Tom Egeland - El final del círculo

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Contratado por la Universidad de Oslo para supervisar unas excavaciones arqueológicas que se están llevando a cabo en el monasterio de Vaerne (Noruega), Bjorn Belto es testigo de un hallazgo único. Se trata de un cofre de más de dos mil años de antigüedad con un manuscrito en su interior -una serie de leyendas- que podría modificar por completo la versión oficial de la historia del cristianismo. Belto tratando de evitar que el cofre caiga en las innobles manos de unos tipos que se escudan en una fachada académica, huye del país nórdico e inicia un periplo que le llevará de Londres a Oriente Próximo. Perseguido por aquellos que quieren hacerse con el cofre, Belto recala finalmente en Rennes-le-Cháteau, un pueblo del sur de Francia donde los hermanos custodios guardan celosamente un misterioso evangelio que pone en cuestión la propia biografía de Jesucristo.

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– Consideraban que era sagrada. La nave celeste de los dioses.

– ¡Debió de ser un verdadero fastidio para los extraterrestres cuando por fin volvieron y encontraron una enorme pirámide sobre su nave!

Ni siquiera sonríe. Cree que tiene mi confianza.

– Algo pudo haber salido mal desde el principio -apunta-. Quizá fuese un aterrizaje forzoso. Quizá la nave no pudiera despegar, ¿Arena en la maquinaria? O quizá sus astronautas murieran al encontrarse con la atmósfera terrestre, o al entrar en contacto con determinadas bacterias. No estamos seguros. Seguimos en la fase de las adivinanzas.

– ¿Así que no han intentado hacer girar la llave de

arranque?

– Aún no.-Vacila-. Existe otra teoría.

– No lo dudo.

– Podría pensarse que nunca pretendieron que la nave volviese. Que su misión era traer a un grupo de criaturas, sin duda con apariencia humana, para que se quedaran en la Tierra.

– ¿ Qué tenían que hacer aquí?

– Quizá quisieran colonizar nuestro hermoso planeta, intentar reproducirse, no hay modo de saberlo. Hay quien cree que esas criaturas eran los modelos de los relatos de la Biblia sobre bellos ángeles estilizados. Eran más grandes y altos que nosotros, las personas. E inconcebiblemente hermosos. Por la historia de la religión sabemos que los ángeles a veces dejaban embarazadas a nuestras mujeres. Así que, en el aspecto genético, debemos de haber tenido un origen común.

Me río.

El no dice nada.

– ¿Y usted se cree todo eso?-pregunto.

– Se trata de reconocer los hechos, señor Balto.

– O las mentiras.

Lo miro largamente. Al fin, el sonrojo emerge como dos rosas en sus redondas mejillas.

¿Y el cofre? -pregunto-. ¿Qué relación tiene con esto?

– Eso quizá lo sepamos cuando nos lo entregue.

Me río.

– Tenemos la esperanza de que el contenido del cofre pueda guiarnos hasta esos seres extraterrestres -afirma-. No necesariamente a los que aterrizaron, no creo que sean inmortales, aunque, quién sabe… -añade, arqueando las cejas-, sino a sus descendientes. La línea de su estirpe. Tal vez encontremos un mensaje. De ellos para nosotros.

Guardamos silencio.

Recientemente leí algo en el periódico sobre la médico finlandesa Rauni-Leena Luukanen, que no sólo es especialista en enfermedades terrenales como la sinusitis o las hemorroides, sino también en la filosofía pacifista de criaturas de sistemas solares lejanos. Mantiene contactos regulares con los humanoides que cruzan la bóveda celeste. De todas las confidencias que le han hecho, me maravilla que operen con seis dimensiones, que viajen a través del espacio y el tiempo o que una delegación de ellos recibiera a Neil Armstrong cuando puso los pies sobre la Luna. La más fascinante de todas las afirmaciones de Luukanen deriva del hecho de que, al igual que yo, son vegetarianos. Y de que el plato favorito de los humanoides es el helado de fresa.

Me río de nuevo. Es posible que Winthrop me considere un poco incrédulo.

– Piense usted lo que quiera-dice con voz áspera.

– Eso hago.

– Le he presentado los hechos, todo lo que sabemos, y lo que creemos. No puedo hacer más. Créase usted lo que le parezca. O déjelo estar.

– Eso se lo prometo.

Carraspea y se mueve en la silla.

– ¿Qué es la SIS?-pregunto.

