– Muy bien, señora, quédese donde está. Intente mantener la calma, la ambulancia llegará enseguida.
– ¡Por favor, dense prisa!
Nora colgó el teléfono. Calculó que disponía de unos seis o siete minutos más. Tiempo de sobra para un último repaso.
Decidió que la botella de Johnny Walker se quedaba ahí, junto con el vaso en el que se lo había servido. Después de todo, ¿quién iba a culparla por tomarse una copa en un momento como aquél? En cambio, el frasco con los comprimidos tenía que desaparecer.
Lo volvió a guardar en su maleta, enterrado en el fondo de su botiquín, que, a su vez, estaba oculto bajo varias prendas de ropa. Si alguien llegaba alguna a vez a encontrarlo y leer la etiqueta, vería que se trataba de Zyrtec, de 10 miligramos, para las alergias estacionales.
Sin embargo, no sería aconsejable que ese alguien se tomara uno.
Nora cerró la cremallera de la maleta y la subió al dormitorio principal. Allí se aplicó los últimos retoques ante un espejo de cuerpo entero: se sacó la camiseta de algodón por fuera de los vaqueros y tiró varias veces del cuello. A continuación se restregó los ojos con fuerza hasta enrojecerlos. Con una serie de pestañeos forzó la caída de unas cuantas lágrimas para acabar de estropear su maquillaje.
Bien, bastaba con aquello. Estaba lista para el siguiente acto.
En el fondo era bastante excitante. Como una droga. El tercer acto de la obra era el más importante.
Destellos de luces y el sonido ascendente de una sirena se aproximaban por el camino de entrada. Nora salió corriendo por la puerta principal, gritando como una histérica.
– ¡Dense prisa! ¡Rápido, por favor! ¡Por favor!
Los enfermeros -dos hombres jóvenes con el pelo muy corto- cogieron sus bolsas y entraron en la mansión a toda prisa. Nora los condujo de inmediato hasta el cuarto de baño del vestíbulo, donde la larga silueta de Connor yacía tendida en el suelo.
Se arrodilló, llorando descontroladamente, y apoyó su cara enrojecida en el pecho de Connor. Uno de los enfermeros, el más bajo, tuvo que arrastrarla hacia el recibidor para dejar espacio para él y su compañero.
– Por favor, señora. Tenemos que hacer nuestro trabajo. Puede que todavía esté vivo.
Durante los cinco minutos siguientes, se hizo todo lo posible por devolver a Connor Brown a la vida, pero todos los intentos fueron en vano.
Finalmente, ambos enfermeros intercambiaron aquella mirada que ya conocían, el reconocimiento silencioso de que ya no había nada que hacer.
El de más edad se volvió para mirar por encima de su hombro a Nora, que permanecía de pie junto a la entrada, tan aturdida que parecía encontrarse en estado de shock. La cara del hombre lo decía todo sin necesidad de palabras, pero, a pesar de ello, pronunció el innecesario «Lo siento».
A modo de respuesta, Nora rompió a llorar.
– ¡No! -gritó-. ¡No, no, no! ¡Oh, Connor, Connor!
La policía de Briarcliff Manor llegó unos minutos más tarde. Era el procedimiento rutinario, y Nora lo sabía. Habían telefoneado tras confirmar la defunción de Connor. Otra sirena y más destellos de luces en el camino de entrada.
Algunos vecinos se habían reunido para curiosear. Tan sólo una hora antes, Nora y Connor habían bromeado sobre la posibilidad de hacer el amor a la vista de todos ellos.
El agente de policía que llevaba la voz cantante se llamaba Nate Pingry. Era mayor que su compañero, el agente Joe Barreiro, y sin duda el más veterano. Su propósito era simple: detallar un informe sobre las circunstancias que rodeaban la muerte de Connor Brown y los hechos que habían tenido lugar antes de la defunción. En otras palabras, «el inevitable papeleo».
– Sé lo duro que debe de ser para usted, señora Brown, así que intentaremos resolver este asunto cuanto antes -dijo Pingry.
