– ¿Por qué me estás contando esto?
– Apelo a tu patriotismo -dice Hobbs.
– El país al que amo no se acuesta con gente que tortura hasta la muerte a sus propios agentes.
– Pues entonces a tu pragmatismo -dice Hobbs. Saca unos documentos del bolsillo-. Documentos bancarios. Depósitos ingresados en tus cuentas de las islas Caimán, Costa Rica, Panamá… Todos de Miguel Ángel Barrera.
– No sé nada de eso.
– Resguardos de reintegros con tu firma.
– Tuve que hacer ese trato.
– El menor de dos males. Exacto -dice Hobbs-. Comprendo muy bien el dilema. Ahora te pido que comprendas el nuestro. Guardas nuestro secreto, nosotros guardamos el tuyo.
– Que te jodan.
Art da media vuelta y empieza a andar hacia la senda.
– Keller, si crees que vas a marcharte de rositas…
Art levanta el dedo corazón y sigue caminando.
– Tenemos que llegar a una especie de acuerdo…
Art niega con la cabeza. Que se metan por el culo su teoría del dominó, piensa. ¿Qué puede ofrecerme Hobbs a cambio de Ernie?
Nada.
Nada en este mundo. No puedes ofrecer nada a un hombre que lo ha perdido todo, la familia, su trabajo, su amigo, la esperanza, la confianza, la fe en su país. No puedes ofrecer nada significativo a ese hombre.
Pero resulta que sí.
Entonces Art lo comprende: Cerbero no es un guardián, es un portero. Un portero jadeante, sonriente, con la lengua fuera, que te invita ansioso a entrar en el averno.
Y no puedes resistirte a la invitación.
CONMOVI Ó LAS M Á S PROFUNDAS SIMAS
…y todos los cerrojos y tranca
s de hierro macizo o roca s ó lida con facilidad se aflojan:
las puertas infernales vuelan de improviso
abiertas con un impetuoso retroceso y un sonido
estridente;
sus goznes produjeron un horr í sono y prolongado estampido,
que conmovi ó las m á s profundas simas del
Erebo.
John Milton, El para í so perdido
Ciudad d é M é xico
19 de septiembre de 1985
La cama tiembla.
El temblor se funde con su sueño, y después con sus pensamientos conscientes: la cama está temblando.
Nora se sienta en la cama y mira el reloj, pero le cuesta enfocar los números digitales porque da la impresión de que vibran, casi se licúan, delante de sus ojos. Extiende la mano para inmovilizar el reloj. Son las seis y dieciocho minutos de la mañana. Entonces se da cuenta de que es la mesita de noche la que está temblando, de que todo está temblando, la mesa, las lámparas, la silla, la cama.
Está en una habitación de la planta séptima del hotel Regis, un lugar muy conocido de la avenida Juárez, cerca del parque de la Alameda, situado en el centro de la ciudad. Invitada por un ministro del gabinete, la llevaron para ayudarle a celebrar el Día de la Independencia, y allí sigue, tres días después. Por las noches, vuelve a casa con su mujer. Por las tardes, va al Regis para celebrar su independencia.
Nora piensa que tal vez continúe durmiendo, soñando, porque ahora las paredes están latiendo.
¿Estoy enferma?, se pregunta. Se siente mareada, con náuseas, sobre todo cuando se levanta de la cama y no puede caminar, ni siquiera tenerse en pie, mientras da la impresión de que el suelo se desliza bajo sus pies.
Mira el espejo grande de pared que hay frente «a la cama, pero su rostro no se ve pálido. Su cabeza sigue dando vueltas en el espejo, y entonces el espejo se inclina y estalla en mil pedazos.
Levanta el brazo para protegerse los ojos y nota que diminutas astillas de cristal se clavan en su carne. Después oye el sonido de un fuerte chubasco, pero no es lluvia, sino cascotes que caen de los pisos superiores. Entonces da la impresión de que el suelo se desliza como una de esas planchas metálicas de las casas de la risa, pero esto no es divertido, sino aterrador.
Estaría más aterrorizada todavía si viera lo que está pasando en la calle. Verla ondular, literalmente, ver que la parte superior del hotel se inclina, oscila y golpea la cúspide del edificio de al lado. No obstante, lo oye. Oye el terrible crujido, y después la pared que hay detrás de la cama cae, ella abre la puerta y escapa al pasillo.
