Tim Krabbé - La Desaparición

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Publicado en dieciséis países además de Holanda, Tim Krabbé se convirtió en autor de culto a raíz de la versión cinematográfica de esta novela. Relato breve y estremecedor sobre el poder devastador con que la fatalidad irrumpe en la vida cotidiana, La desaparición es también una brillante y aterradora exposición de la lógica criminal, narrada con una prosa tensa y descarnada.
Crispados por el tedio y la fatiga de su largo viaje en coche hacia el Mediterráneo, Rex y Saskia se detienen en una gasolinera para repostar. Mientras Rex llena el depósito, Saskia entra en la tienda para comprar unos refrescos. Pero nunca regresa. Como si un agujero negro se la hubiera tragado, Saskia desaparece sin dejar rastro: todos la han visto, pero nadie sabe nada. Ocho años más tarde, pese a que ha conseguido rehacer su vida, Rex no logra olvidar. Infinidad de pequeños detalles le recuerdan lo ocurrido, como si de mensajes cifrados se tratara. Las pesadillas lo atormentan y, en el fondo de su alma, intuye que sería capaz de dar su vida a cambio de saber qué le ocurrió a Saskia. Por fin, la oportunidad se materializa en la persona de Raymond, un respetable profesor de química de un instituto francés que lleva a cabo un macabro experimento consistente en averiguar hasta qué punto maquinar un acto de maldad absoluta implica necesariamente ejecutarlo.

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– No, no -le dijo Lemorne y le señaló el asiento de atrás, donde aún estaba la caja de azulejos, en la que se leía: J.-J. Montméjean-Autun-Tuilier. Apoyado contra la caja estaba el cabestrillo, del que sobresalía el tapón del frasco.

Se encontraban muy cerca el uno del otro. A la izquierda estaba el camión, y a la derecha había aparcada una caravana; era como si se hallasen en un estrecho callejón.

Lemorne abrió su puerta, se inclinó hacia el asiento de atrás y volvió a incorporarse.

– Pesa bastante -comentó mientras señalaba hacia la caja-. Lo más fácil sería que usted subiese.

Le señaló la puerta del acompañante y vio fugazmente cómo la oscuridad se cernía sobre su rostro, t aquel atisbo de desconfianza.

– ¿Una R? -dijo Lemorne.

– Sí. -La joven avanzó hacia la puerta, sosteniendo las latas en la mano. El se giró hacia el asiento de atrás. Cuando ella estuvo junto a la puerta, él ya había volcado la botella y tenía el trapo empapado en la mano.

Entonces la joven se sentó y se volvió hacia la caja.

– Perdone un momento -dijo Lemorne y estiró el brazo por detrás de ella. Con una repentina y violenta exhalación, la joven se apartó de él; Lemorne flexionó el brazo y apretó con fuerza la mano contra su rostro.

Ella arqueó la espalda como una saltadora en el filo del trampolín… de pronto dejó caer las latas y se desplomó hacia atrás.

«Ya te tengo», pensó Lemorne.

Arrancó el coche, salió del aparcamiento y entró en la Autoroute du Soleil.

4

Era imposible que hubiese recibido algo el primer día, pero Rex fue a mirar de todos modos. Lo hizo a pie y sin paraguas, aunque estaba lloviznando. Aquél era un paseo conmemorativo, y una cosa así tenía que hacerse por medios propios, sin protegerse del cielo.

Vivía en un edificio situado al final de Buitenveldert, al otro lado del canal que cuando él nació constituía el límite de Amsterdam. Caminó por una ancha avenida en la que reinaba un silencio con el que los urbanistas seguramente no habían contado, y pasó por el lugar donde de pequeño había visto una competición de globos. Posteriormente, en aquel mismo lugar, habían edificado el colegio donde había hecho sus exámenes finales hacía más de veinte años.

Atravesó el puente y llegó a un barrio tranquilo y limpio, con bloques de pisos caros y calles en las que todos los coches estaban parados. En una de esas calles había una estafeta que disponía de una entrada independiente para los apartados de correos.

Rex abrió su buzón, y aunque quedaba a la altura de los ojos, metió el brazo hasta el fondo.

No había nada, y emprendió el camino de regreso. Era un paseo agradable. En total no suponía más de media hora, y decidió que los días sucesivos también iría andando.

En su despacho, de vez en cuando se levantaba para mirar por la ventana. En una ocasión vio algo que le hizo frotarse los ojos. Justo debajo de la ventana, sobre el mugriento capó de un coche familiar de color amarillo que hacía tiempo que no veía el agua, había escrito: «Rex, me gustas mucho. Sandra.»

«¡Dios! -pensó Rex-, la primera noticia viene de ella.»

Era un vehículo que llamaba la atención, pero nunca lo había visto. Se asomó por la ventana para ver la matrícula: era holandesa.

