Michael Connelly - El Veredicto

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El veredicto reúne por primera vez a los hermanos Harry Bosch y Mickey Haller.
Un thriller legal que se ha convertido en la novela más vendida de Connelly en sus más de veinte años de trayectoria como escritor.
Michael Connelly retoma a Mickey Haller en El veredicto. Haller apareció por primera vez en El inocente, novela con la que el autor cambió de temática, ya que hasta entonces, Connelly nunca había escrito un thriller legal. Ese cambio de tercio, que se repite en El veredicto, tiene un valor añadido: en él se revela que Haller es hermano -por parte de padre- de Harry Bosch.
Michael Connelly ha convertido sus novelas negras, protagonizadas por el detective Harry Bosch, en la mejor y más acerada crónica social de Estados Unidos. Sus hipnóticas tramas están pegadas a la actualidad, poseen un ritmo trepidante, vertiginosos giros argumentales, suspense y humor. Y, por supuesto, cuentan con Harry Bosch, uno de los héroes más atractivos de la ficción criminal contemporánea: un tipo complejo, torturado, amante del jazz y con un largo historial de amores fallidos. Connelly, que trabajó como reportero de sucesos en Los Angeles Times antes de dedicarse a la literatura, es hoy uno de los escritores más leídos y premiados del mundo. Sus novelas ocupan de manera imbatible el primer puesto de las listas de ventas, han sido adaptadas al cine e inspirado álbumes de música. En su última entrega, El veredicto, Bosch deberá enfrentarse a uno de los sucesos más peligrosos de su carrera en un thriller apasionante que mantendrá en vilo al lector hasta la última página.
El abogado Mickey Haller hereda los casos de un compañero, Jerry Vincent, cuando éste aparece asesinado en su coche. Uno de ellos requiere su atención inmediata: la defensa de Walter Elliot, un conocido magnate de cine y dueño de un estudio de Hollywood, acusado de matar a tiros a su esposa y a su presunto amante tras sorprenderlos juntos en una de sus casas, en la playa de Malibú. El suceso, con su llamativo cóctel de fama y sexo, aparece diariamente en los medios de comunicación, que ven el doble homicidio como una réplica del famoso caso de O.J. Simpson. El asesinato del primer abogado de Elliot, Jerry Vincent, aumenta aún más la atención mediática.
Mickey Haller no es nuevo para los lectores de Connelly, pues protagonizó otras de sus grandes novelas, El inocente. Ahora regresa malherido, sentimental y económicamente. El abogado, que no tiene más oficina que su coche, ve en el caso Elliot la posibilidad de rehacer su vida gracias al generoso sueldo que ofrece su cliente. Pero la defensa que ha de elaborar no es fácil: el productor tiene un carácter rudo y antipático y es extremadamente frío, lo que dificulta creerle inocente. El trabajo de Haller se complica aún más cuando el detective Harry Bosch, del Departamento de Policía de Los Ángeles, se interpone en su camino. Bosch, que está investigando el asesinato de Vincent, requiere información sobre los expedientes que éste llevaba. Haller se niega a colaborar, alegando que esa información quebrantaría la confidencialidad que debe a Walter Elliot. Ni el detective Bosch ni sus argumentos inspiran confianza al abogado. “Todo el mundo miente. Los policías mienten. Los abogados mienten. Los testigos mienten. Las víctimas mienten. Un juicio es un concurso de mentiras”, asegura.
Pero los datos que Bosch descubre sobre los últimos días del asesinado Vincent alertan sobre el peligro que corre la vida del propio Haller. Aunque el abogado y el detective desconfían uno del otro y aunque sus intereses son claramente opuestos, ambos unirán sus fuerzas para resolver un caso que promete ser el mayor y más peligroso de sus carreras. Haller y Bosch utilizarán todas las armas a su alcance para descubrir la verdad en una ciudad, Los Ángeles, donde todo el mundo miente.
Connelly es un consumado escritor de novela negra, pero sobre todo es un agudo y mordaz cronista del mundo en el que vivimos. Gran admirador de Raymond Chandler, él mismo ha definido en repetidas ocasiones el espíritu de su literatura: “Todo lo que deseo cabe en una novela negra”. Su último libro, El veredicto, es un plato exquisito: zampe la novela de un bocado, disfrute del duelo entre el detective y el abogado, y aguarde con ansiedad la siguiente entrega de Bosch.

