Jeffery Deaver - La carta número 12

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El nuevo caso del aclamado detective de El coleccionista de huesos
Geneva Settle, joven estudiante afroamericana de Harlem, investiga en una biblioteca de Nueva York la historia de un antepasado suyo, Charles Singleton, un esclavo liberto del siglo XIX. Mientras tanto, alguien vigila sus movimientos. Geneva consigue escapar del peligro, pero el criminal deja un rastro de sangre tras de sí.
El célebre criminalista Lincoln Rhyme, su inseparable Amelia Sachs y su equipo se ocuparán del caso. ¿Quién persigue a Geneva? ¿Y por qué hay alguien interesado en acabar con su vida? ¿Quién es verdaderamente Charles Singleton? ¿Y qué historia se oculta tras su pasado? ¿Cómo conseguir que encajen todas las pieza del puzle?
La insuperable trama urdida por Deaver, autor de El coleccionista de huesos, maneja todas estas historias -el pasado y el presente- como instantáneas fugaces, al tiempo que nos muestra asombrosas revelaciones de las que podrían derivar desastrosas consecuencias para los derechos humanos y civiles de Estados Unidos. Con sobrecogedores giros y numerosas sorpresas que mantienen al lector en ascuas hasta la última página, esta nueva aventura de Lincoln Rhyme es la más apasionante hasta la fecha.

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Estaba harto de esa mierda de evasiva racista. Siempre lo mismo. ¿Cambiará eso alguna vez ?

Sí. No.

¿Quién coño podría saberlo?

Jax se agachó disimuladamente y se ajustó la pistola metida en el calcetín que le hacía una incómoda presión en el hueso; luego siguió calle arriba, avanzando lentamente con su cojera de tejido cicatrizado.

– ¡Eh!, tú, ¿tienes alguna moneda? -Oyó la voz de un hombre que se acercaba a él por detrás.

Se dio la vuelta y vio a un hombre alto, encorvado y de piel muy oscura, que se encontraba tres metros más atrás.

– ¡Eh!, tú, una moneda, hombre -repitió el tipo.

No hizo caso al mendigo, y pensó: «Esto es gracioso; todo el día haciéndome pasar por un indigente y aquí viene uno de verdad. Me lo tengo bien merecido».

– ¡Oye!, tío, ¿una monedita?

– No tengo -le contestó bruscamente.

– ¡Vamos! Todo el mundo tiene monedas. Y todos las detestan, coño. Quieren quitárselas de encima. Pesan mucho y no compras una mierda con ellas. Te haría un favor, hermano. Vamos.

– Que te den por saco.

– Hace dos días que no como.

Jax volvió a mirar atrás, y le espetó:

– Claro que no. Porque te has gastado todos los billetes en esos Calvin Klein. -Echó un vistazo a la ropa del hombre: un chándal Adidas azul oscuro, sucio, aunque en buenas condiciones-. Búscate un empleo. -Jax se alejó y siguió calle arriba.

– De acuerdo -dijo el vagabundo-. No quieres darme unas monedas, entonces, ¿qué tal si me das tus putas manos?

– ¿Mis…?

De pronto Jax se encontró con que alguien le agarraba de las piernas. Cayó violentamente de bruces sobre la acera. Antes de que pudiera darse la vuelta y agarrar su pistola, le sujetaron las manos por la espalda y sintió la presión de lo que parecía ser una enorme pistola detrás de la oreja.

– ¿Qué coño haces, hombre?

– Cállate. -Unas manos le cachearon y encontraron la pistola escondida. Unas esposas se le cerraron en las muñecas y alguien le sentó de un tirón. Se encontró con una tarjeta de identificación del FBI ante sus ojos. El nombre era Frederick. El apellido Dellray.

– Vaya, hombre -dijo Jax, con voz ahogada-. No me vengas ahora con esa mierda.

– Bueno, adivina qué, hijo mío, hay mucha más mierda de camino. Así que más vale que vayas acostumbrándote. -El agente se puso de pie y un momento después Jax oyó-: Aquí Dellray. Estoy en la calle. Creo que he trincado al amiguito de Boyd. Le vi justo en el momento en que le entregaba unos billetes a un chico que salía de la casa de Lincoln. Un chaval negro, de unos trece años. ¿Qué estaba haciendo allí?… ¿Una bolsa? ¡Joder!, ¡es una bomba! Probablemente de gas. Boyd se la debe de haber dado a este pedazo de mierda para que la metiera a escondidas. Que salga todo el mundo de ahí y llamen para dar aviso de un diez treinta y tres… ¡Y que alguien se encargue de Geneva ahora mismo!

El hombretón se encontraba en el laboratorio de Rhyme, esposado y con las piernas atadas a una silla, rodeado por Dellray, Rhyme, Bell, Sachs y Sellitto. Le habían quitado la pistola, la cartera, un cuchillo, llaves, un móvil, cigarrillos y dinero.