No sintió escalofríos, por más que lo hubiese deseado. Ocho años habían bastado para acostumbrarse a ese tipo de cosas. En una ocasión, viajando por la región en la que Saskia había desaparecido, vio, a lo largo de la carretera, muchas paredes pintadas de blanco con un gran signo de interrogación de color rojo en el centro. No había nada más, salvo unos números, siempre los mismos: 29.07.75, separados con puntitos, como si alguien hubiese querido que se leyeran como una fecha. La del día siguiente a su desaparición… Pero era el teléfono de la agencia que alquilaba las vallas publicitarias.

También había visto una vez un ratoncito con las patas apoyadas contra el cristal del escaparate de una tienda de animales; lo miraba tan fijamente y con tal intensidad que Rex había tenido la dolorosa certeza de que era Saskia quien lo miraba detrás de aquellos ojos.

SÍ uno estaba predispuesto a verlos, aquellos mensajes eran el pan de cada día. Los números del cuentakilómetros en la estación de servicio TOTAL, las fechas de nacimiento, de su primer encuentro, de su desaparición, aparecían continuamente en su vida; en el periódico vio el anuncio de la boda de un Rex y una Saskia; soñó vanas veces con el hijo de unos conocidos y más tarde se enteró de que el niño había nacido el mismo día de la desaparición de Saskia.

Pero más aún que todos esos mensajes -exceptuando su sueño sobre el Huevo de Oro-, Rex apreciaba una gran pinza de madera, el último vestigio de la contribución de Saskia al mantenimiento de la casa de Rex, y que él seguía utilizando para la función que ella le había dado: mantener bien cerradas las bolsas de patatas fritas, después de abiertas.

Rex siguió trabajando y, cuando más tarde volvió a mirar el coche, descubrió que se le había pasado por alto una cosa. En el capó también se leía: «TE ESCRIBO ESTO Y SE ESTROPEA EL AMOR.»

«¡Qué frase tan bonita!», pensó. Se le saltaron las lágrimas. ¿Le habría ocurrido a alguien que una carta de amor tan bella estuviese aparcada debajo de su ventana? Una verdad sublime y poética: expresar el amor equivalía a destruirlo. Al margen de Saskia y de la comunicación que quizá ella intentaba hacerle llegar desde su paradero desconocido, Rex se enamoró de forma fulminante de la tal Sandra.

Pero ¿quién era ella? No conocía a nadie con ese nombre. ¿Sería una de esas treintañeras frustradas que, al igual que él, se pasaban todo el santo día solas en su apartamento? A ésas se las imaginaba más echando un polvo rápido con el primero que llamase a su puerta que escribiendo poesía en el capó de un coche.

¿Sería aquella muchacha de unos quince años con la que se había cruzado en la escalera alguna que otra vez y a la que él llamaba «Doña Risitas»? Aquella vez que se la había encontrado por la calle acompañada de una amiga y ella había girado la cabeza en su 'dirección lanzando una risita, le había dejado claro que al menos ella sí había pensado en él.

¿Cómo podía saber ella, fuese quien fuese, que él se llamaba Rex? En su puerta aparecía R. Hofman. ¿Seguro que aquel mensaje era para él? Quizá había sido escrito para un Rex en Utrecht, y aquella furgoneta iba viajando de un lado a otro, sembrando la confusión delante de casas en las que vivía un Rex. Pero tampoco había tantos Rex. Y el mensaje era reciente, no se veían capas de pátina encima.

De repente Rex sintió un deseo intenso y físico hacia aquella Sandra. ¿Por qué no escribía en el capó: «Entonces sube»? Pero ¿y si era realmente aquella jovencita y sus padres lo pillaban? No: ella sabía quién era él, y no al contrario… si quería algo de él, tendría que ser ella quien diese el primer paso.

En cualquier caso, ya nada podía estropearle el día y Rex continuó con el artículo que estaba escribiendo sobre Cantor, el matemático alemán del siglo XIX, para la popular revista científica juvenil en la que colaboraba.

De vez en cuando echaba un vistazo para comprobar que el coche amarillo seguía allí y, como una broma a sí mismo, buscó la página de mujeres de su agenda y anotó el nombre de Sandra bajo el epígrafe de «pos. demasiado joven».

El segundo día tampoco encontró nada en el buzón.

El tercer día había tres cartas. Una de ellas, con caligrafía infantil, estaba firmada por una tal Salda. Era irritante el desprecio de los franceses por la ortografía de los nombres extranjeros. La carta tenía ocho páginas y empezaba con una descripción pornográfica de las experiencias de Sakia en un burdel. Rex no acabó de leerla. La segunda era de un clarividente de Autun, que le vaticinaba que volvería a ver a Saskia en breve. Rex sabía que Autun no quedaba demasiado lejos de la estación de servicios TOTAL y fue a comprobarlo. Ochenta kilómetros. Puso la carta aparte. La tercera era de la revista Photo-Vie, que le ofrecía cinco mil francos por la historia si lograba encontrar a Saskia. Rex les contestó dicíéndoles que les concedería gratis la exclusiva de su regreso si volvían a publicar la historia de su desaparición con fotos.

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