Qiu Xiaolong - Muerte De Una Heroína Roja

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Shanghai, 1990, el asesinato de la joven Guan «Hong Ying», una celebridad política y estandarte nacional, se convierte en un caso delicado un año después de los acontecimientos de la Plaza Tiananmen. El recién ascendido Inspector Jefe Chen Cao se muestra poco convencido por la máscara de perfección de la heroína roja, entregada a la causa del Partido, sin amigos ni amante.
Muerte de una heroína roja es mucho más que una historia de detectives. Llena de contrastes, es una radiografía sutil de la China de la transición, captada a través de una multitud de historias particulares y una apasionante inmersión en su historia, cultura, tradición poética y gastronómica. Una magnífica iniciación a la China de hoy.
Galardonada con el Premio Anthony a la mejor primera novela y finalista del prestigioso Premio Edgar, Muerte de una heroína roja es la confirmación de uno de los escritores más interesantes del momento.

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No era sólo el contraste sorprendente que aquellas fotos ofrecían con la imagen de "trabajadora modelo" del álbum anterior, sino también que en ellas Chen descubría a una Guan más bella y más viva, radiante, como iluminada desde dentro. Parecía que esas imágenes encerraban un mensaje, Pero ¿cuál? Chen era incapaz de descifrarlo.

Algunas fotografías eran primeros planos turbadores. En uno, Guan aparecía tendida en un canapé, con los hombros de suaves curvas tapados sólo por una toalla blanca. En otro, sentada sobre una mesa de mármol, envuelta en un albornoz, balanceando sus piernas desnudas. En la tercera, se la veía arrodillada en traje de baño, con los tirantes sueltos, el pelo enmarañado, como si estuviera sin aliento.

El inspector jefe Chen parpadeó como si quisiera romper el embrujo pasajero de aquellas imágenes. ¿Quién habría tomado esas fotografías? ¿ Dónde se habían revelado, y en particular los primeros planos? Ningún laboratorio del Estado habría aceptado el pedido, dado que algunas podrían ser tildadas de "burguesas y decadentes". Asimismo, Guan habría corrido un grave riesgo al entregarlas a un laboratorio privado, cuyo dueño, sin escrúpulos, no hubiera dudado en hacer negocios con ellas. Habría sido políticamente desastroso para ella que reconocieran a la trabajadora modelo nacional.

Una página del álbum era lo bastante grande para cuatro fotografías de tamaño normal, pero en varias páginas sólo había una o dos. Las últimas páginas estaban en blanco.

Era ya casi mediodía cuando Chen devolvió los álbumes al cajón. No tenía hambre. A través de la ventana creyó oír el ruido procedente de una apisonadora de una obra distante.

El inspector jefe Chen decidió que hablaría con los vecinos. Primero se dirigió a la puerta contigua a la de Guan, que todavía estaba decorada con un papel rojo desteñido en el que se podían leer unos versos que celebraban la Fiesta de la Pri mavera. Un símbolo de plástico del yin-yang también colgaba a modo de adorno.

Una mujer pequeña y atractiva abrió la puerta. Vestía pantalones y una camiseta de algodón, y un delantal blanco le ceñía la cintura. Debía de estar cocinando, ya que se limpió una mano en el delantal mientras mantenía la puerta abierta con la otra. Chen calculó que tendría unos treinta y cinco años. Unas arrugas diminutas nacían de las comisuras de sus labios. Chen se presentó y le enseñó su tarjeta de visita.

– Entre -dijo ella-. Me llamo Yuan Peiyu.

Otra habitación aprovechada al máximo. Era idéntica en tamaño y forma a la de Guan, aunque parecía más pequeña a causa de la ropa y otros objetos desperdigados por todas partes. Sobre una mesa redonda, en medio de la habitación, se alineaban varias hileras de empanadillas recién hechas, junto a una pila de obleas y un cuenco de carne de cerdo para el relleno. Un niño vestido con un disfraz militar salió de debajo de la mesa y miró a Chen mientras masticaba un bollo que tenía a medias. El pequeño soldado levantó un puño pringoso e hizo un gesto como si fuera a lanzarle el bollo convertido en una granada.

– ¡Pum!

– ¡Para! ¿No ves que es un agente de policía?

– No se preocupe -repuso Chen-. Siento molestarla, camarada Yuan. Habrá sabido lo de la muerte de su vecina. Sólo quiero hacerle unas cuantas preguntas.

– Lo siento -se excusó-, no puedo ayudarle. No sé nada de ella.

– Han sido vecinas durante muchos años.

– Sí, unos cinco.

