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Qiu Xiaolong: Muerte De Una Heroína Roja

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Qiu Xiaolong Muerte De Una Heroína Roja

Muerte De Una Heroína Roja: краткое содержание, описание и аннотация

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Shanghai, 1990, el asesinato de la joven Guan «Hong Ying», una celebridad política y estandarte nacional, se convierte en un caso delicado un año después de los acontecimientos de la Plaza Tiananmen. El recién ascendido Inspector Jefe Chen Cao se muestra poco convencido por la máscara de perfección de la heroína roja, entregada a la causa del Partido, sin amigos ni amante. Muerte de una heroína roja es mucho más que una historia de detectives. Llena de contrastes, es una radiografía sutil de la China de la transición, captada a través de una multitud de historias particulares y una apasionante inmersión en su historia, cultura, tradición poética y gastronómica. Una magnífica iniciación a la China de hoy. Galardonada con el Premio Anthony a la mejor primera novela y finalista del prestigioso Premio Edgar, Muerte de una heroína roja es la confirmación de uno de los escritores más interesantes del momento.

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– Hay una vista maravillosa desde la ventana -prosiguió ella-. Parece un cuadro.

Wang se había apoyado en el marco recién pintado de la ventana, con los pies cruzados y una copa en la mano.

– Tú eres quien la convierte en un cuadro.

A la luz del atardecer que se filtraba entre las persianas de plástico, la tez de Wang parecía una porcelana de tonos mates. Tenía ojos claros y almendrados, lo "bastante alargados como para darle ese aire distinto. El pelo negro le caía por la espalda como una cascada. Vestía una camiseta blanca y una falda plisada, con un cinturón ancho de piel de cocodrilo que ceñía su cintura de "avispa emancipada" y que le realzaba los pechos.

"Avispa emancipada". Era una imagen inventada por Li Yu, el último Emperador de la dinastía Tang del sur y, además, poeta brillante que había descrito la belleza admirable de su concubina favorita en célebres poemas. Al Emperador-poeta le angustiaba la idea de que se rompiese su amante en dos si la estrechaba con demasiada pasión. Se decía que la costumbre de vendar los pies también había comenzado durante el reinado de Li Yu. «En cuestión de gustos, no hay nada escrito», pensaba Chen.

– ¿Qué quieres decir? -preguntó Wang-.

– «Con su fina cintura, ingrávida, baila sobre la palma de mi mano», pero el famoso verso de Du Mu no basta para rendirte justicia -dijo él, modificando la cita al recordar el trágico fin de la concubina imperial, la cual, tras la caída de la dinastía Tang, había muerto ahogada en un pozo-.

– ¿Más falsos cumplidos copiados de la dinastía Tang, mi inspector jefe poeta?

Ahora se parecía más a la elocuente mujer que Chen había conocido en las oficinas del diario Wenhui, y esa idea lo alegró. Wang había tardado mucho tiempo en superar el trauma de la huida de su marido, quien aprovechó un viaje de estudios a Japón para no volver a China cuando caducó su visado. Como era de esperar, para ella fue un golpe difícil de encajar.

– Sólo poéticamente -confesó Chen-.

– Con este piso nuevo ya no tienes excusa para seguir soltero -Wang vació su copa y echó hacia atrás su larga cabellera-.

– Bueno, preséntame a una chica.

– ¿Necesitas mi ayuda?

– ¿Por qué no? Si estás dispuesta a prestármela -cambió de tema-. Pero, cuéntame, ¿cómo te van las cosas? Quiero decir… con tu piso. Apuesto a que no tardarás en tener uno propio.

– Para eso tendría que ser inspector jefe, una estrella política en ascenso.

– Por supuesto -alzó su copa-. Te lo agradezco mucho.

Pero era verdad lo que decía, al menos hasta cierto punto.

Se habían conocido en un ambiente profesional. A Wang le asignaron un reportaje sobre los "policías del pueblo", y Li, el secretario del Partido en el Departamento de Policía de Shanghai, le mencionó el nombre de Chen. Cuando se entrevistó con él en su despacho, Wang mostró más interés por sus actividades nocturnas que por su trabajo durante el día. Chen había traducido varias novelas policíacas occidentales. A la periodista no le entusiasmaba demasiado el género, pero descubrió en ello una perspectiva novedosa para su artículo. Los lectores respondieron favorablemente a la imagen de un joven policía que «trabaja hasta altas horas de la noche traduciendo libros y ampliando los horizontes de sus conocimientos profesionales mientras la ciudad de Shanghai duerme plácidamente». El artículo despertó el interés de un viceministro en Beijing, el camarada Zheng Zuoren, quien creyó haber descubierto en Chen un modelo nuevo de policía. En parte gracias a las recomendaciones de Zheng, lo habían ascendido a inspector jefe.

