Tim Green - Ambición

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Thane Coder lleva una existencia que muchos envidiarían: un buen trabajo en la poderosa compañía King Corp, una mujer hermosa, un generoso salario… Un sueño hecho realidad pero que, como él mismo confiesa, no es suficiente. Cuando el dueño de la compañía anuncia que cederá el mando de la empresa a su hijo Scott, Thane decide que el puesto ha de ser suyo al coste que sea. Espoleado por la ambición de su esposa y cómplice, recurre al asesinato, al engaño, a los contactos con criminales… Matar le resulta cada vez más fácil, incluso tanto como engañar al FBI y a la mafia, pero pronto queda claro que Thane ha entrado en una espiral de locura para la que sólo hay un final.

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Cuando levanta la cabeza de sus notas, pregunta:

¿ C ó mo te sientes?

– Listo para comerme una hamburguesa de aut é ntica ternera -le digo, y me siento.

Asiente con la cabeza y guarda con cuidado los papeles antes de cerrar la carpeta. Sus dedos tamborilean sobre la tapa de color manila.

– Le dijiste al m é dico que te trat ó antes que yo que en alg ú n momento llegaste a convencerte de que no hab í as matado a James King. Ahora que te conozco un poco m á s, quer í a preguntarte a qu é te refer í as.

– La verdad es que durante un tiempo lo cre í .

¿ C ó mo?

– La mente humana es un ó rgano maravilloso, ¿ no cree?

– Unas m á s que otras.

– Se lo contar é .

Bajé las escaleras de tres en tres y estuve a punto de caerme. La imagen de James, debatiéndose contra la muerte, y de la oscura mancha de sangre en las sábanas se repetía en mi cerebro una y otra vez. Me dispuse a cerrar la puerta de un portazo, pero me contuve y lo hice en silencio. El aire nocturno parecía más frío. Respiré hondo.

La nieve empezaba a cuajar en el suelo, y en las superficies superiores de los postes que se alzaban en la calzada. Era un manto silencioso. Se me erizó el vello. Me invadió una oleada de pánico y eché a correr. Cuando llegué al bosque y percibí el olor familiar a hojas podridas, me paré y volví la vista atrás. Casi esperaba encontrar a alguien persiguiéndome, oír que alguien me ordenara detenerme. El resplandor de un relámpago mudo cruzó el cielo y en ese instante pude ver la calzada que acababa de dejar atrás. Huellas de botas marcaban mis pasos sobre la nieve. Un rastro que me unía al cadáver de James.

Volví la cabeza hacia el cielo y parpadeé. El resplandor anaranjado de la cabaña me permitía ver los copos de nieve cayendo como gotas de lluvia. Seguí corriendo hasta llegar al coche. Mis pulmones eran como bolsas de ácido y me dolía el costado. La sangre me martilleaba en las sienes.

Ya en la carretera, unos faros me enfocaron. Me oculté detrás del coche y atisbé por los cristales salpicados de agua. Los faros parecieron aminorar la velocidad, pero enseguida volvieron a acelerar. Me quedé en mi escondrijo, acurrucado, observando los pilotos rojos hasta que desaparecieron en la curva, en dirección norte, hacia la ciudad de Pulaski.

Entré en mi vehículo y miré por el retrovisor; mis manos se aferraban al volante con tanta fuerza que se me agarrotaron y tuve que relajarlas. Me lo tomé con calma: conduje despacio por carreteras secundarias hasta cruzar al otro lado de Depot Road. Al entrar en el garaje de casa, me quedé un rato mirando hacia fuera, preguntándome con inquietud cuánto tiempo tardarían en llenarse de nieve los surcos provocados por las ruedas. Para cuando lo hicieron, tenía los dedos ateridos de frío.

Jessica estaba en el salón. Un fuego ardía en la chimenea, el reflejo del resplandor amarillo y naranja alumbraba la pulida superficie de la chimenea labrada. Estaba sentada, con las piernas dobladas, y tenía un libro en la mano. Todo parecía normal; ella levantó la vista y me sonrió de un modo que me hizo sentir como si todo lo anterior hubiera sido un sueño.

– ¿Y Tommy?

– Durmiendo.

Asentí y me miré las manos por primera vez; advertí las manchas de sangre en los guantes de piel marrón. Se las mostré.

– Tenías que hacerlo -dijo ella.

