– ¿Cómo sabes que es correcto, Rachel?
– Sólo lo sé. Hace veinticinco años Backus ayudó a montar la base de datos del Programa de Detención de Criminales Violentos. Brass lo recuerda. En los ocho años siguientes se recopiló información. Enviaron a agentes de la unidad a entrevistar a todos los asesinos en serie y violadores que había encarcelados en el país. Eso fue antes de que yo llegara, pero incluso después, cuando estaba yo, seguíamos haciendo entrevistas para añadir a la base de datos. A Bundy lo entrevistamos varias veces, sobre todo Bob. Justo antes de su ejecución llamó a Bob a Raiford y yo fui con él. Pasamos tres horas entrevistándolo. Recuerdo que Ted le iba pidiendo chicles a Bob. Era Juicy Fruit, el preferido de Bob.
– ¿Entonces qué? ¿Lo escupió en la mano de Bob? -preguntó Zigo con incredulidad.
– No, lo tiraría en la papelera. Lo entrevistamos en el corredor de la muerte, en el despacho del capitán. Había una papelera. Cuando terminábamos cada día, sacaban a Bundy. Hubo muchas ocasiones en que Bob se quedó solo en aquel despacho. Simplemente podía haberse llevado el chicle de la papelera.
– ¿O sea que estás diciendo que Bob más o menos revolvió entre la basura para coger el chicle de Ted Bundy y se lo guardó para poder ponerlo en una tumba tantos años después?
– Estoy diciendo que sacó el chicle de esa prisión, sabiendo que tenía las marcas de los dientes de Bundy. Quizás entonces era sólo un souvenir . Pero después se convirtió en otra cosa, algo con lo que burlarse de nosotros.
– ¿Y dónde lo guardó, en el congelador?
– Quizás. Allí es donde yo lo habría guardado.
Dei se volvió en su asiento.
– ¿Qué opinas, Brass? -preguntó.
– Creo que tendría que haberlo pensado yo misma. Opino que Rachel está en lo cierto. Creo que Bob y Ted de hecho se entendían. Fue muchas veces a hablar con él. A veces solo. Pudo haberse quedado con el chicle en una de esas ocasiones.
Rachel vio que Dei asentía con la cabeza.
Zigo se aclaró la garganta y habló.
– Entonces ésta era sólo otra forma de decirnos que lo hizo él y lo listo que era. De burlarse de nosotros. Primero el GPS con las huellas y ahora el chicle.
– Eso diría yo -coincidió Doran.
Rachel sabía que no era tan sencillo. Inconscientemente negó con la cabeza y Zigo, que estaba sentado a su lado, se fijó.
– ¿No está de acuerdo, agente Walling?
Se fijó en que Zigo debía de haber asistido a la escuela de Alpert de construir relaciones entre colegas.
– Sólo creo que no es tan sencillo como eso. Lo estamos examinando desde el ángulo equivocado. Recuerda que el GPS y sus huellas nos llegaron, pero el chicle estaba en la tumba desde antes. Quizás había pretendido que el chicle se encontrara primero. Antes de que hubiera ninguna conexión directa con él.
– En ese caso, ¿qué estaba haciendo? -preguntó Dei.
– No lo sé. No tengo la respuesta. Sólo estoy diciendo que no asumamos en este punto que conocemos cuál era el plan ni tampoco la secuencia.
– Rachel, ya sabes que siempre mantenemos una mentalidad abierta en las cosas. Tomamos las cosas como vienen y nunca paramos de mirarlas desde todos los ángulos.
Parecía una frase colgada en la pared en el despacho de relaciones con los medios de Quantico, donde los agentes siempre tenían una política sucinta y declaraciones de procedimiento para expresar por teléfono a los periodistas.
Rachel decidió retroceder y no discutir con Dei por eso. Tenía que esmerarse en no abusar de su bienvenida y sentía que se estaba acercando a ese punto con la que había sido su pupila.
– Sí, lo sé-dijo.
– De acuerdo, Brass, ¿alguna otra novedad? -preguntó Dei.
– Eso era todo. Era suficiente.