Fuera, Ciudad de México sufre temblores de muerte.
La ciudad está construida sobre el lecho de un antiguo lago, que a su vez se asienta sobre la gran placa tectónica de Cocos, la cual se halla en constante movimiento bajo la masa continental mexicana. La ciudad y sus blandos cimientos se hallan a solo trescientos kilómetros del borde de la placa, y de una de las fallas más grandes del mundo, la gigantesca Zanja de Centroamérica que corre bajo el océano Pacífico desde la ciudad turística mexicana de Puerto Vallarta hasta Panamá.
Durante años se han producido pequeños movimientos sísmicos a lo largo de los extremos norte y sur de esta placa, pero no cerca del centro, ni cerca de Ciudad de México, lo que los científicos llaman «laguna sísmica». Los geólogos la comparan con una hilera de petardos que han estallado a lo largo de ambos extremos pero no en el centro. Dicen que, tarde o temprano, el centro tiene que incendiarse y estallar.
El problema empieza treinta kilómetros bajo la superficie de la tierra. Durante incontables eones, la placa de Cocos ha estado intentando hundirse, deslizarse bajo la placa hacia el este, y esta mañana lo consigue. A sesenta kilómetros de la costa, a trescientos sesenta kilómetros al oeste de Ciudad de México, la tierra se agrieta y envía un gigantesco terremoto a través de la litosfera.
Si la ciudad hubiera estado más cerca del epicentro, habría aguantado mejor. Tal vez los rascacielos habrían sobrevivido a las rápidas sacudidas de alta frecuencia que ocurren cerca del temblor real. Los edificios habrían saltado, aterrizado y se habrían agrietado, pero habrían resistido.
Pero a medida que el temblor se aleja del centro su energía se disipa, lo cual, aunque parezca contradictorio, aumenta su peligrosidad debido al suelo blando. El temblor se transforma en lentos y largos movimientos ondulantes, un conjunto de olas gigantescas, por decirlo de alguna manera, que se suceden bajo el blando lecho del lago, esa cuenca de gelatina sobre la que la ciudad está construida, y esa gelatina rueda, y los edificios ruedan con ella, y sacude los edificios no tanto vertical como horizontalmente, y ese es el problema.
Cada piso de los rascacielos se traslada más hacia un lado que el piso de abajo. Los edificios, ahora más pesados por arriba, se deslizan literalmente en el aire, entrechocan las cabezas y retroceden de nuevo. Durante dos largos minutos, las cúspides de dichos edificios se deslizan de costado en el aire, y se rompen.
Bloques de cemento se desprenden y caen a la calle. Las ventanas estallan. Enormes fragmentos dentados de cristal vuelan por el aire como misiles. Las paredes interiores se derrumban, acompañadas de las vigas de apoyo. Las piscinas de los tejados se agrietan, y toneladas de agua derriban los techos que hay bajo ellas.
Algunos edificios se parten en el cuarto o quinto piso, y envían dos, tres, ocho, doce plantas de piedra, cemento y acero a la calle, y miles de personas caen con ellas y quedan sepultadas bajo los cascotes.
Edificio tras edificio (doscientos cincuenta en cuatro minutos) se vienen abajo. El gobierno cae, literalmente: el Secretariado de la Marina, el Secretariado de Comercio y el Secretariado de Comunicaciones se derrumban. El centro turístico de la ciudad se lee como una lista de bajas, nombre tras nombre: el hotel Monte Cario, el hotel Romano, el hotel Versalles, el Roma, el Bristol, el Ejecutivo, el Palacio, la Reforma, el ínter-Continental y el Regis caen uno tras otro. La mitad superior del hotel Caribe se parte como un palillo, y a través de la grieta caen a la calle colchones, equipajes, cortinas y huéspedes. Barrios enteros desaparecen: Colonia Roma, Colonia Doctores, Unidad Aragón y la Urbanización Tlatelolco, donde un edificio de apartamentos de veintidós plantas se derrumba sobre sus ocupantes. En un giro de los acontecimientos particularmente cruel, el temblor destruye el hospital general de México y el hospital Juárez, matando y atrapando pacientes, así como a médicos y enfermeras, que con tanta desesperación se necesitan.
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