– Dios -murmuré, notando un escalofrío.

Ella apretó los labios y se levantó. Me quitó los guantes. Sin ni siquiera mirarme, los echó al fuego. Luego se giró, apoyó ambas manos en mi cara y me atrajo hacia sí.

– No ha sucedido -dijo en un susurro; me miró fijamente a los ojos-. Es lo que tienes que hacer. En tu cerebro. No ha sucedido. Fue cosa de Johnny G. De su gente. Son los principales sospechosos y, por lo que se refiere a nosotros, fueron ellos. Tú estabas aquí. Conmigo.

– ¿Y Tommy?

– Es sólo un niño. Ni siquiera pueden interrogarle. No te desconcentres. Cenamos y encendimos el fuego. Yo leí un libro; tú, el periódico. Después hicimos el amor. Ha sido así. -Hizo una pausa-. Tienes que visualizarlo.

Noté sus manos sobre mi piel, sus uñas resiguieron la carne que rodeaba mi columna vertebral. Apreté mi boca contra la suya, sentí su abrazo. Sus dedos me desnudaron.

Me llevó arriba y me hizo olvidar. Fue al cuarto de baño y de él volvió con un vaso de agua y algo en la mano.

– ¿Qué es? -pregunté.

– Tómatelo. Te sentará bien.

– ¿Qué?

Cogí la gruesa pastilla y la sostuve contra la débil luz del baño. Vicodin. De una operación de rodilla de hacía dos años.

– Confía en mí -dijo ella-. Te ayudará.

Intenté devolvérsela, pero ella no la aceptó.

– Vamos.

Me la tragué.

Por la mañana levanté la cabeza de la cama y miré hacia el gran ventanal con forma de arco. Las nubes, como bolas de algodón, eran de un rosa brillante, y sus extremos estaban envueltos en una neblina de color lavanda. Se extendían hasta el final del lago, hasta el infinito. La idea de James revolviéndose bajo la almohada fue como una patada en el estómago. Mis brazos y piernas se quedaron rígidos. Jessica despertó, me tocó la cara y me miró a los ojos. Los suyos estaban irritados, húmedos.

– No -dijo ella, hablando con voz lenta y pastosa-. Ya te lo dije. Fue un sueño. Tú estabas aquí.

– Oh, Dios -exclamé, invadido por el pánico.

Me giré, atacado por las náuseas.

– No hagas eso -ordenó ella con voz ronca-. No. No puedes.

Me obligó a salir de la cama y me empujó hacia la ducha. Preparó unos huevos revueltos con beicon crujiente. Me limité a probarlos.

Cuando bajó Tommy, ella le dio un beso en la cabeza y le abrazó.

– ¿Ya te has lavado los dientes? -preguntó.

– Mamá… -protestó él.

Ella señaló las escaleras con una expresión que no admitía réplica.

– Dale un beso a tu padre -le dijo cuando Tommy volvió del cuarto de baño-. Tiene que irse a trabajar.

Tommy se me acercó, me besó en la mejilla y me abrazó. Le cogí con fuerza y mantuve la presión hasta que empezó a moverse. Entonces lo solté.

– Ya es la hora -me dijo Jessica-. Tengo que ocuparme de Tommy y tú tienes mucho que hacer. Ve a trabajar para alimentar a la familia.

Me sentía como si me estuvieran empujando de un avión, pero en cuanto estuve en la calle mi estado mejoró. No es que me abandonaran las náuseas: la imagen borrosa de aquella escena de muerte se reproducía una y otra vez en la pantalla negra de mi cerebro, pero fui capaz de actuar como si no estuviera allí. Llamé a mi secretaria y repasé con ella la agenda para la semana siguiente. Incluso cambié la fecha de una reunión con el grupo de leasing para poder asistir a otra reunión de emergencia que James había concertado con el equipo del Garden State y la nueva junta directiva de la empresa. Luego me dispuse a realizar llamadas, dirigidas en su mayor parte a contratistas deseosos de conseguir el proyecto; no paré de hablar hasta que llegué a King Corp.

El despacho de Ben se hallaba al otro lado de una zona abierta, llena de archivadores y mesas de secretarias. Tenía la puerta abierta, y le vi al teléfono con los pies en alto. Nos saludamos y seguí andando. Mi despacho estaba justo al lado del de Scott. El suyo estaba completamente acristalado, así que vi la mesa vacía.

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