Denise Mina - Campo De Sangre

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Paddy Meehan, una joven de 18 años, trabaja como botones en un periódico de Glasgow y sueña con llegar a ser periodista. Un día, a la redacción llega la historia de la muerte de un niño a manos de dos chavales de diez y once años, pero Paddy ve pistas que indican que detrás de los dos chicos hay un adulto. Pronto se dará cuenta de que sus investigaciones pueden llevarla a un suicidio profesional, una crisis personal y, además, ponerla en grave peligro.

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Cuando volvió a subir a la redacción, los pocos que no se habían marchado estaban pegados al teléfono. Farquarson estaba solo en su despacho, con la cabeza entre las manos. Le deslizó la copa entre los codos y él levantó la vista, agradecido.

– Avíseme cuando se la acabe, jefe. McGrade quiere que le devuelva el vaso.

– Gracias, Meehan.

– ¿Eh, jefe? Heather y yo vamos a salir en la unidad móvil con George McVie, si le parece bien, tan sólo un par de horas, para coger experiencia.

Farquarson sonrió irónicamente sin dejar de mirar su copa.

– McVie es muy buena persona, ¿no crees? Antes avisad al padre de la parroquia para aseguraros de que no hay ningún problema con el sindicato. Y, ¿Meehan? La unidad móvil es complicada, el turno nocturno es complicado. Puede que George se sienta solo. Mantén las piernas bien cerradas cuando estés con él.

Ella asintió con la cabeza.

El padre Richards estaba en la cantina, tomándose un pastel de carne con alubias y fumando al mismo tiempo. El corte que tenía debajo del ojo le cicatrizaba bien, pero todavía tenía que apañárselas sin sus gafas. Sin ellas, su rostro parecía desnudo.

– Ah, aquí está -dijo al ver a Paddy de pie junto a su mesa-, recién salida de la Liga de Madres Católicas.

Paddy no le hizo caso. Le explicó que McVie había invitado a Heather Alien, quien a su vez la había invitado a ella. Richards dejó el tenedor en el plato con un fuerte golpe y le dio una chupada lasciva a su Sénior Service.

Ella levantó la mano.

– Basta, no tiene que decírmelo. Farquarson ya me lo ha advertido. Sólo quiero asegurarme que los del sindicato no se van a molestar.

– ¿Por qué iba a molestarse el sindicato porque McVie intente matar dos pájaras de un tiro? -dijo Richards, que se rio hasta que la cara se le puso rosada.

Paddy cruzó los brazos y esperó a que terminara.

– Entonces, ¿puedo ir?

– Claro -dijo Richards-. Haced lo que queráis; pero si fueras mi hija, te diría que no.

Para enmascarar su ilusión, Paddy le señaló el ojo herido y le dijo:

– Espero que esta herida se la hiciera la última mujer de la que se rio.

Él le dio una nueva chupada lúgubre a su cigarrillo y la miró de arriba abajo.

– Eres la última mujer de la que me he reído, ¿te gustaría golpearme?

Eran palabras inofensivas, pero la hicieron sentirse incómoda, como si de alguna manera le estuviera haciendo proposiciones.

– No -le dijo, y luego le amenazó de la única manera que sabía-, pero me gustaría hacer el trabajo que hace usted.

Capítulo 8

Y la gente es gilipollas

I

George McVie no tenía permiso para conducir el coche de la unidad móvil, ni siquiera para sentarse delante junto a Billy, porque en una de sus discusiones había agarrado el volante y habían estado a punto de matarse. Ni él ni Billy hablaban entre ellos en el sentido habitual: McVie le gruñía cuando quería seguir una llamada del radioteléfono; a veces, le gritaba cuando quería que Billy llamara a la oficina para que les mandaran un fotógrafo; aparte de esto, no se decían nada. Llevaban cinco meses trabajando juntos de noche y estaban dispuestos a matarse entre ellos.

Billy, con su melenilla ondulada y engominada, larga hasta los hombros, estaba ya en el coche; sintonizaba la radio y colocaba sus pitillos en el salpicadero; luego, comprobó que llevaba monedas para el carrito de hamburguesas. McVie, por su parte, vestido con una gabardina arrugada y un peto acrílico barato, esperaba junto al coche bajo un cielo cargado de nubes.

