera de lana fuera del saco por si acaso llueve y para resguardaros del frío. ¡Saco al hombro derecho! En fila de a dos, seguidme.
Con el de los galones delante, dos vigilantes a un lado y el cuarto a la cola, nuestra pequeña columna se dirige hacia el patio. En menos de dos horas, ochocientos presidiarios están alineados. Llaman a cuarenta hombres, entre ellos yo, Louis Dega y los tres exfugados: Julot, Galgani y Santini. Esos cuarenta hombres forman de diez en diez. Al frente de la columna, cada fila tiene un vigilante al lado. Ni grilletes ni esposas. Delante de nosotros, a tres metros, diez gendarmes caminan de espaldas. Nos encaran empuñando el mosquetón y así recorren todo el trayecto, guiado cada uno por otro gendarme que le tira del tahalí.
La gran puerta de la Ciudadela se abre y la columna se pone en marcha lentamente. A medida que salimos de la fortaleza, más gendarmes, empuñando fusiles o metralletas, se agregan al convoy, aproximadamente a dos metros de éste, y lo siguen a esta distancia. Una gran multitud de curiosos es mantenida apartada por los gendarmes: han venido a presenciar la salida para el presidio. A la mitad del recorrido, en las ventanas de una casa, silban quedamente entre dientes. Levanto la cabeza y veo a mi mujer Nénette y a Antoine D… en una ventana; Paula, la mujer de Dega, y su amigo Antoine Giletti en la otra ventana. Dega también les ha visto, y caminamos con los ojos fijos en esa ventana todo el tiempo que podemos. Será la última vez que habré visto a mi mujer, y también a mi amigo Antoine, quien más tarde morirá durante un bombardeo en Marsella. Como nadie habla, el silencio es absoluto. Ni un preso, ni un vigilante, ni un gendarme, ni nadie entre el público turba este momento verdaderamente conmovedor en que todo el mundo comprende que esos ochocientos hombres van a desaparecer de la vida normal.
Subimos a bordo. Los cuarenta primeros somos conducidos a la bodega, a una jaula de gruesos barrotes. Hay un letrero. Leo: “Sala N.' 1, 40 hombres categoría muy especial. Vigilancia continua y estricta.” Cada uno de nosotros recibe un coy enrollado. Hay ganchos en cantidad para colgarlos. Alguien me abraza, es Julot. El ya conoce esto, pues este viaje ya lo había hecho diez años atrás. Sabe a qué atenerse. Me dice:
– Pronto, ven por aquí. Cuelga tu saco en el gancho del que colgarás el coy. Este sitio está cerca de dos ojos de buey cerrados, pero en alta mar los abrirán y siempre respiraremos mejor aquí que en cualquier otro sitio de la jaula.
Le presento a Dega. Estamos hablando, cuando se acerca un hombre. Julot le corta el paso con el brazo y le dice:
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