Greg Iles - Gas Letal

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Enero de 1944. Las tropas aliadas se prepararan para el día D y el mundo entero espera la invasión aliada de Europa. Pero en Inglaterra, Winston Churchill ha descubierto que los científicos nazis han desarrollado un gas nervioso tóxico que puede repeler y eliminar cualquier fuerza invasora, el arma química final. Sólo una jugada desesperada puede evitar el desastre.
Para salvar el planificado asalto, dos hombres muy diferentes pero igualmente decididos -un médico pacifista estadounidense y un fanático sionista – son enviados a infiltrarse en el campo de concentración secreto donde está siendo perfeccionado el gas venenoso en seres humanos.
Sus únicos aliados: una joven viuda judía que lucha para salvar a sus hijos y una enfermera alemana que es la imagen de la perfección aria. Su único objetivo: destruir todos los rastros del gas y los hombres que la crearon, sin importar cuántas vidas se pueden perder, incluso las suyas propias…
Lo que se ven obligados a hacer en el nombre de la victoria y la supervivencia demuestra con terrible claridad que, en un mundo donde todo esta en juego, la guerra no tiene reglas.
Desde la primera página, Greg Iles lleva a sus lectores en un viaje en montaña rusa emocional, escenas de acción llenas de tensión, representaciones horribles de crueldad y descripciones de sacrificio y valentía.

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Me levanté, cansado por haber pasado la noche en vela, pero lleno de una extraña energía.

– Es difícil absorber tanto en poco tiempo -dije-. La verdad, no sé qué decir ni hacer. Mejor dicho, creo que no hay nada que hacer.

El rabino Leibovitz clavó en mí sus ojos inteligentes.

– ¿Qué pasa? -pregunté-. Ah, dígame. ¿Ellos saben que mi abuelo murió?

Sonrió con tristeza.

– Jonas Stern murió hace tiempo, Mark.

– ¡Cómo!

– Murió en 1987. Un día, Mac recibió en su consultorio un telegrama de Hannah Jansen… enviado con su apellido de casada, claro. Stern le había pedido en su testamento que comunicara a Mac la noticia de su muerte. Pero eso fue todo. No supimos cómo murió.

Consulté con unos amigos en Israel, pero allá son maniáticos de la seguridad.

– ¿Y Rachel? ¿Está enterada?

– Sí, yo mismo la llamé el día del accidente.

Yo me paseaba por el salón. No sabía por qué, pero minuto a minuto me sentía más nervioso.

– La que no está enterada es Anna -dijo Leibovitz-. Creo que usted debe decírselo.

Me detuve bruscamente.

– ¿Yo? ¿Por qué yo?

Inclinó la cabeza a un costado:

– Es lo que corresponde.

– ¿Dice que vive en Nueva York?

– Sí, en Westchester. Ahora se llama Anna Hastings.

– ¿Se casó?

– Por supuesto. No es la clase de mujer que se resigna a una vida de penas. Enviudó hace un par de años.

– Bueno… hay una hora de diferencia con Nueva York. Podría llamarla en un par de horas.

Leibovitz parecía escandalizado:

– Jovencito, estas noticias no se pueden dar por teléfono.

– ¿Quiere que viaje a Nueva York?

– ¿Le parece tan difícil? ¿No puede disponer de unas horas de su vida? Va en coche a Atlanta, toma un avión y ya está. Esta misma noche está de vuelta.

Traté de pensar en mis tareas en el hospital, pero entonces recordé con cierta vergüenza que me había tomado tres días de licencia. El hombre y la mujer que me habían criado acababan de morir. Necesitaba tiempo para finiquitar los asuntos legales, ocuparme de la herencia y todo lo demás. Pero la verdad era que eso podía esperar unos días, por no decir meses.

– Bueno, qué diablos -dije-. Me parece bien. Tal vez me contará su versión de la historia, y qué hizo durante todos estos años.

Leibovitz sonrió:

– Creo que se alegrará de haberlo hecho.

Y la verdad es que me alegré. Llegué al aeropuerto de Newark el lunes, alquilé un auto y después de luchar a brazo partido con el mapa que me dieron en una estación de servicio, pude conducir el Ford Tempo hasta Westchester.

La casa resultó ser más pequeña de lo que esperaba. Después de todo, Anna era médica y había tenido la suerte de graduarse antes de la llamada reforma sanitaria. Seguramente había instalado su consultorio antes del advenimiento de las mutuas.

Estacioné el Ford y caminé por una acera bordeada de flores como las de Fairway, Georgia, a la modesta casa suburbana. Mi traje era demasiado lujoso. Me lo había puesto por las dudas de que la llamada Anna Kaas viviera en un palacete de los barrios residenciales de Nueva York. Oprimí el timbre varias veces: la práctica de la medicina me había enseñado que los mayores de sesenta tenían dificultades para oír. Me pregunté si Anna tendría un fuerte acento alemán.