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Hayley no respondió y su escepticismo emanaba del asiento de un modo casi palpable. Hasta ahí la inocencia de los niños.

– Hayley, lo que yo hago es igual de importante que lo que hace tu madre. Cuando alguien es acusado de un crimen en nuestro país, tiene derecho a defenderse. ¿Y si en la escuela te acusaran de copiar y tú supieras que no has copiado? ¿No te gustaría poder explicarte y defenderte?

– Supongo.

– Yo también lo supongo. Es así en los tribunales. Si te acusan de un crimen, puedes tener un abogado como yo que te ayude a explicarte y defenderte. Las leyes son muy complicadas y es difícil que uno lo haga por sí mismo cuando no conoce toda la legislación. Así que los ayudo. No significa que esté de acuerdo con ellos o con lo que han hecho, si es que lo han hecho. Pero es parte del sistema. Una parte importante.

La explicación me pareció hueca al decirla. En un nivel intelectual comprendía y creía el argumento, cada palabra. Pero en un nivel paterno-filial me sentía como uno de mis clientes, retorciéndome en el estrado de los testigos. ¿ Cómo podía convencerla de ello cuando no estaba seguro de seguir creyéndolo yo mismo?

– ¿Has ayudado a alguna gente inocente? -preguntó mi hija.

Esta vez no miré al espejo.

– A algunos, sí.

Era lo mejor que podía decir honestamente.

– Mamá ha hecho que mucha gente mala vaya a prisión.

Asentí.

– Sí, es verdad. Pensaba que éramos una ley de equilibrios perfecta. Lo que ella hacía y lo que yo hacía. Ahora…

No hacía falta terminar la idea. Encendí la radio y le di al botón programado del canal musical de Disney.

Lo último que pensé de camino a casa era que quizá los adultos eran igual de fáciles de interpretar que los niños.

21

Después de dejar a mi hija en la escuela el jueves por la mañana fui directamente a las oficinas legales de Jerry Vincent. Todavía era temprano y el tráfico era fluido. Cuando llegué al garaje adjunto al Legal Center, descubrí que casi podía elegir sitio: la mayoría de los abogados no llegan hasta cerca de las nueve, cuando empiezan a trabajar los tribunales. Les había ganado a todos por al menos una hora. Subí a la segunda planta para poder aparcar en el mismo piso de la oficina, pues cada nivel del garaje contaba con su propia entrada al edificio.

Pasé junto al lugar donde había aparcado Jerry Vincent cuando le dispararon y estacioné un poco más lejos. Al caminar hacia el puente que conectaba el garaje con el Legal Center me fijé en una furgoneta Subaru aparcada con un portatablas de surf en el techo. Había una pegatina en la ventana trasera que mostraba la silueta de un surfista de pie en la parte delantera de la tabla. En la pegatina decía ONE WORLD.

Las ventanas traseras de la furgoneta estaban tintadas de oscuro y no podía ver el interior. Me acerqué a la parte delantera y miré por la ventanilla del conductor. Vi que el asiento de atrás estaba plegado en plano, y que la mitad de la parte trasera estaba ocupada por cajas de cartón abiertas llenas de ropa y pertenencias personales. La otra mitad servía de cama para Patrick Henson. Lo supe porque estaba allí tumbado durmiendo, con la cara apartada de la luz en los pliegues de un saco de dormir. Y fue sólo entonces cuando recordé algo que había dicho durante nuestra primera conversación telefónica, cuando le había preguntado si le interesaba trabajar como mi chófer. Me había dicho que vivía en la furgoneta y dormía en una caseta de socorrista.

Levanté el puño para golpear en la ventanilla, pero decidí dejar dormir a Patrick. No lo necesitaría hasta al cabo de un rato, no había necesidad de despertarlo. Crucé al complejo de oficinas, doblé una esquina y enfilé un pasillo hacia la puerta marcada con el nombre de Jerry Vincent. El detective Bosch estaba de pie delante de la puerta. Estaba escuchando música y esperándome. Tenía las manos en los bolsillos y ademán pensativo, quizás un poco ofendido. Estaba convencido de que no teníamos una cita, de manera que desconocía el motivo de su enfado. Quizás era por la música. En cualquier caso se quitó los auriculares cuando me acerqué a él.