– ¡Ah! -Salta a la vista que la pregunta le agrada. Es inofensiva, una de esas preguntas que puede mantenerlo en marcha durante una hora o dos en esas fiestas de cóctel que frecuenta con su bella y joven esposa, que seguramente tiene una relación con su entrenador de tenis-. La SIS -añade lentamente, como si tuviera que tomar impulso con cada letra- es una fundación científica, establecida en el año mil novecientos por los investigadores y científicos más destacados del momento. El objetivo era coordinar los conocimientos de muchas ramas del saber en un banco común. -Asume un tono didáctico, como si estuviera ante un grupo de colegiales-. ¡Imagínese el momento! -Abre los brazos de par en par-. El comienzo del siglo. ¡Un nuevo optimismo! Crecimiento. Idealismo. En la vida económica surgían nuevas y grandes industrias. Una nueva era nacía. Pero había un problema; ¿sabe en qué consistía?

– No.

– Nadie pensaba más que en su propio terreno del saber. Y ésa fue la gran idea que propició la fundación de la SIS: controlar el desarrollo científico, coordinar, poner en contacto a científicos que pudieran ayudarse entre sí. En una palabra: pensar globalmente en esa maraña de unidades.

– Suena estupendo; pero ¿en qué ha derivado la SIS?

– Recibirnos apoyo económico y profesional de todas las ramas del saber. Percibimos dinero del presupuesto estatal y de nuestros propietarios, además de donaciones de universidades y ámbitos científicos de todo el mundo. Somos más de trescientos veinte empleados fijos. Contamos con un gran número de científicos en puestos de la mayor importancia. Tenemos contactos en las principales universidades. Estamos representados en todos los lugares donde se llevan a cabo investigaciones trascendentes.

– Nunca había oído hablar de ustedes.

– ¡Eso sí que es extraño!

– No hasta que averigüé que la SIS estaba detrás de las excavaciones que me habían contratado para…, ¡je, je!, supervisar.

Winthrop hojea, con el pensamiento en otra parte, unos folios que hay sobre el escritorio.

– ¿Qué puede contarme sobre Michael MacMullin? -pregunto.

Winthrop levanta la vista de sus papeles.

– Un gran hombre -dice en tono de devoción-. Es el presidente de la junta directiva de la SIS. Todo un caballero, ya mayor y muy rico. ¡Un cosmopolita! Lo nombraron catedrático de Oxford justo después de la guerra. En mil novecientos cincuenta se retiró de la investigación para dedicar su vida a la SIS.

– ¿Dónde está ahora?

– Creemos que a punto de volver. Pronto tendrá ocasión de reunirse con él. Tiene mucho interés en verlo.

– ¿Cuál es su especialidad?

Winthrop enarca las cejas.

– ¿No lo sabe? Es arqueólogo. Como usted. Como su padre.

***

Diane está sentada tras el mostrador, y mira con los ojos entornados el ordenador con letras verdes. Está mona cuando entorna los ojos. También está mona cuando no lo hace.

El sol entra a raudales por las grandes ventanas. Acabo de cruzar la puerta. En la mano estrujo el folleto enrollado de la SIS que me ha dado Winthrop. Al separarnos, ha reído con su boba risa de payaso y me ha dicho que le alegraba verme tan dispuesto a colaborar. ¿Dispuesto a colaborar? Al parecer pensaba que había hecho su trabajo y que yo iba a irme corriendo a casa a buscar el maldito cofre. Debe de creer que soy fácil de persuadir. Y bastante tonto.

Con un carraspeo discreto, que resuena en el silencio catedralicio, doy un paso hacia el interior de la biblioteca. Diane me mira con expresión ausente. La concentración se diluye en una sonrisa. La luz me engaña: por un instante me parece que se sonroja.

– Tú otra vez -dice.

– Acabo de estar con Winthrop.

Se levanta y viene hacia mí. Esta mañana, al elegir la ropa (me la estoy imaginando), ha puesto cuidado: lleva una blusa de seda blanca, una falda negra ceñida que le sienta bien a su figura, medias de nailon negro y zapatos de tacón.

– Lo llamamos el Hombre de la Luna. -Suelta una risa contenida y pone una mano sobre mi brazo. Sonrío forzadamente. El contacto desencadena en mi cráneo un chaparrón de hormonas.

– Diane, ¿podrías ayudarme?

Ella vacila un momento, luego responde:

– Claro.

– Lo que necesito quizá no sea del todo sencillo.

– Haré lo que pueda, pero lo imposible lleva un poco más de tiempo.

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