David Baldacci - Los Coleccionistas

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El Camel Club entra de nuevo en acción. Son cuatro ciudadanos peculiares con una misma meta: buscar la verdad, algo difícil en Washington. Esta vez el asesinato del presidente de la Cámara de Representantes sacude Estados Unidos. Y el Camel Club encuentra una sorprendente conexión con otra muerte: la del director del departamento de Libros Raros y Especiales de la Biblioteca del Congreso. Los miembros del club se precipitarán en un mundo de espionaje, códigos cifrados y coleccionistas.

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La mujer se escondió detrás de un contenedor de basura, cruzó la mirada con alguien que estaba entre la multitud y se colocó unas grandes gafas de sol oscuras. Al cabo de un momento, una guapa apostante vestida con minifalda distrajo por completo al vigía. Se había agachado delante de él para recoger unas monedas que se le habían caído al suelo y le había permitido disfrutar de una buena vista de su trasero firme y del tanga rojo que hacía poco por cubrirlo. No era de extrañar que el vigía pensara que había tenido una suerte tremenda. Sin embargo, igual que con el trile, la suerte no tenía nada que ver. La mujer había pagado con anterioridad a la chica de la minifalda para que hiciera ese gesto cuando se lo indicara poniéndose las gafas. Esta sencilla técnica de distracción había funcionado con los hombres desde que las mujeres empezaron a usar ropa.

Cuatro rápidas zancadas y la mujer se colocó justo en medio, caminando erguida con aire arrogante y una energía que hizo que la multitud se separara enseguida mientras el vigía aturdido observaba impotente.

– Bueno -dijo con voz severa, mostrando sus credenciales-. Documentación -espetó, señalando con un dedo largo al trilero: un hombre de mediana edad bajito y rechoncho, con una perilla negra, brillantes ojos verdes y unas manos de las más habilidosas del país. La observó desde debajo de la gorra de béisbol, aun cuando introducía la mano lentamente en el abrigo para sacar la cartera.

– Chicos, se acabó la fiesta -anunció la mujer, al tiempo que se abría la chaqueta para que vieran la insignia plateada que llevaba en el cinturón. Muchos de los presentes empezaron a alejarse. La intrusa tenía unos treinta y cinco años, era alta y ancha de espaldas, y contaba con unas buenas caderas y una melena pelirroja. Vestía unos vaqueros negros, un jersey verde de cuello alto y una chaqueta de cuero corta. Cuando hablaba se le flexionaba un músculo largo en el cuello. Tenía una pequeña cicatriz en forma de anzuelo bajo el ojo derecho que quedaba oculta tras las gafas de sol-. He dicho que se acabó la fiesta. Recoged el dinero y desapareced -dijo en tono autoritario.

Ya se había dado cuenta de que las apuestas que había sobre la mesa se habían esfumado en cuanto había empezado a hablar. Y sabía exactamente adonde habían ido a parar. El trilero era bueno, había reaccionado rápidamente controlando lo único que importaba: el dinero. La gente había huido sin preocuparse de reclamar el dinero que había apostado.

El musculitos dio un paso vacilante hacia la intrusa, pero se quedó parado en cuanto ella lo fulminó con la mirada.

– Ni lo pienses, porque en la ciénaga federal les encantan los tipos gordos como tú. -Lo miró de arriba abajo con expresión lasciva-. Consiguen mucha más carne por el mismo precio. -Al musculitos empezó a temblarle el labio incluso mientras retrocedía e intentaba ser engullido por el muro.

Ella se le acercó.

– Venga, grandullón. Cuando he dicho que os largarais también te incluía a ti.

El musculitos miró nervioso al otro hombre, que le dijo:

– Lárgate. Ya nos encontraremos más tarde.

En cuanto el hombre huyó, la mujer examinó la documentación del trilero, sonrió con satisfacción al devolvérsela e hizo que se pusiera contra la pared para cachearlo. Cogió una carta de la mesa y la giró para que él viera la reina negra.

– Me parece que he ganado.

El trilero miró impertérrito la carta.

– ¿Desde cuándo se interesan los federales por un inofensivo juego de azar?

Ella volvió a dejar la carta sobre la mesa.

– Menos mal que tus víctimas no sabían lo «azaroso» que en realidad era este juego de azar. Tal vez debería ir a informar a alguno de los grandullones, que quizá quiera volver a darte una buena paliza.