Nora se sujetaba la cabeza entre las manos. Estaba sentada en la otomana del salón, adonde los enfermeros la habían llevado prácticamente a cuestas. Levantó la vista hacia los policías Pingry y Barreiro.
– No estábamos casados -dijo entre sollozos. Vio que los agentes miraban fugazmente su mano izquierda, donde lucía el anillo de cuatro quilates que le había regalado Connor-. Sólo estábamos… -Hizo una pausa y volvió a dejar caer la cabeza entre sus manos-. Nos acabábamos de prometer.
El agente Pingry iba con pies de plomo. Por mucho que odiara esta parte de su trabajo, sabía que tenía que hacerla. De entre las muchas habilidades que requería, la más importante era tener toda la paciencia necesaria.
Poco a poco, Nora les contó a él y a su compañero lo que había ocurrido. Su llegada al anochecer, la tortilla que había hecho para Connor y el momento en que éste había empezado a encontrarse mal. Describió cómo le había ayudado a llegar hasta el cuarto de baño y la agonía por la que parecía haber pasado.
Nora divagaba y de vez en cuando se corregía a sí misma. En otras ocasiones hablaba con claridad. Según había leído en libros de psicología forense, las personas que habían sufrido un impacto emocional cambiaban a menudo de estado de ánimo y de grado de lucidez.
Nora incluso les confesó a los agentes que ella y Connor acababan de hacer el amor. En realidad, se aseguró de mencionarlo. El forense tardaría aproximadamente un día en tener listo su informe, pero ella ya sabía lo que diría la autopsia. Connor había muerto de un paro cardíaco.
Podría haberlo desencadenado el sexo, aun a los cuarenta años de edad. Era un motivo razonable. El estrés derivado de su trabajo podría ser otro. Tal vez hubiera en su familia antecedentes de enfermedades cardíacas. La cuestión era que nadie iba a encontrar una respuesta segura. Precisamente lo que ella quería.
Cuando el agente Pingry hubo terminado con sus preguntas, volvió a leer las notas que había tomado. En aquel resumen de lo que Nora le había dicho estaba todo lo que necesitaba saber… a excepción, por supuesto, de que ella había envenenado a Connor y luego le había visto morir en el suelo del cuarto de baño.
– Creo que ya tenemos todo lo que necesitamos, señorita Sinclair -dijo el agente Pingry-. Si no le importa, nos gustaría echar un último vistazo a la casa.
– Está bien -respondió suavemente-. Hagan lo que tengan quehacer.
Los dos policías se alejaron por el pasillo y Nora permaneció en la otomana, que había adquirido por algo más de siete mil dólares en Antigüedades Nuevo Canaán. Transcurrido un minuto, se levantó. Pingry y su compañero habían sido amables y la observaban con sincera preocupación, pero la hora de la verdad aún estaba por llegar. ¿Qué pensaban en realidad?
Con pasos furtivos, Nora siguió a los policías mientras avanzaban de habitación en habitación. Lo bastante cerca para oír lo que decían y lo bastante lejos para no ser vista. Cuando estaba en el pasillo del segundo piso, consiguió lo que andaba buscando. Los dos hombres se habían detenido en la sala de estar de Connor. Los primeros análisis de su actuación tuvieron lugar allí.
– Joder, mira ese equipo -dijo Pingry-. Creo que sólo el televisor ya vale más de lo que gano yo en un mes.
– Esa chica ha estado a punto de convertirse en millonaria -dijo su compañero, Barreiro.
– No bromees, Joe. Está bien jodida.
– Ni que lo digas. Ha estado así de cerca de conseguir el anillo de bodas.
– Sí, y en ese preciso instante se le ha caído a los pies.
Nora regresó por el pasillo muy despacio y bajó otra vez la escalera sin hacer ruido. Tenía los ojos enrojecidos y estaba hecha un desastre, pero por dentro se sentía reconfortada. «¡Bravo, Nora! Eres buena, muy buena.»
La policía no sospechaba nada en absoluto. Había cometido el crimen perfecto. Una vez más.
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