– Demasiado tarde -contesta Raúl-. Ya no puede dar media vuelta.
La frente del tuneador se perla de sudor.
Nora ve que han cambiado al agente y piensa: Dios, por favor, ahora no, cuando estoy tan cerca. Siente que su corazón se acelera y lleva a cabo un esfuerzo deliberado por respirar lenta y profundamente. Los agentes de la frontera están entrenados para detectar signos de angustia, se dice, y tú solo quieres ser una rubia más que vuelve de un fin de semana salvaje en México.
El Ford Explorer frena en el punto de control. Está «lleno de chicanos», tal como había dicho Fabián, siguiendo parte del plan. El agente dedicará un montón de tiempo a registrar ese coche y solo dedicará a Nora una mirada superficial. El agente está haciendo un montón de preguntas, pasea alrededor del Explorer, mira por las ventanillas, examina tarjetas de identidad. El golden retriever baja y corre alrededor del vehículo, olfatea y mueve la cola.
Por una parte, es estupendo que se estén demorando con el coche, tal como habíamos planeado. Pero por otra parte, es insoportable, piensa Nora.
Por fin, el Explorer pasa y Nora frena. Apoya las gafas de sol sobre la frente, para que el agente vea sus hermosos ojos azules. Pero no le saluda ni inicia una conversación. Los agentes buscan a gente que se muestra demasiado cordial o ansiosa por complacer.
– ¿Identificación? -pregunta el agente.
Ella le enseña su permiso de conducir de California, pero ha dejado el pasaporte en el asiento del pasajero para que se vea bien. El agente se da cuenta.
– ¿Qué ha estado haciendo en México, señorita Hayden?
– He ido a pasar el fin de semana -dice ella-. Ya sabe, tomar el sol, la playa, unos cuantos margaritas.
– ¿Dónde se ha alojado?
– En el hotel Rosarita.
Lleva facturas que coinciden con su visa en el bolso.
El agente asiente.
– ¿Saben que se llevó las toallas?
– Uy.
– ¿Entra algo más en el país?
– Solo esto.
El agente mira los souvenirs que ha comprado en la cola.
Este es el momento crucial. La dejará pasar, registrará el coche un poco más, o le dirá que se desvíe al carril de inspección. Las opciones una y dos son aceptables, pero la tres podría constituir un desastre, y Raúl contiene el aliento cuando ve que el agente asoma la cabeza por la ventanilla y echa un vistazo al asiento de atrás.
Nora se limita a sonreír. Sigue el ritmo con los pies y canturrea al compás de la emisora de rock clásico de la radio.
El agente retrocede.
– ¿Drogas?
– ¿Qué?
El agente sonríe.
– Bienvenida, señorita Hayden.
– Va a pasar -dice Raúl.
El tuneador dice que necesita mear.
– ¡No te relajes demasiado! -grita Raúl-. ¡Aún tiene que pasar por San Onofre!
El teléfono suena en el escritorio de Art Keller.
– Keller al habla.
– Acaba de entrar.
Art sigue a la escucha para que le digan la marca del coche, la descripción y la matrícula. Después telefonea al puesto de la Patrulla de Fronteras de San Onofre.
Adán recibe una llamada similar en su despacho.
– Ha pasado -dice Raúl.
Adán se siente aliviado, pero la preocupación no le abandona. Nora todavía tiene que cruzar el punto de control de San Onofre, y eso es lo que le da miedo. El punto de control de San Onofre se halla en un tramo desierto de la ruta 5, justo al norte de la base de la marina de Pendleton, y la zona está sembrada de vigilancia electrónica e interferencias radiofónicas. Si la DEA quisiera detenerla, lo haría ahí, lejos de las torres de vigilancia de los Barrera o de cualquier ayuda procedente de Tijuana. Es muy posible que Nora se esté precipitando hacia una emboscada en San Onofre.