El hombre miró la reina negra.

– Como has dicho, tú ganas. ¿Por qué no me dices cuánto es el soborno? -Cogió un fajo de billetes de la riñonera.

A modo de respuesta, ella sacó sus credenciales, soltó la insignia del cinturón y las dejó encima de la mesa. Él las miró.

– Adelante -dijo ella con toda tranquilidad-. No tengo secretos.

El hombre las tomó. Las supuestas credenciales no la identificaban como agente de la ley. La funda de plástico contenía una tarjeta de socio del Costco Warehouse Club. La insignia era de latón y llevaba grabada una marca de cerveza alemana.

El trilero abrió los ojos como platos cuando la mujer se quitó las gafas de sol.

– ¿Annabelle?

– Leo, ¿cómo se te ocurre hacer de trilero con una panda de perdedores en esta mierda de ciudad?

Leo Ritcher se encogió de hombros, aunque con una sonrisa de oreja a oreja.

– Malos tiempos. Y los chicos están bien, un poco verdes, pero van aprendiendo. El trile nunca nos ha fallado, ¿verdad? -Agitó el fajo de billetes antes de guardárselos en la riñonera-. Es un poco arriesgado hacerte pasar por policía -la regañó gentilmente.

– Yo no he dicho que fuera policía, la gente lo ha dado por supuesto. Por eso tenemos una profesión, Leo, porque con agallas suficientes la gente lo da por supuesto. Pero, ahora que lo dices, ¿intentabas sobornar a un policía?

– En mi humilde experiencia, suele funcionar más a menudo de lo que parece -dijo Leo, mientras sacaba un cigarrillo de un paquete que llevaba en el bolsillo de la camisa. Le ofreció uno, pero ella declinó la oferta.

– ¿Cuánto ganas por aquí? -preguntó Annabelle fríamente.

Leo la miró con suspicacia mientras encendía el Winston, le daba una calada y exhalaba el humo por la nariz, igualando al menos en miniatura las nubes fétidas que despedían las chimeneas de las industrias circundantes.

– El pastel ya está bastante repartido. Tengo trabajadores a mi cargo.

– ¡Trabajadores! ¡No me digas que ahora ofreces contratos de trabajo! -Antes de darle tiempo a responder, añadió-: El trile no entra dentro de mis planes, Leo. Así que ¿cuánto? Tengo un buen motivo para preguntártelo. -Se cruzó de brazos y se apoyó en la pared a esperar.

El se encogió de hombros.

– Normalmente trabajamos en cinco sitios que vamos rotando, unas seis horas al día; llegamos a sacar tres o cuatro de los grandes. Por aquí hay muchos tíos del gremio. Esta gente siempre tiene ganas de perder dinero. Pero pronto nos marcharemos. Va a haber otra oleada de despidos en las fábricas y no queremos que recuerden demasiado bien nuestras caras. Ya sabes cómo funciona. Yo me llevo el sesenta por ciento, pero hoy en día hay muchos gastos. Tengo ahorrados sesenta mil dólares. Quiero duplicar esta cantidad antes del invierno. Así tendré para mantenerme una temporada.

– Pero, conociéndote, no será demasiado tiempo. -Annabelle Conroy cogió su insignia cervecera y la tarjeta del Costco-. ¿Te interesa ganar dinero de verdad?

– La última vez que me lo preguntaste me pegaron un tiro.

– Nos pegaron un tiro porque te volviste avaricioso.

En esos momentos ninguno de los dos sonreía.

– ¿De qué se trata? -preguntó Leo.

– Te lo contaré cuando hayamos dado un par de golpes menores. Necesito un poco de capital para la gran estafa.

– La gran estafa. ¿Queda alguien que todavía se dedique a eso?

Ella ladeó la cabeza y bajó la mirada hacia él. Con las botas de tacón, medía metro noventa.

– Yo. De hecho, nunca he dejado de hacerlo -respondió.

Leo se fijó en que llevaba la melena teñida de rojo.

– ¿No eras morena la última vez que te vi?

– Soy lo que haga falta.

Leo esbozó una sonrisa.

– La Annabelle de siempre -dijo.

Ella endureció levemente la expresión.

– No, la de siempre no. Mejor. ¿Te apuntas?

– ¿De cuánto riesgo estamos hablando?

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