– Vale. Hasta la próxima.
Se refería a la próxima sesión en la sala de conferencias. Doran se despidió y colgó, y después el enlace de comunicación de a bordo permaneció en silencio cuando el helicóptero cruzaba el límite entre la zona árida y el inicio de la periferia de Las Vegas. Al mirar abajo Rachel supo que estaban cambiando una forma de desierto por otra. Allí, bajo las tejas y los tejados de gravilla, los depredadores también esperaban para salir de noche y encontrar a sus víctimas.
El Executive Extended Stay Motel estaba cerca del extremo sur del Strip. No tenía luces de neón centelleando delante ni casino ni espectáculo de planta. De hecho, ningún ejecutivo se hospedaba allí. Era un lugar poblado por los moradores de los márgenes de la sociedad de Las Vegas. Los ludópatas, los estafadores, las trabajadoras del sexo, la clase de gente que no puede irse de la ciudad, pero que tampoco puede echar raíces de manera permanente.
Gente como yo. Con frecuencia cuando te encontrabas con un compañero inquilino del Double X, como lo llamaban los veteranos, te preguntaban cuánto tiempo llevabas y cuánto ibas a quedarte, como si estuvieras cumpliendo condena. Creía que muchos de los inquilinos del motel habían pasado por la experiencia real de la cárcel y había elegido el lugar por dos razones. Una era que todavía tenía que pagar una hipoteca en Los Ángeles y no podía permitirme quedarme mucho tiempo en un lugar como el Bellagio o el Mandalay Bay, o incluso el Riviera. Y la segunda era que no quería sentirme cómodo en Las Vegas. No quería nada que me hiciera sentir a gusto, porque cuando llegara el momento de irme, sólo quería devolver la llave y marcharme.
Llegué a Las Vegas a las tres y sabía que mi hija ya habría vuelto de la guardería y que podía ir a casa de mi ex mujer a verla. Quería hacerlo, pero también quería esperar. Tenía a Buddy Lockridge en camino y cosas que hacer. El FBI me había dejado salir de la autocaravana con la libreta todavía en el bolsillo y con el mapa de carreteras de Terry McCaleb todavía en mi coche. Quería usarlos antes de que la agente Dei pudiera darse cuenta de su error y venir a buscarme. Quería ver si podía dar el siguiente paso en el caso antes de que lo hiciera ella.
Me metí en el Double X y aparqué en mi sitio habitual, cerca de la valla que separaba el motel de los hangares de jets privados del aeropuerto McCarran. Me fijé en que un Gulfstream 9 que estaba estacionado allí cuando me había ido de Las Vegas tres días antes seguía en el mismo sitio. A su lado había un jet más pequeño, pero de aspecto más elegante. No sabía qué tipo de jet era, sólo que tenía el mismo aspecto que el dinero. Bajé del coche y subí por la escalera hasta mi apartamento de una habitación del primer piso. Era limpio y funcional y trataba de pasar allí el menor tiempo posible. Lo mejor era que la sala daba a un pequeño balcón. En los folletos de la inmobiliaria lo llamaban «balcón para fumadores». Era demasiado pequeño para poner una silla, pero podía quedarme apoyado en la alta barandilla y contemplar el aterrizaje de los jets de los multimillonarios. Y lo hacía con frecuencia. Me quedaba allí de pie e incluso lamentaba haber dejado de fumar. En ocasiones algún vecino salía a fumar al balcón mientras yo estaba allí. En un lado tenía un jugador que contaba las cartas -o un «jugador aventajado» como se autodenominaba-, y en el otro a una mujer de medios de ingresos indeterminados. Mis conversaciones con ellos eran superficiales, pues nadie quería formular ni responder a demasiadas preguntas en un lugar como aquél.
Las dos últimas ediciones del Sun estaban en la gastada alfombrilla de mi puerta. No había cancelado la suscripción porque sabía que a la mujer que vivía en el apartamento de al lado le gustaba leer el periódico a hurtadillas, después de lo cual volvía a doblarlo y lo metía en su bolsa de plástico. No sabía que yo lo sabía.
Читать дальше