– Entonces debe haber tenido algún contacto con ella. Imagino que habrán cocinado juntas en el pasillo o lavado ropa en el fregadero colectivo.

– Bueno, le diré algo. Ella salía de casa a las siete de la mañana y volvía a la siete de la tarde, a veces incluso de noche. Nada más llegar, cerraba la puerta. Nunca nos invitó a entrar, ni tampoco nos visitó. Lavaba su ropa en la sección de electrodomésticos de su establecimiento, en una de esas máquinas que tienen en exposición. ¡Gratis!, y a lo mejor hasta le regalaban el detergente. Comía en la cantina de los grandes almacenes. Sólo una o dos veces al mes cocinaba en su casa un paquete de fideos rápidos o algo por el estilo, aunque siempre dejaba su hornillo fuera a resultas de declaración expresa de su derecho sagrado al espacio público.

– ¿Entonces usted nunca hablaba con ella?

– Cuando nos encontrábamos, me saludaba con un cabeceo. Eso era todo -prosiguió Yuan-. Como era una celebridad, no alternaba con nosotros. ¿De qué habría servido hacerle la rosca?

– Quizá estaba demasiado ocupada.

– Ella era alguien; nosotros, en cambio, no somos nadie. Ella hacía grandes donativos al Partido, pero nosotros casi no llegamos a fin de mes.

Chen quedó impresionado por el resentimiento que manifestaba la vecina de Guan.

– Da igual cuál sea nuestro puesto -sentenció-. Todos trabajamos para nuestra China socialista.

– ¿Para la China socialista?-chilló-. El mes pasado me despidieron de la fábrica del Estado. Tengo que alimentar sola a mi hijo. Su padre murió hace años, así que hago empanadillas todo el día, de sol a sol, y a las seis de la mañana voy a venderlas en el mercado. Si a eso le quiere llamar «trabajar para la China socialista», allá usted.

– Lamento lo que me cuenta, camarada Yuan -se disculpó Chen-. En este momento China está viviendo un periodo de transición, pero las cosas mejorarán.

– No es culpa suya. ¿Por qué tendría que lamentarlo? Pero ahórrese el discurso. La camarada Guan Hongying no quería relacionarse con nosotros, y ya está.

– Habrá tenido amigos que venían a visitarla, ¿no?

– Puede que sí, puede que no, pero eso es asunto suyo, no mío.

– Le entiendo, camarada Yuan -insistió él-, pero aun así quisiera hacerle algunas preguntas. ¿Notó usted algo fuera de lo normal en Guan durante los últimos meses?

– Yo no soy policía. Consecuentemente, no sé distinguir qué es normal y qué no.

– Una última pregunta -dijo Chen-. ¿La vio usted la noche del 10 de mayo?

– El 10 de mayo… Deje que piense -contestó-. No recuerdo haberla visto en todo el día. Aquella noche estuve en una reunión en el colegio de mi hijo, y después nos acostamos temprano. Como ya le he dicho, tengo que madrugar para ir a vender las empanadillas.

– Quizá quiera pensárselo un poco. Puede ponerse en contacto conmigo si se acuerda de algo -repuso Chen-. Y, una vez más, siento lo que pasó en su fábrica, pero esperemos lo mejor.

– Gracias -respondió como si también quisiera disculparse-. Ahora que lo pienso… Puede que haya una cosa… En los dos últimos meses volvía, a veces, bastante tarde, a las doce o incluso más. Desde que me despidieron tengo tantos problemas que me cuesta dormirme, así que en una o dos ocasiones la oí llegar a esas horas. Pero, claro, quizá estaba realmente muy atareada, siendo una trabajadora modelo de rango nacional y todo eso.

– Sí, es posible -convino él-, pero lo averiguaremos.

– Es lo único que sé -concluyó-.

El inspector jefe Chen le dio las gracias y se despidió. Se dirigió a la puerta de la vecina de enfrente en el mismo pasillo, al lado del baño colectivo. Iba a tocar el diminuto timbre cuando la puerta se abrió de golpe. Una chica salió corriendo hacia la escalera y una mujer de edad mediana se quedó mirándola desde la puerta, enfurecida y con los brazos en jarra:

– ¿También tienes que venir tú a mangonearme? ¡Putilla! ¡Mala puñalada te den!

Al ver a Chen, sus ojos desorbitados le lanzaron una mirada rabiosa. Él adoptó de inmediato la postura de un oficial de policía que no tenía tiempo que perder. Sacó su placa y se la enseñó con un gesto que había visto a menudo en la televisión. Tuvo un efecto calmante instantáneo.

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