Cuando se abrió la puerta, me quedé mudo. Ante mí apareció la imagen especular de la mujer de la fotografía de la caja de mi abuelo. La diferencia era que Anna tenía ojos oscuros; los de esa mujer eran celestes. Me miró extrañada, como si temiera que yo fuera un tipo peligroso. El traje de Armani y la pluma de oro Montblanc inclinaron la balanza a mi favor.

– ¿En qué puedo servirle? -preguntó con acento totalmente norteamericano.

Saqué mi agenda del bolsillo interior del traje y de ésta tomé la vieja foto de mi abuelo. La entregué a la mujer. La miró durante un lapso que me pareció larguísimo y sin decir palabra me tomó de la mano y me hizo pasar.

Me condujo a una sala alfombrada, amueblada con un sofá, varias sillas estilo reina Ana y armarios con puertas de vidrio que contenían todo un zoológico de figuras de porcelana, además de fotografías enmarcadas. Las porcelanas parecían de Hummel.

– Espere aquí -indicó-. No tardaré.

Fui a la ventana y contemplé el pulcro jardincito. Me pregunté si la enfermera Anna Kaas alguna vez había soñado que vendría a parar ahí. Allí estaba cuando oí que alguien contenía el aliento.

– ¡Dios mío! -dijo una voz más grave y algo ronca.

Me volví. En la puerta entre el vestíbulo y la sala estaba una mujer de no menos de setenta y cinco años, cabello plateado y ojos castaño oscuro. Se tomaba del brazo de la joven.

– ¿Ha muerto? -preguntó al cabo de un tiempo, mirándome fijamente.

– ¿Es usted la doctora Anna Hastings? -pregunté, aunque sabía que sólo podía ser ella-. ¿De soltera Anna Kaas?

– ¿Mac ha muerto?

– Sí, doctora. Murió hace tres días. Fue un accidente de helicóptero. Mi abuela murió con él.

La mujer asintió lentamente, se apartó de la joven y cruzó la alfombra con paso lento. Se detuvo frente a mí. Yo quería ser amable, pero mis ojos buscaban los de la joven, que me miraba con extraña intensidad.

Anna Hastings extendió el brazo y me acarició la mejilla.

– Usted se parece tanto… -murmuró-. Casi no soporto mirarlo.

– Y ella se parece tanto a usted -dije, mirando un momento a la joven.

Ya empezaba a descubrir las diferencias entre ambas. La joven era más esbelta que Anna, sus pómulos eran un poco más altos.

– Katarina -dijo Anna Hastings-. Mi nieta.

Sonreí:

– Soy Mark McConnell. Nieto -añadí rápidamente-. Nunca le di importancia, pero ahora…

– A esta altura se habrá graduado -dijo Anna-. ¿Es médico?

Asentí:

– Especialista en emergencias.

Rió suavemente al oírme:

– La mentalidad del piloto de combate.

Su acento alemán era muy leve. Creo que hablaba inglés mejor que yo.

– Siéntese, por favor -dijo-. Katarina nos servirá café.

– Bueno, en realidad, yo sólo vine a… a darle la noticia.

– ¿Vino de tan lejos y ya quiere irse? Siéntese, doctor.

Iba hacia el sofá cuando vi la fotografía. Al principio no la había distinguido entre las otras en el anaquel. Ahora brillaba como un faro. Era en blanco y negro, con la misma tonalidad de la que traía yo. Mostraba a un joven de algo más de treinta años apoyado contra una viga de madera oscura. Su mirada intensa y su cuerpo magro podían ser los míos.

Bruscamente comprendí todo. En la última noche oscura en la casa alemana, se habían parado por turnos contra la viga y se habían tomado las fotos el uno al otro. Pensaban que sólo sobrevivirían sus imágenes impresas en la película. Se me formó un nudo en la garganta.

– Quisiera hacerle unas preguntas -dije-. Si no le molesta.

– ¿Es casado, doctor? -preguntó la anciana.

– ¿Cómo? ¿Casado? No.

– Los jóvenes de hoy esperan demasiado. Katarina es igual.

Oma -dijo la joven, avergonzada.

Anna Hastings rió:

– Tan quisquillosa, tan tímida. No le gusta ninguno. Prepara el café, niña. -Agitó la mano de piel moteada por los años para apartarme de los anaqueles: -Vaya con ella, doctor. Ayúdele a buscar el azúcar. El edulcorante para ella, claro. Vayan los dos.

– Pero, de veras quiero hacerle…

La mujer que alguna vez fue Anna Kaas se llevó la mano a la boca. Entonces comprendí que hacía un esfuerzo enorme para conservar la compostura.

– Su abuelo fue un gran hombre -dijo-. Un hombre valiente, leal. ¿Qué más hace falta decir? Siempre hay tiempo para hablar sobre el pasado. Vayan a preparar el café. Se lo ruego.

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