– ¿Quiere decir que no viene? -Fulminó a Paddy por encima del capó del coche con sus ojos agotados y con pronunciadas ojeras.

– No va a salir esta noche en la unidad móvil; pero lo consulté con Farquarson y con el padre Richards, y ambos dijeron que estaba bien que viniera yo.

Ella trató de sonreír, pero el hombre no estaba convencido. Desvió la mirada al edificio, en concreto a la ventana de la redacción y a la del despacho de Farquarson, como si esperara ver a su jefe allí, de pie frente a la ventana, riéndose de él mientras se follaba a Heather Alien.

– Farquarson me dijo que viniera yo -repitió.

McVie volvió a mirarla, sólo para constatar que Paddy era realmente tan regordeta y tan poco parecida a Heather como le había parecido inicialmente. Chasqueó la lengua amargamente y se inclinó hacia ella por encima del capó del coche.

– Mira, tengo muchas cosas que hacer. Cuando haya llamadas de radio, te quedarás calladita, y cuando lleguemos a cualquier parte, te quedarás en el coche. No pienso hacerte de canguro toda la maldita noche. Limítate a cerrar la boca y nos llevaremos la mar de bien.

Paddy se apartó con exagerado asombro.

– Ahora escúchame tú a mí. No hay absolutamente ninguna necesidad de ser tan grosero, yo te he tratado con perfecta educación, ¿no es cierto?

McVie la miró.

– ¿No es cierto? -Estaba decidida a hacérselo admitir-. ¿No te he tratado con educación?

McVie se encogió de hombros de mala gana.

– Eres un cerdo ignorante. -Abrió la puerta y se metió en el coche.

No había visto nunca a Billy, pero se presentó; le estrechó la mano por encima de su hombro mientras él le sonreía por el retrovisor, satisfecho por haber escuchado el sonido de alguien que se peleaba con McVie.

Aguardaron un rato allí sentados mientras McVie se desfogaba con un par de golpes en el capó del coche. A cada golpe, Billy levantaba las cejas alegremente mirando a Paddy. Al final, McVie abrió la puerta de un manotazo y se metió dentro; luego, sacó furiosamente su McKintosh de debajo de su asiento.

– ¿Qué narices significa «cerdo ignorante»?

– Tú -le contestó Paddy también a gritos, mientras lo señalaba con un dedo-, no tienes ni idea de cómo debes comportarte con la gente.

Billy musitó un «amén», y giró la llave para poner el motor en marcha. La radio cobró vida, y ahogó cualquier esperanza de diálogo. Permanecieron unos cuantos minutos escuchando largas pausas y solicitudes de que los coches de policía regresaran a la comisaría. Lívido por haber sido víctima de una confabulación, McVie dio una patada al respaldo del asiento, y Billy sacó el coche a la calle.

Paddy se recostó y observó a la ciudad a oscuras deslizarse tras la ventanilla, mientras gozaba de la rara sensación de estar en un coche. Pasaron frente a un pub de mala muerte en el Salt Market. Fuera, dos borrachos se peleaban; uno llevaba una cazadora gris de aviador y apretaba el cuello del otro, que iba ataviado con chaqueta de lana; lo sujetaba fuerte con el brazo mientras su oponente se debatía frenéticamente, para tratar de buscar el aire y alcanzar la cara de su agresor. Ambos eran demasiado mayores como para protagonizar una pelea callejera con dignidad; sus barrigas y sus piernas agarrotadas les limitaban los movimientos y convertían la escena en un baile descompasado y rígido. Detrás de ellos, tres hombres más permanecían apoyados en la pared exterior del pub, mirando la pelea, distanciados como si estuvieran haciendo un castin. Si Paddy llega a encontrarse en la parada del autobús, la escena le habría dado un miedo tremendo, pero dentro del coche se sentía segura y capaz de contemplarla, metida en la piel de un periodista. Soñaba con tener aquella sensación desde que iba al colegio, desde que Paddy Meehan obtuvo el perdón real gracias a la labor de un periodista combatiente.

II

Era la primera de sus rondas nocturnas; Billy detuvo el coche en una calle ancha, en la acera norte, donde se alineaban unos cuantos almacenes industriales, y McVie se apeó del vehículo pegando un portazo detrás de él. Tenía la mano en la puerta de la comisaría cuando se dio cuenta de que Paddy lo seguía.

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