Nora se dirige hacia el norte por la ruta 5, la principal arteria norte-sur que recorre California como una columna vertebral. Deja atrás el centro de San Diego, el aeropuerto y SeaWorld, el gran templo mormón que parece hecho de azúcar hilado, con aspecto de ir a fundirse bajo la lluvia. Deja atrás la salida de La Jolla, el hipódromo de Del Mar y Oceanside, antes de detenerse por fin en un área de descanso al sur de la base de la marina de Camp Pendleton.
Baja y cierra el coche con llave. No ve dónde están los sicarios de los Barrera, que han aparcado cerca, pero sabe que están en uno u otro coche, o quizá en varios, para vigilar su vehículo mientras va al baño. Es muy dudoso que alguien vaya a robar un Toyota Camry, pero nadie quiere correr el riesgo con varios millones de dólares en el coche.
Va al baño, se lava las manos y recompone su maquillaje. La señora de la limpieza espera con paciencia a que termine. Nora sonríe, le da las gracias y un billete de un dólar antes de salir. Compra una Diet Pepsi en una máquina, vuelve a subir al coche y empieza a conducir en dirección norte. Le gusta este tramo de autopista que atraviesa la base de la marina porque, una vez que dejas atrás los barracones, está casi desierta. Tan solo la cordillera al este, y hacia el oeste nada, salvo los carriles de tráfico en dirección sur, y después el Pacífico azul.
Ha cruzado el punto de control de San Onofre cientos de veces, como la mayoría de los ciudadanos del sur de California, si se desplazan desde San Diego al condado de Orange. Siempre ha sido una especie de chiste, piensa, mientras el tráfico de delante empieza a disminuir la velocidad, un punto de control «fronterizo» a cien kilómetros de la frontera. Pero la verdad es qué muchos ilegales se dirigen hacia la zona metropolitana de Los Angeles, y la mayoría utilizan la 5, de modo que quizá sea lógico.
Lo que suele pasar es que llegas al punto de control, frenas y, si eres blanco, el agente de la Patrulla de Fronteras te deja pasar con un ademán aburrido de la mano. Eso es lo que suele pasar, piensa, mientras se detiene a una docena de coches del punto de control, y eso es lo que espera.
Solo que esta vez el tipo de la Patrulla de Fronteras le indica que se detenga.
Art consulta su reloj… otra vez. Debería estar llegando. Sabe cuándo cruzó la frontera, cuándo llegó al área de descanso. Si no ha dado media vuelta en algún sitio, si no se ha puesto nerviosa y cambió de opinión, si… si… si…
Adán pasea de un lado a otro de su despacho. También tiene un horario en mente, y Nora no debería tardar en llamar. No se arriesgaría a llamar cerca de la vigilancia de Pendleton, y no tiene nada que decir hasta que haya cruzado San Onofre, pero ya tendría que haber pasado. Debería estar en San Clemente, debería estar…
El agente le indica que baje la ventanilla.
Otro agente se acerca por el lado del pasajero. También baja la ventanilla, después mira al agente de al lado y le dedica su mejor sonrisa.
– ¿Pasa algo?
– ¿Lleva alguna tarjeta de identificación?
– Claro.
Busca su cartera en el bolso, y después abre la cartera para que el agente vea su permiso de conducir. Mientras tanto, el agente del lado del pasajero pasa el dispositivo de localización entre el apoyacabezas y el asiento, al tiempo que se inclina para examinar la parte posterior.
El primer agente examina el permiso de conducir un buen rato.
– Lamento las molestias, señora -dice después, y la deja pasar.
Art descuelga el teléfono antes de que termine de sonar el primer timbrazo.
– Hecho.
Cuelga y lanza un suspiro de alivio. La vigilancia aérea ya está en su sitio, una combinación de helicópteros de «tráfico» militares y aviones privados, y podrá seguirla durante todo el trayecto.
Y cuando se reúna con los chinos, nosotros también estaremos allí.
Nora espera a llegar a San Clemente para sacar el móvil y marcar un número de Tijuana. Cuando Fabián contesta, ella dice:
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