Sin embargo, no era del todo cierto que Chen hubiera decidido traducir novelas policiales para enriquecer sus conocimientos profesionales. Se debía más al hecho de que, en aquellos tiempos, trabajando exclusivamente como agente, necesitaba más dinero. También había traducido una colección de poesía imaginista estadounidense, pero la editorial sólo le había ofrecido doscientos ejemplares en lugar de pagarle por la traducción.

– ¿Estabas tan segura de las motivaciones que tenía para traducir?

– Claro que sí, y así lo decía en ese artículo: el sentido de la dedicación de un policía del pueblo. Wang rió e inclinó su copa a la luz del sol. En ese momento ya no era la periodista seria que había hablado con él, muy erguida en su silla frente al escritorio de su despacho y tomando notas en una libreta. El tampoco era un inspector jefe, únicamente un hombre que disfrutaba de la compañía de una mujer en su propia casa.

– Ha pasado más de un año desde el día en que nos conocimos en aquel pasillo de las oficinas del Wenhui -dijo Chen llenando de nuevo las copas-.

– «El tiempo es un pájaro./Se posa y alza el vuelo» – contestó-.

Eran versos de un poema de Chen titulado Separación. Fue todo un detalle por su parte recordarlos.

– Te habrás inspirado en una separación que no puedes olvidar -prosiguió ella-. En la separación de una persona muy querida.

Su intuición no le fallaba. El poema estaba inspirado en su separación de una gran amiga que tenía en Beijing hacía años, una separación que todavía no olvidaba. Chen nunca se lo había contado a Wang. Ella lo miró por encima del borde de su copa y luego bebió un trago largo con ojos chispeantes.

¿Había un asomo de celos en su voz?

El poema había sido escrito hacía mucho tiempo, pero no quería hablar en ese momento de su significado.

– Un poema no tiene por qué versar sobre episodios de la vida del poeta. La poesía es impersonal. Como dijo T. S. Eliot, «La poesía no consiste en expresar una crisis emocional».

¿Qué has dicho? ¿Crisis emocional? -una voz animada interrumpió la conversación-.

Era Lu, el Chino de ultramar, quien tras cruzar el umbral, entraba ruidosamente en escena. Traía un enorme pollo de mendigo, y con su cara rubicunda y su cuerpo rollizo, era la expresión de la alegría en persona, una alegría realzada por su traje blanco a la moda, con una chaqueta de hombreras bastante gruesas y una llamativa corbata roja. Su mujer, Ruru, delgada como un junco de bambú y de rasgos angulosos, llevaba un vestido amarillo muy ceñido y traía una cacerola de cerámica de color púrpura.

– ¿De qué estáis hablando? -preguntó ella-.

Lu dejó la comida en la mesa y se tumbó en el flamante sofá de cuero. Los miró con una expresión llena de curiosidad.

Chen se ocupó en sacar el pollo de mendigo de su envoltorio, lo cual le dio una buena excusa para no contestar a la pregunta. Olía de maravilla. Al parecer, la receta nació cuando un mendigo cocinó un pollo envuelto en hojas de loto y arcilla enterrándolo en un lecho de brasas. El resultado era espectacular. Seguro que Lu había dedicado horas en prepararlo.

Chen se fijó en la olla de cerámica.

– ¿Qué es esto?

– Estofado de calamares con cerdo -explicó Ruru-. Lu me ha dicho que era tu plato preferido en el instituto.

– Camarada inspector jefe, cuadro del partido en ascenso y, por si fuera poco, poeta romántico -siguió Lu-, no necesitas para nada mi ayuda con ese nuevo piso, y menos aún con esta chica, bella como una flor, a tu lado.

– ¿Y ahora qué tonterías dices? -preguntó Wang-.

– Nada, sólo hablo de la cena… Huele deliciosamente. Creo que me va a dar algo si no empezamos enseguida.

– Siempre es así, con su viejo amigo se olvida de sus modales -explicó Ruru a Wang, a quien ya había visto en otras ocasiones-. Sólo el inspector jefe Chen sigue llamándolo Chino de ultramar.

– Son las siete -avisó éste-. Si el profesor Zhou y su mujer no han llegado a esta hora, es que ya no van a venir. Así que podemos empezar.

No había comedor. Con ayuda de Lu y Ruru, Chen instaló la mesa y las sillas plegables. Cuando estaba solo, comía en el escritorio, pero había comprado el conjunto de mesa y sillas plegables para ocasiones como ésa.

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