Durante media hora, en la casa de Lincoln Rhyme reinó un caos absoluto. Bell y Sachs habían agarrado a Geneva y la habían sacado precipitadamente por la puerta trasera para meterla en el coche de Bell, el cual se alejó a toda velocidad por si todavía hubiera algún agresor por allí con la intención de atacarla. Los demás fueron evacuados hacia el callejón. Los miembros de la brigada de explosivos, otra vez con sus trajes protectores especiales, habían subido a la planta superior para examinar los libros con rayos X, y luego por medios químicos. Ningún explosivo, ni gas venenoso. Sólo había libros, por lo cual Rhyme pensó que el propósito era que ellos pensaran que había un explosivo en la bolsa. Y después de que evacuaran la casa, el cómplice entraría por la puerta trasera con los bomberos o la policía esperando encontrar la oportunidad de matar a Geneva.

Así que ése era el hombre sobre el que Dellray había oído rumores el día anterior, el que casi había llegado hasta Geneva en el patio del instituto Langston Hughes, el que descubrió dónde vivía la chica y la siguió hasta la casa de Rhyme para atentar nuevamente contra su vida.

También era el hombre -eso esperaba Rhyme- que les diría quién había contratado a Boyd.

El criminalista inspeccionó cuidadosamente al hombretón de expresión adusta. Había cambiado su chaqueta por una chupa deportiva tostada, hecha jirones, probablemente suponiendo que el día anterior, en el instituto, le habían visto con la cazadora verde.

Pestañeó y bajó la vista, mirando al suelo, empequeñecido por la situación en la que se encontraba, bajo arresto, pero en absoluto intimidado por el semicírculo de oficiales que le rodeaban. Finalmente les dijo:

– Miren, ustedes no…

– Shhhhh -dijo Dellray en tono amenazador, y siguió revolviendo la cartera del hombre, mientras le explicaba al equipo lo que había sucedido. El agente había venido a entregar los informes de las investigaciones del FBI sobre blanqueo de dinero en el distrito de las joyerías, cuando vio al adolescente saliendo de la casa de Rhyme-. Vi que este animal le pasaba unos billetes al chico, y que luego levantaba el culo de un banco y se marchaba. La descripción y la cojera encajaban con lo que ya sabía. Me pareció gracioso, sobre todo cuando vi que tenía un tobillo deformado-. El agente señaló con la cabeza la pequeña 32 automática que había encontrado en el calcetín del hombre. Dellray explicó que se había quitado la cazadora para envolver los expedientes y los había escondido detrás de unos arbustos; luego se embadurnó con barro el chándal, para hacerse pasar por un vagabundo, papel que le había hecho famoso en Nueva York cuando era un agente encubierto. De ese modo, avanzó hasta echarle el guante al tipo en cuestión.

– Déjenme que les diga algo -empezó a decir el compinche de Boyd.

Dellray le hizo un gesto admonitorio con su enorme dedo.

– Ya te lo haremos saber cuando tengamos ganas de oír alguna palabra saliendo de tu bocaza. ¿Estamos de acuerdo en eso?

– Yo…

– ¿De a-cuer-do?

Asintió con la cabeza, con expresión forzada.

El agente del FBI sostenía en las manos lo que había encontrado en la cartera: dinero, algunas fotos de familia, una foto desvaída y ajada.

– ¿Qué es esto? -preguntó.

– Mi graffiti.

El agente acercó la instantánea a Rhyme. Era una vieja estación de metro de la ciudad de Nueva York. Al lado había un colorido graffiti en el que se leía Jax 157 .

– Artista de graffiti -dijo Sachs, enarcando una ceja-. Bastante bueno, además.

– ¿Aún te haces llamar Jax? -preguntó Rhyme.

– Normalmente.

Dellray tenía en sus manos un documento de identidad con una foto.

– Puede que fueras Jax para el buen hombre que te atendió en la dirección de tránsito, pero parece que para el resto del mundo eres Alonzo Jackson. También conocido con el revelador apodo de interno dos-dos-cero-nueve-tres-cuatro, procedente del correccional de la hermosa ciudad de Alden, Nueva York.

– ¿Eso está en Buffalo, verdad? -preguntó Rhyme.

El cómplice de Boyd asintió con la cabeza.

– Otra vez los contactos hechos en la cárcel. ¿Fue así como le conociste?

– ¿A quién?

– A Thompson Boyd.

– No conozco a nadie llamado Boyd.

– ¿Entonces quién te contrató para este trabajo? -ladró Dellray.

– No sé de qué trabajo me está hablando. Le juro que no le entiendo. -Parecía confundido de verdad-. Y todo eso del gas o lo que fuera que estaban diciendo ustedes. Yo…

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