– ¿Hoy no hay café? -dije a modo de saludo.

– Hoy no. Vi que ayer no lo quería.

Se hizo a un lado de manera que yo pudiera meter la llave y entrar.

– ¿Puedo preguntarle algo? -dije.

– Si le digo que no, me lo preguntará de todos modos.

– Probablemente tiene razón.

Abrí la puerta.

– Haga la pregunta.

– Muy bien. No me parece un tipo de iPod, ¿a quién estaba escuchando?

– A alguien de quien estoy seguro que no ha oído hablar.

– Ya lo pillo. ¿Es Tony Robbins, el gurú de la autoayuda?

Bosch negó con la cabeza sin morder el anzuelo.

– Frank Morgan -dijo.

Asentí con la cabeza.

– ¿El saxofonista? Sí, conozco a Frank.

Bosch pareció sorprendido cuando entramos en la zona de recepción.

– Lo conoce -dijo en tono incrédulo.

– Sí, suelo pasarme a saludar cuando toca en el Catalina o el Jazz Bakery. A mi padre le encantaba el jazz y en los años cincuenta y sesenta fue el abogado de Frank, quien se metió en líos antes de dejar las drogas. Terminó tocando en San Quintín con Art Pepper, lo ha oído nombrar, ¿no? Cuando conocí a Frank no necesitaba ayuda de un abogado defensor, le iba bien.

Bosch tardó un momento en recuperarse de la sorpresa de que conociera a Frank Morgan, el oscuro heredero de Charlie Parker que durante dos décadas dilapidó esa herencia con la heroína. Cruzamos la zona de recepción y entramos en la oficina principal.

– Bueno, ¿cómo va el caso? -pregunté.

– Va -contestó.

– He oído que antes de venir a verme ayer pasó la noche en el Parker Center con un sospechoso. Pero no hubo detenciones, ¿no?

Rodeé el escritorio de Vincent y me senté. Empecé a sacar carpetas de mi mochila. Bosch se quedó de pie.

– ¿Quién le ha dicho eso? -preguntó.

No había nada casual en la pregunta. Era más bien una orden. Yo actué como si tal cosa.

– No lo sé -dije-. Debí de oírlo en algún sitio. Quizás un periodista. ¿Quién era el sospechoso?

– No es asunto suyo.

– Entonces, ¿cuál es mi asunto con usted, detective? ¿Por qué está aquí?

– He venido a ver si tiene más nombres.

– ¿Qué ha ocurrido con los que le pasé ayer?

– Están comprobados.

– ¿Cómo puede haberlos comprobado todos ya?

Se inclinó hacia delante y apoyó las dos manos en la mesa.

– Porque no trabajo este caso solo. Tengo ayuda y hemos comprobado todos los nombres. Todos están en prisión, muertos o ya no les preocupa Jerry Vincent. También investigamos a varias de las personas a las que mandó a prisión cuando era fiscal. Es un callejón sin salida.

Sentí una sensación real de decepción y comprendí que tal vez había depositado demasiadas esperanzas en la posibilidad de que uno de esos nombres del pasado perteneciera al asesino, y que su detención fuera el final de la amenaza para mí.

– ¿Y Demarco, el traficante de armas?

– De ése me ocupé yo, y no tardé en tacharlo de la lista. Está muerto, Haller. Murió hace dos años en su celda de Corcoran; hemorragia interna. Cuando lo abrieron, encontraron una navaja hecha con un cepillo de dientes en la cavidad anal.

Nunca se determinó si se lo había introducido él mismo para guardarlo o alguien lo hizo por él, pero fue una buena lección para el resto de los reclusos. Hasta pusieron un cartel: nunca te metas objetos afilados por el culo.

Me recosté en mi asiento, tan repelido por la historia como por la pérdida de un potencial sospechoso. Me recuperé y traté de continuar como si tal cosa.

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